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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 39 CONFERENCIA DE LA FAO]

Sala Clementina
Jueves 11 de junio de 2015

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Señor Presidente,
Señores Ministros,
Señor Director General,
Distinguidos Representantes Permanentes,
Señoras y Señores,
¡Buenos días!

 

1. Me alegra acogerlos mientras participan en la 39 Conferencia de la FAO, continuando así una larga tradición. Dirijo un cordial saludo a usted, señor Presidente, La Mamea Ropati, a los representantes de las diferentes Naciones y Organizaciones que están presentes y al Director General, el profesor José Graziano da Silva.

Todavía tengo vivo el recuerdo de la participación en la Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición  (el 20 noviembre 2014), que ha emplazado a los Estados a encontrar soluciones y recursos. Espero que aquella decisión no se quede sólo en el papel o en las intenciones que guiaron las negociaciones, sino que prevalezca decididamente la responsabilidad de responder concretamente a los hambrientos y a todos los que esperan del desarrollo agrícola una respuesta a su situación.

Ante la miseria de muchos de nuestros hermanos y hermanas, a veces pienso que el tema del hambre y del desarrollo agrícola se ha convertido hoy en uno de los tantos problemas en este tiempo de crisis. Y, sin embargo, vemos crecer por doquier el número de personas con dificultades para acceder a comidas regulares y saludables. Pero, en vez de actuar, preferimos delegar, y delegar a todos los niveles. Y pensamos que alguien habrá que se ocupe, tal vez otro país, o aquel gobierno, aquella Organización internacional. Nuestra tendencia a «desertar» ante cuestiones difíciles es humana, aunque luego no faltemos a una reunión, a una conferencia, a la redacción de un documento. Por el contrario, debemos responder al imperativo de que el acceso al alimento necesario es un derecho para todos. Los derechos no permiten exclusiones.

No basta señalar el punto de la situación de la nutrición en el mundo, aunque es necesario actualizar los datos, porque nos muestran la dura realidad. Ciertamente, puede consolarnos el saber que aquellos mil doscientos millones de hambrientos en 1992 se han reducido, aun cuando crece la población mundial. No obstante, de poco sirve tener en cuenta los números o incluso proyectar una serie de compromisos concretos y de recomendaciones que han de aplicar las políticas y las inversiones, si descuidamos la obligación de «erradicar el hambre y prevenir todas las formas de malnutrición en todo el mundo» (FAO-OMS, Declaración de Roma sobre la Nutrición, noviembre 2014, 15a).

2. Preocupan mucho las estadísticas sobre los residuos: en esta partida se incluye un tercio de los alimentos producidos. E inquieta saber que una buena cantidad de los productos agrícolas se utiliza para otros fines, tal vez fines buenos, pero que no son la necesidad inmediata de quien pasa hambre. Preguntémonos entonces, ¿qué podemos hacer? Más aún, ¿qué es lo que ya yo estoy haciendo?

Reducir los residuos es esencial, así como reflexionar sobre el uso no alimentario de los productos agrícolas, que se utilizan en grandes cantidades para la alimentación animal o para producir biocombustibles. Ciertamente, hay que garantizar condiciones ambientales cada vez más sanas, pero ¿podemos seguir haciéndolo excluyendo a alguien? Se ha de sensibilizar a todos los países sobre el tipo de nutrición adoptada, y esto varía dependiendo de las latitudes. En el Sur del mundo se ha de poner la atención en la cantidad de alimentos suficiente para garantizar una población en crecimiento, en el Norte, el punto central es la calidad de la nutrición y de los alimentos. Pero, tanto en la calidad como en la cantidad, pesa la situación de inseguridad determinada por el clima, por el aumento de la demanda y la incertidumbre de los precios.

Intentemos, por tanto, asumir con mayor decisión el compromiso de modificar los estilos de vida, y tal vez necesitemos menos recursos. La sobriedad no se opone al desarrollo, más aún, ahora se ve claro que se ha convertido en una condición para el mismo. Para la FAO, esto también significa proseguir en la descentralización, para estar en medio del mundo rural y entender las necesidades de la gente que la Organización está llamada a servir.

Preguntémonos además: ¿Cuánto incide el mercado con sus reglas sobre el hambre en el mundo? De los estudios que ustedes realizan, resulta que desde 2008 el precio de los alimentos ha cambiado su tendencia: duplicado, después estabilizado, pero siempre con valores altos respecto al período precedente. Precios tan volátiles impiden a los más pobres hacer planes o contar con una nutrición mínima. Las causas son muchas. Nos preocupa justamente el cambio climático, pero no podemos olvidar la especulación financiera: un ejemplo son los precios del trigo, el arroz, el maíz, la soja, que oscilan en las bolsas, a veces vinculados a fondos de renta y, por tanto, cuanto mayor sea su precio más gana el fondo. También aquí, tratemos de seguir otro camino, convenciéndonos de que los productos de la tierra tienen un valor que podemos decir «sacro», ya que son el fruto del trabajo cotidiano de personas, familias, comunidades de agricultores. Un trabajo a menudo dominado por incertidumbres, preocupaciones por las condiciones climáticas, ansiedades por la posible destrucción de la cosecha.

En la finalidad de la FAO, el desarrollo agrícola incluye el trabajo de la tierra, la pesca, la ganadería, los bosques. Es preciso que este desarrollo esté en el centro de la actividad económica, distinguiendo bien las diferentes necesidades de los agricultores, ganaderos, pescadores y quienes trabajan en los bosques. El primado del desarrollo agrícola: he aquí el segundo objetivo. Para los objetivos de la FAO, esto significa apoyar una resilience efectiva, reforzando de modo específico la capacidad de las poblaciones para hacer frente a las crisis – naturales o provocadas por la acción humana – y prestando atención a las diferentes exigencias. Así será posible perseguir un nivel de vida digno.

3. En este compromiso quedan otros puntos críticos. En primer lugar, parece difícil aceptar una resignación genérica, el desinterés y hasta la ausencia de muchos, incluso los Estados. A veces se tiene la sensación de que el hambre es un tema impopular, un problema insoluble, que no encuentra soluciones dentro de un mandato legislativo o presidencial y, por tanto, no garantiza consensos. Las razones que llevan a limitar aportes de ideas, tecnología, expertise y financiación residen en la falta de voluntad para asumir compromisos vinculantes, ya que nos escudamos tras la cuestión de la crisis económica mundial y la idea de que en todos los países hay hambre: «Si hay hambrientos en mi territorio, ¿cómo puedo pensar en destinar fondos para la cooperación internacional?». Pero así se olvida que, si en un país la pobreza es un problema social al que pueden darse soluciones, en otros contextos es un problema estructural y no bastan sólo las políticas sociales para afrontarla. Esta actitud puede cambiar si reponemos en el corazón de las relaciones internacionales la solidaridad, trasponiéndola del vocabulario a las opciones de la política: la política del otro. Si todos los Estados miembros trabajan por el otro, los consensos para la acción de la FAO no tardarán en llegar y, más aún, se redescubrirá su función originaria, ese «fiat panis» que figura en su emblema.

Pienso también en la educación de las personas para una correcta dieta alimenticia. En mis encuentros cotidianos con Obispos de tantas partes del mundo, con personajes políticos, responsables económicos, académicos, percibo cada vez más que hoy también la educación nutricional tiene diferentes variantes. Sabemos que en Occidente el problema es el alto consumo y los residuos. En el Sur, sin embargo, para asegurar el alimento, es necesario fomentar la producción local que, en muchos países con «hambre crónica», es sustituida por remesas provenientes del exterior y tal vez inicialmente a través de ayudas. Pero las ayudas de emergencia no bastan, y no siempre llegan a las manos adecuadas. Así se crea dependencia de los grandes productores y, si el país carece de los medios económicos necesarios, entonces la población termina por no alimentarse y el hambre crece.

El cambio climático nos hace pensar también en el desplazamiento forzado de poblaciones y en tantas tragedias humanitarias por falta de recursos, a partir del agua, que ya es objeto de conflictos, que previsiblemente aumentarán. No basta afirmar que hay un derecho al agua sin esforzarse por lograr un consumo sostenible de este bien y eliminar cualquier derroche. El agua sigue siendo un símbolo que los ritos de muchas religiones y culturas utilizan para indicar pertenencia, purificación y conversión interior. A partir de este valor simbólico, la FAO puede contribuir a revisar los modelos de comportamiento para asegurar, ahora y en el futuro, que todos puedan tener acceso al agua indispensable para sus necesidades y para las actividades agrícolas. Viene a la mente aquel pasaje de la Escritura que invita a no abandonar la «fuente de agua viva para cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen agua» (Jr 2,13): una advertencia para decir que las soluciones técnicas son inútiles si olvidan la centralidad de la persona humana, que es la medida de todo derecho.

Además del agua, también el uso de los terrenos sigue siendo un problema serio. Preocupa cada vez más el acaparamiento de las tierras de cultivo por parte de empresas transnacionales y Estados, que no sólo priva a los agricultores de un bien esencial, sino que afecta directamente a la soberanía de los países. Ya son muchas las regiones en las que los alimentos producidos van a países extranjeros y la población local se empobrece por partida doble, porque no tiene ni alimentos ni tierra. Y ¿qué decir de las mujeres que en muchas zonas no pueden poseer la tierra que trabajan, con una desigualdad de derechos que impide la serenidad de la vida familiar, porque se corre el peligro de perder el campo de un momento a otro? Sin embargo, sabemos que la producción mundial de alimentos es en su mayor parte obra de haciendas familiares. Por eso es importante que la FAO refuerce la asociación y los proyectos en favor de las empresas familiares, y estimule a los Estados a regular equitativamente el uso y la propiedad de la tierra. Esto podrá contribuir a eliminar las desigualdades, ahora en el centro de la atención internacional.

4. La seguridad alimentaria ha de lograrse aunque los pueblos sean diferentes por localización geográfica, condiciones económicas o culturas alimenticias. Trabajemos para armonizar las diferencias y unir esfuerzos y, así, ya no leeremos que la seguridad alimentaria para el Norte significa eliminar grasas y favorecer el movimiento y que, para el Sur, consiste en obtener al menos una comida al día.

Debemos partir de nuestra vida cotidiana si queremos cambiar los estilos de vida, conscientes de que nuestros pequeños gestos pueden asegurar la sostenibilidad y el futuro de la familia humana. Y sigamos luego la lucha contra el hambre sin segundas intenciones. Las proyecciones de la FAO dicen que para el año 2050, con nueve mil millones de personas en el planeta, la producción tiene que aumentar e incluso duplicarse. En lugar de dejarse impresionar ante los datos, modifiquemos nuestra relación de hoy con los recursos naturales, el uso del suelo; modifiquemos el consumo, sin caer en la esclavitud del consumismo; eliminemos el derroche y así venceremos el hambre.

La Iglesia, con sus instituciones e iniciativas camina con ustedes, consciente de que los recursos del planeta son limitados y su uso sostenible es absolutamente urgente para el desarrollo agrícola y alimentario. Por eso se compromete a favorecer ese cambio de actitud necesario para el bien de las generaciones futuras. Que el Todopoderoso bendiga el trabajo de ustedes.

 



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