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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COREA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sala del Consistorio
Jueves 12 de marzo de 2015

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Queridos hermanos obispos:

Es una gran alegría para mí daros la bienvenida mientras realizáis vuestra visita «ad limina Apostolorum» para rezar ante las tumbas de los santos Pedro y Pablo y reforzar los vínculos de amistad y comunión que nos unen. Rezo para que estos días sean una ocasión de gracia y renovación en vuestro servicio a Cristo y a su Iglesia.

Agradezco al arzobispo Kim las afectuosas palabras de saludo que ha pronunciado en vuestro nombre y en el de toda la Iglesia en Corea y en Mongolia. Vuestra presencia hoy me trae a la memoria los hermosos recuerdos de mi reciente visita a Corea, donde experimenté personalmente la bondad del pueblo coreano, que me acogió con tanta generosidad y compartió conmigo las alegrías y las tristezas de su vida. Mi visita a vuestro país seguirá siendo para mí un incentivo duradero en mi ministerio al servicio de la Iglesia universal.

Durante mi visita tuvimos la oportunidad de reflexionar sobre la vida de la Iglesia en Corea y, en particular, sobre nuestro ministerio episcopal al servicio del pueblo de Dios y de la sociedad. Deseo proseguir esa reflexión con vosotros hoy, destacando tres aspectos de mi visita: la memoria, los jóvenes y la misión de confirmar a nuestros hermanos y nuestras hermanas en la fe. También quiero compartir estas reflexiones con la Iglesia en Mongolia. Aun siendo una pequeña comunidad en un territorio vasto, es como el grano de mostaza, que es promesa de la plenitud del reino de Dios (cf. Mt 13, 31-32). Ojalá que estas reflexiones incentiven el crecimiento constante de ese grano y alimenten el rico suelo de la fe del pueblo de Mongolia.

Para mí, uno de los momentos más hermosos de la vista a Corea fue la beatificación de los mártires Paul Yun Ji-chung y compañeros. Incluyéndolos entre los beatos, alabamos a Dios por las innumerables gracias que derramó en la Iglesia en Corea en su infancia, y también dimos gracias por la respuesta fiel dada a estos dones de Dios. Ya antes de que su fe se manifestara plenamente en la vida sacramental de la Iglesia, estos primeros cristianos coreanos no sólo habían alimentado su relación personal con Jesús, sino que también la habían llevado a otros, prescindiendo de la clase o posición social, y habían vivido en una comunidad de fe y caridad como los primeros discípulos del Señor (cf. Hch 4, 32). «Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo […]: sólo Cristo era su verdadero tesoro» (Homilía en Seúl, 16 de agosto de 2014). Su amor a Dios y al prójimo se realizó en el acto final de entregar su propia vida, regando con su sangre el semillero de la Iglesia.

Aquella primera comunidad ha dejado a vosotros y a toda la Iglesia un hermoso testimonio de vida cristiana: «Su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos» (ibídem). Su ejemplo es una escuela que puede enseñarnos a ser testigos cristianos cada vez más fieles, llamándonos al encuentro, a la caridad y al sacrificio. Las lecciones que impartieron pueden aplicarse de modo particular a nuestro tiempo en el que, a pesar de los numerosos progresos realizados en la tecnología y en la comunicación, las personas están cada vez más aisladas y las comunidades más debilitadas. Qué importante es, pues, que trabajéis junto con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y los líderes laicos de vuestras diócesis para garantizar que las parroquias, las escuelas y los centros de apostolado sean auténticos lugares de encuentro: encuentro con el Señor, que nos enseña cómo amar y abre nuestros ojos a la dignidad de cada persona, y encuentro de unos con otros, especialmente con los pobres, los ancianos y las personas olvidadas en medio de nosotros. Cuando encontramos a Jesús y experimentamos su compasión por nosotros, nos convertimos en testigos cada vez más convincentes de su poder salvífico; compartimos más fácilmente nuestro amor por Él y los dones con los que hemos sido bendecidos. Nos convertimos en un sacrificio vivo, entregados a Dios y a los demás por amor (cf. Rm 12, 1, 9-10).

Mi pensamiento se dirige ahora a vuestros jóvenes, que con fuerza desean llevar adelante la herencia de vuestros antepasados. Están al comienzo de su vida y llenos de esperanzas, promesas y posibilidades. Fue una alegría para mí estar con los jóvenes de Corea y de toda Asia, que se reunieron para la Jornada de la juventud asiática, y experimentar su apertura a Dios y a los demás. Precisamente como el testimonio de los primeros cristianos nos invita a ser solícitos unos con otros, así también nuestros jóvenes nos desafían a escucharnos unos a otros. Sé que en vuestras diócesis, parroquias e instituciones estáis buscando nuevos modos de implicar a los jóvenes para que puedan expresarse y ser escuchados, a fin de compartir la riqueza de vuestra fe y de la vida de la Iglesia. Cuando hablamos con los jóvenes, ellos nos desafían a compartir la verdad de Jesucristo con claridad y de un modo que puedan comprender. También ponen a prueba la autenticidad de nuestra fe y de nuestra fidelidad. Aunque prediquemos a Cristo y no a nosotros mismos, estamos llamados a ser un ejemplo para el pueblo de Dios (cf. 1 P 5, 3) a fin de atraer a las personas hacia Él. Los jóvenes nos llamarán inmediatamente al orden a nosotros y a la Iglesia, si nuestra vida no refleja nuestra fe. Al respecto, su honradez puede ayudarnos precisamente mientras tratamos de impulsar a los fieles a manifestar la fe en su vida diaria.

Mientras reflexionáis sobre la vida de vuestras diócesis, mientras formuláis y revéis vuestros planes pastorales, os exhorto a tener presentes a los jóvenes a quienes servís. Vedlos como interlocutores para «edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde […], una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados» (Homilía en el castillo de Haemi, 17 de agosto de 2014). Estad cerca de ellos y mostradles que os preocupáis por ellos y comprendéis sus necesidades. Esta cercanía no sólo reforzará las instituciones y las comunidades de la Iglesia, sino que también os ayudará a comprender las dificultades que ellos y sus familias experimentan en la vida diaria en la sociedad. De este modo, el Evangelio penetrará cada vez más profundamente en la vida, tanto de la comunidad católica como de la sociedad en su conjunto. A través de vuestro servicio a los jóvenes, la Iglesia llegará a ser esa levadura en el mundo que el Señor nos llama a ser (cf. Mt 13, 33).

Mientras os preparáis para volver a vuestras Iglesias locales, además de alentaros en vuestro ministerio y confirmaros en vuestra misión, os pido, sobre todo, que seáis servidores precisamente como Cristo, que vino a servir y no a ser servido (cf. Mt 20, 28). Nuestra vida es una vida de servicio, entregada libremente por cada alma confiada a nuestro cuidado, sin excepción. Comprobé esto en vuestro servicio generoso y altruista a vuestra gente, que se manifiesta de modo particular en vuestro anuncio de Jesucristo y en la entrega de vosotros mismos, que renováis cada día. «Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas» (Evangelii gaudium, 167).

Con este espíritu de servicio, sed solícitos unos con otros. A través de vuestra colaboración y vuestro apoyo fraterno, fortaleceréis la Iglesia en Corea y en Mongolia, y llegaréis a ser cada vez más eficaces al proclamar a Cristo. Estad cerca de vuestros sacerdotes: sed verdaderos padres que no sólo quieren exhortarlos y corregirlos, sino sobre todo acompañarlos en sus dificultades y alegrías. Acercaos también a los numerosos religiosos y religiosas, cuya consagración enriquece y sostiene cada día la vida de la Iglesia, puesto que ofrecen a la sociedad un signo visible del nuevo cielo y de la nueva tierra (cf. Ap 21, 1-2). Con estos obreros comprometidos en la viña del Señor, junto con todos los fieles laicos, edificad a partir de la herencia de vuestros antepasados y ofreced al Señor un sacrificio digno para hacer más profundas la comunión y la misión de la Iglesia en Corea y en Mongolia.

Deseo expresar de modo particular mi aprecio a la comunidad católica en Mongolia por sus esfuerzos en edificar el reino de Dios. Que siga siendo fervorosa en la fe, siempre confiada en que la fuerza santificadora del Espíritu Santo obra en ella como discípula misionera (cf. Evangelii gaudium, 119).

Queridos hermanos obispos: Con renovada gratitud por el testimonio duradero de las comunidades cristianas en Corea y en Mongolia, os aseguro mis constantes oraciones y mi cercanía espiritual. Os encomiendo a todos a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto de buen grado mi bendición apostólica a vosotros y a todos los que han sido confiados a vuestra atención pastoral.

 



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