DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SU SANTIDAD ARAM I, CATHOLICÓS DE LA
IGLESIA ARMENIA APOSTÓLICA DE CILICIA
Sala Clementina
Jueves 5 de junio de 2014
Santidad,
queridos hermanos en Cristo:
Estoy especialmente contento de darle a usted, Santidad, y a los distinguidos miembros de su delegación un cordial saludo en el Señor Jesús. Mi pensamiento se extiende en este momento a los obispos, al clero y a todos los fieles del Catholicosado de Cilicia. «Gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rm 1, 7). Bienvenidos al umbral de los santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Hace un mes tuve el gusto de recibir a Su Santidad el catholicós Karekin II, hoy tengo la alegría de reunirme con Vuestra Santidad, catholicós de la Gran Casa de Cilicia. Doy las gracias juntamente con vosotros al Señor por las relaciones fraternas que nos unen, por su continuo progreso, y considero un auténtico don de Dios poder compartir este momento de encuentro y de oración común.
Es bien conocido por todos el compromiso de Vuestra Santidad en favor de la causa de la unidad de los creyentes en Cristo. Usted ha desempeñado papeles de primer orden en el Consejo mundial de Iglesias, y sigue ofreciendo un apoyo eficaz al Consejo de las Iglesias de Oriente Medio, que desempeña un papel precioso al sostener a las comunidades cristianas de la región, tan probadas por numerosas dificultades. Y no quisiera olvidar la cualificada aportación ofrecida por Vuestra Santidad y por los representantes del Catholicosado de Cilicia a la Comisión mixta de diálogo entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Creo que, en este camino hacia la comunión plena, compartimos las mismas esperanzas y el mismo compromiso responsable, conscientes de caminar de este modo en la voluntad del Señor Jesucristo.
Vuestra Santidad representa a una parte del mundo cristiano profundamente marcada por una historia de pruebas y de sufrimientos, aceptados con valentía por amor a Dios. La Iglesia apostólica armenia se vio obligada a convertirse en un pueblo peregrino, experimentando así de forma única su estar en camino hacia el reino de Dios. La historia de emigración, persecución y martirio de tantos fieles dejó heridas profundas en el corazón de todos los armenios. Las debemos contemplar y venerar como heridas del cuerpo mismo de Cristo: precisamente por esto ellas son también causa de esperanza inquebrantable y de confianza en la misericordia providente del Padre.
Confianza y esperanza: las necesitamos mucho. Las necesitan los hermanos cristianos de Oriente Medio, en especial quienes viven en zonas atormentadas por el conflicto y la violencia. Las necesitamos también nosotros, cristianos que no tenemos que afrontar tales dificultades, pero que a menudo corremos el riesgo de perdernos en los desiertos de la indiferencia y del olvido de Dios, o de vivir en conflicto entre hermanos, o de sucumbir en nuestras batallas interiores contra el pecado. Como seguidores de Jesús debemos aprender a llevar con humildad los unos los pesos de los otros, ayudándonos de este modo, recíprocamente, a ser más cristianos, más discípulos de Jesús. Caminemos, por lo tanto, juntos en la caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros, donándose a Dios en sacrificio de suave olor (cf. Ef 5, 1-2).
En estos días que preceden a la solemnidad de Pentecostés, mientras nos disponemos a revivir en el misterio el milagro de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, invoquemos con fe al Espíritu, Señor y Dador de vida, a fin de que renueve la faz de la tierra, sea fuerza para sanar las heridas del mundo y reconciliar el corazón de cada hombre con el Creador.
Que sea Él, el Paráclito, quien inspire nuestro camino hacia la unidad, que sea Él quien nos enseñe cómo alimentar los vínculos de fraternidad que ya nos unen en el único bautismo y en la única fe. Invoco sobre todos nosotros la protección de María Santísima, la Toda Santa, presente en el Cenáculo junto con los Apóstoles, para que sea para nosotros Madre de la unidad. Amén.
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