DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS CAPITULARES DE LA ORDEN DE FRAILES MENORES
Sala Clementina
Martes 26 de mayo de 2015
Queridos frailes menores:
¡Sed bienvenidos! Agradezco al ministro general, padre Michael Perry, sus cordiales palabras y le expreso mis mejores deseos para la tarea en la que ha sido confirmado. Extiendo mi saludo a toda la Orden, especialmente a los hermanos enfermos y ancianos, que son la memoria de la Orden y la presencia de Cristo crucificado en la Orden.
Durante estas jornadas de reflexión y oración os habéis dejado guiar, en particular, por dos elementos esenciales de vuestra identidad: la minoridad y la fraternidad.
He pedido consejo a dos franciscanos amigos, jóvenes, de Argentina: «Tengo que decir algo sobre esto, sobre la minoridad, dame un consejo». Uno me ha respondido: «Dios me la conceda cada día». El otro me ha dicho: «Es lo que trato de hacer todos los días». Esta es la definición de minoridad que estos dos amigos, jóvenes franciscanos, de mi tierra, me han dado.
La minoridad llama a ser y sentirse pequeño ante Dios, encomendándose totalmente a su infinita misericordia. La perspectiva de la misericordia es incomprensible para cuantos no se reconocen «menores», es decir, pequeños, necesitados y pecadores delante de Dios. Cuanto más seamos conscientes de esto, tanto más estaremos cercanos a la salvación; cuanto más estemos convencidos de ser pecadores, tanto más estaremos dispuestos a ser salvados. Así sucede en el Evangelio: las personas que se reconocen pobres ante Jesús son salvadas; al contrario, quien considera que no tiene necesidad de ella, no recibe la salvación, no porque no se le haya ofrecido, sino porque no la ha acogido. Minoridad también significa salir de sí mismos, de los propios esquemas y puntos de vista personales; significa ir más allá de las estructuras —que, sin embargo, son útiles si se usan sabiamente—, ir más allá de los hábitos y las seguridades para testimoniar cercanía concreta a los pobres, a los necesitados, a los marginados, con una auténtica actitud de comunión y servicio.
También la dimensión de la fraternidad pertenece de manera esencial al testimonio evangélico. En la Iglesia de los orígenes los cristianos vivían la comunión fraterna hasta tal punto que constituían un signo elocuente y atractivo de unidad y caridad. La gente se quedaba asombrada al ver a los cristianos tan unidos en el amor, tan dispuestos a la entrega y al perdón mutuo, tan solidarios en la misericordia, en la benevolencia, en la ayuda recíproca, unánimes al compartir las alegrías, los sufrimientos y las experiencias de la vida. Vuestra familia religiosa está llamada a expresar esta fraternidad concreta mediante una recuperación de la confianza recíproca —y subrayo esto: recuperación de la confianza recíproca— en las relaciones interpersonales, para que el mundo vea y crea, reconociendo que el amor de Cristo sana las heridas y une.
En esta perspectiva, es importante que se recupere la conciencia de ser portadores de misericordia, de reconciliación y paz. Realizaréis con fruto esta vocación y misión, si sois cada vez más una congregación «en salida». Por otra parte, esto corresponde a vuestro carisma, testimoniado en el Sacrum Commercium. En este relato sobre vuestros orígenes se narra que a los primeros frailes se les pidió que mostraran cuál era su claustro. Para responder, subieron a una colina y «mostraron toda la superficie de la tierra que podían divisar, diciendo: “Este es nuestro claustro”» (63: FF 2020). Queridos hermanos: En este claustro, que es el mundo entero, id aún hoy impulsados por el amor de Cristo, como os invita a hacer san Francisco, que en la Regla bulada dice: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente… En cualquier casa en que entren, primero digan: “Paz a esta casa”. Y séales lícito comer de todos los manjares que les ofrezcan» (III, 10-14: FF 85-86). ¡Esta última cosa es buena!
Estas exhortaciones son de gran actualidad; son profecía de fraternidad y minoridad incluso para nuestro mundo de hoy. ¡Cuán importante es vivir una existencia cristiana y religiosa sin perderse en disputas y habladurías, cultivando un diálogo sereno con todos, con apacibilidad, mansedumbre y humildad, con medios pobres, anunciando la paz y viviendo sobriamente, contentos con lo que se nos ofrece! Esto requiere también un compromiso decidido en la transparencia, en el uso ético y solidario de los bienes, con un estilo de sobriedad y despojo.
Al contrario, si estáis apegados a los bienes y a las riquezas del mundo, y ponéis allí vuestra seguridad, será precisamente el Señor quien os despojará de este espíritu de mundanidad para preservar el valioso patrimonio de minoridad y pobreza al que os ha llamado por medio de san Francisco. O sois libremente pobres y menores, o terminaréis despojados.
El Espíritu Santo es animador de la vida religiosa. Cuanto más espacio le demos, tanto más será el animador de nuestras relaciones y de nuestra misión en la Iglesia y en el mundo. Cuando las personas consagradas viven dejándose iluminar y guiar por el Espíritu, descubren en esta visión sobrenatural el secreto de su fraternidad, la inspiración de su servicio a los hermanos, la fuerza de su presencia profética en la Iglesia y en el mundo. La luz y la fuerza del Espíritu también os ayudarán a afrontar los desafíos que están ante vosotros, en particular la reducción numérica, el envejecimiento y la disminución de las nuevas vocaciones. Este es un desafío. También os digo: el pueblo de Dios os ama. El cardenal Quarracino me dijo una vez estas palabras, más o menos: «En nuestras ciudades hay grupos o personas algo anticlericales, y cuando pasa un sacerdote le dicen ciertas cosas: “Cuervo” —en Argentina le dicen esto—; lo insultan, no fuertemente, pero algo le dicen. Jamás, jamás, jamás —me decía Quarracino— dicen estas cosas a un hábito franciscano». ¿Y por qué? Habéis heredado una autoridad en el pueblo de Dios con la fraternidad, con la mansedumbre, con la humildad, con la pobreza. Por favor, ¡conservadla! ¡No la perdáis! El pueblo os quiere, os ama.
Que os aliente en vuestro camino la estima de esta buena gente, así como el afecto y el aprecio de los pastores. Encomiendo toda la Orden a la protección maternal de la Virgen María, a quien veneráis como patrona especial con el título de Inmaculada. Os acompañe también mi bendición, que os imparto de corazón; y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí, lo necesito. ¡Gracias!
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