ENCUENTRO CON TODOS LOS EMPLEADOS DE LA SANTA SEDE
Y DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO CON SUS FAMILIARES
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Aula Pablo VI
Lunes 22 de diciembre de 2014
Fue el orgullo quien transformó a los ángeles en diablos;
es la humildad lo que hace a los hombres iguales a los ángeles. (San Agustín)
Queridos colaboradores y colaboradoras, ¡buenos días!
Queridos empleados de la Curia —no desobedientes de la Curia, como alguien os ha definido involuntariamente cometiendo un error de imprenta—:
Hace un momento me reuní con los jefes de los dicasterios y los superiores de la Curia romana para la tradicional felicitación navideña, y ahora me reúno con vosotros, para expresar a cada uno mi ferviente agradecimiento y mis más sinceros deseos de un verdadero Nacimiento del Señor.
Es un hecho que la gran mayoría de vosotros es de nacionalidad italiana, por ello permitidme expresar también un especial, y diría necesario, agradecimiento a los italianos que a lo largo de la historia de la Iglesia y de la Curia romana trabajaron constantemente con espíritu generoso y fiel, poniendo al servicio de la Santa Sede y del sucesor de Pedro la propia singular laboriosidad y su filial entrega, ofreciendo a la Iglesia grandes santos, Papas, mártires, misioneros y artistas que ninguna sombra pasajera de la historia podrá ofuscar. ¡Muchas gracias!
Doy las gracias también a las personas que proceden de otros países y que trabajan generosamente en la Curia, lejos de su patria y de sus familias, representando para la Curia el rostro de la «catolicidad» de la Iglesia.
Tras dirigir un discurso a los superiores de la Curia romana, comparándola con un Cuerpo que busca cada vez más estar unido y ser más armonioso para reflejar, en un cierto sentido, el místico Cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, os exhorto paternalmente a meditar ese texto haciendo de él motivo de reflexión para un fructuoso examen de conciencia, en preparación a la santa Navidad y al año nuevo. Os exhorto también a acercaros al sacramento de la Confesión con espíritu dócil, a recibir la misericordia del Señor que llama a la puerta de nuestro corazón, en la alegría de la familia.
No quise dejar pasar mi segunda Navidad en Roma sin reunirme con las personas que trabajan en la Curia; sin reunirme con las personas que trabajan sin hacerse ver y que se definen irónicamente «los desconocidos, los invisibles»: los jardineros, los empleados de la limpieza, los ujieres, los jefes de oficina, los ascensoristas, los redactores... y muchos, muchos otros. Gracias a vuestro compromiso de cada día y a vuestro trabajo atento, la Curia se presenta como un cuerpo vivo y en camino: un auténtico mosaico rico de piezas diversas, necesarias y complementarias.
Dice san Pablo, al hablar del Cuerpo de Cristo, que «el ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”. Sino todo lo contrario, los miembros que parecen más débiles son necesarios —pensemos en los ojos—. Y los miembros del cuerpo que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto... Dios organizó el cuerpo dando mayor honor a lo que carece de él, para que así no haya división en el cuerpo, sino que más bien todos los miembros se preocupan por igual unos de otros» (1 Cor12, 21-25).
Queridos colaboradores y colaboradoras de la Curia, pensando en las palabras de san Pablo y en vosotros, es decir, en las personas que forman parte de la Curia y que la hacen un Cuerpo vivo, dinámico y bien cuidado, quise elegir la palabra «cuidado» como referencia de este encuentro nuestro.
Cuidar significa manifestar interés diligente y atento, que implica tanto nuestro espíritu como nuestra actividad, hacia alguien o algo; significa mirar con atención a quien necesita cuidados sin pensar en otra cosa; significa aceptar dar o recibir cuidados. Viene a mi memoria la imagen de la mamá que cuida a su hijo enfermo, con entrega total, considerando como propio el dolor de su hijo. Ella no mira nunca el reloj, no se lamenta jamás por el hecho de no haber dormido durante toda la noche, no desea otra cosa más que verlo curado, cueste lo que cueste.
En este tiempo vivido en medio de vosotros pude notar el cuidado que reserváis a vuestro trabajo, y por esto os agradezco mucho. Pero permitidme exhortaros a transformar esta santa Navidad en una auténtica ocasión para «curar» cada herida y para «curarse» de cada falta.
Por eso os exhorto a:
cuidar vuestra vida espiritual, vuestra relación con Dios, porque esta es la columna vertebral de todo lo que hacemos y de todo lo que somos. Un cristiano que no se nutre con la oración, los sacramentos y la Palabra de Dios, inevitablemente se marchita y se seca. Cuidar la vida espiritual;
cuidar vuestra vida familiar, dando a vuestros hijos y a vuestros seres queridos no sólo dinero, sino sobre todo tiempo, atención y amor;
cuidar vuestras relaciones con los demás, transformando la fe en vida y las palabras en obras buenas, especialmente hacia los más necesitados;
cuidar vuestro modo de hablar, purificando la lengua de las palabras ofensivas, de las vulgaridades y del lenguaje de matiz mundano;
curar las heridas del corazón con el aceite del perdón, perdonando a las personas que nos han herido y curando las heridas que hemos causado a los demás;
cuidar vuestro trabajo, realizándolo con entusiasmo, humildad, competencia, pasión y con un espíritu que sabe dar gracias al Señor;
cuidarse de la envidia, de la concupiscencia, el odio y los sentimientos negativos que devoran nuestra paz interior y nos transforman en personas destruidas y destructoras;
curarse del rencor que nos conduce a la venganza, y de la pereza que nos conduce a la eutanasia existencial, de apuntar el dedo que nos lleva a la soberbia, y del lamentarse continuamente que nos conduce a la desesperación. Sé que algunas veces, para conservar el trabajo, se habla mal de alguien, para defenderse. Comprendo estas situaciones, pero el camino no acaba bien. Al final nos destruiremos entre nosotros, y esto no, no sirve. Mejor, pedir al Señor la sabiduría de saber morderse la lengua a tiempo, para no decir palabras injuriosas, que después te dejan la boca amarga;
cuidar a los hermanos más débiles: he visto muchos hermosos ejemplos entre vosotros, en esto, y os agradezco, ¡felicitaciones! Es decir, cuidar a los ancianos, a los enfermos, a los que pasan hambre, a los sin techo y a los extranjeros, porque sobre esto seremos juzgados;
cuidar que la santa Navidad no sea nunca una fiesta del consumismo comercial, de la apariencia o de los regalos inútiles, o bien de los derroches superfluos, sino que sea la fiesta de la alegría de acoger al Señor en el belén y en el corazón.
Cuidar. Cuidar muchas cosas. Cada uno de nosotros puede pensar: «¿Qué cosa debo cuidar en mayor medida?». Pensar en esto: «Hoy cuido esto». Pero sobre todo cuidar la familia. La familia es un tesoro, los hijos son un tesoro. Una pregunta que los padres jóvenes pueden hacerse: «¿Tengo tiempo para jugar con mis hijos, o estoy siempre ocupado, ocupada, y no tengo tiempo para los hijos?». Os dejo la pregunta. Jugar con los hijos: es tan hermoso. Y esto es sembrar futuro.
Queridos colaboradores y colaboradoras,
imaginemos cómo cambiaría nuestro mundo si cada uno de nosotros iniciase inmediatamente, y aquí, a cuidarse seriamente y a cuidar generosamente su relación con Dios y con el prójimo; si pusiéramos en práctica la regla de oro del Evangelio, propuesta por Jesús en el sermón de la montaña: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt7, 12); si miráramos al otro, especialmente al más necesitado, con los ojos de la bondad y de la ternura, como Dios nos mira, nos espera y nos perdona; si encontráramos en la humildad nuestra fuerza y nuestro tesoro. Y muchas veces tenemos miedo a la ternura, tenemos miedo a la humildad.
Esta es la auténtica Navidad: la fiesta de la pobreza de Dios que se anonadó a sí mismo asumiendo la naturaleza de esclavo (cf. Fil2, 6); de Dios que se pone a servir a la mesa (cf. Mt22, 27); de Dios que se oculta a los inteligentes y a los sabios y que se revela a los pequeños, los sencillos y los pobres (cf. Mt11, 25); del Hijo del hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc10, 45).
Pero es sobre todo la fiesta de la Paz que trajo a la tierra el Niño Jesús: «Paz entre cielo y tierra, paz entre todos lo pueblos, paz en nuestros corazones» (Himno litúrgico); la paz cantada por los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc2, 14).
La paz que necesita nuestro entusiasmo, nuestro cuidado, para caldear los corazones fríos, para alentar a las almas desanimadas e iluminar los ojos apagados con la luz del rostro de Jesús.
Con esta paz en el corazón quisiera saludaros a vosotros y a todos vuestros familiares. También a ellos quiero decirles gracias y dar un abrazo sobre todo a vuestros hijos, especialmente a los más pequeños.
No quiero terminar estas palabras de felicitación sin pediros perdón por las faltas, mías y de los colaboradores, y también por algunos escándalos, que hacen mucho mal. Perdonadme.
¡Feliz Navidad! Y, por favor, rezad por mí.
Recemos a la Virgen: Dios te salve María...
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana