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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL DEL INSTITUTO PADRE DE SCHOENSTATT

Sala del Consistorio
Jueves 3 de septiembre de 2015

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Queridos hermanos sacerdotes:

Estoy contento de estar con ustedes en este encuentro. Y agradezco a Juan Pablo estas palabras, así como el testimonio de afecto en nombre de los miembros del Movimiento. Todavía yo también tengo vivo el encuentro del año pasado.

El V Capítulo General que acaban de celebrar tiene lugar en el 50 aniversario de la fundación del Instituto por parte del P. José Kentenich. Y tras estos años de recorrido les preocupa mantener vivo el carisma fundacional y la capacidad de saber transmitirlo a los más jóvenes. A mí también me preocupa, que lo mantengan el carisma y lo transmitan, de tal manera que siga inspirando y sosteniendo sus vidas y su misión. Ustedes saben que un carisma no es una pieza de museo, que permanece intacta en una vitrina, para ser contemplada y nada más. La fidelidad, el mantener puro el carisma, no significa de ningún modo encerrarlo en una botella sellada, como si fuera agua destilada, para que no se contamine con el exterior. No, el carisma no se conserva teniéndolo guardado; hay que abrirlo y dejar que salga, para que entre en contacto con la realidad, con las personas, con sus inquietudes y sus problemas. Y así, en este encuentro fecundo con la realidad, el carisma crece, se renueva y también la realidad se transforma, se transfigura por la fuerza espiritual que ese carisma lleva consigo.

El P. Kentenich lo expresaba muy bien cuando decía que había que estar «con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo». Aquí están los dos pilares de una auténtica vida espiritual.

Por una parte, el contacto con Dios. Él tiene la primacía, nos ha amado primero; antes de que a nosotros se nos ocurra algo, Él ya nos ha precedido con su amor inmenso. Y San Pablo nos advierte que no nos atribuyamos cosa alguna, como si fuera nuestra, sino que la capacidad nos viene de Dios (cf. 2 Co 3,4-6). Hoy, en el Oficio divino, la lectura de san Gregorio Magno nos hablaba del sacerdote que está puesto como atalaya en medio del pueblo, para ver desde lejos lo que se acerca (cf. Homilía sobre Ezequiel, Lib.1,11,4). Así es el sacerdote. Me refiero al sacerdote despierto, porque el dormido, por más arriba que esté, no ve nada. Así es el sacerdote. Como el resto de sus hermanos, también él está en la llanura de su debilidad, de sus pocas fuerzas. Pero el Señor lo llama para que se eleve, para que suba al atalaya de la oración, a la altura de Dios; lo llama a entrar en diálogo con él: diálogo de amor, de padre a hijo, de hermano a hermano, diálogo en el que se siente el latir del corazón de Dios y se aprende a ver más lejos, más en profundidad. Y siempre me impresionó la figura de Moisés, que estaba en medio del pueblo, en medio de los líos, de las peleas con el faraón, problemas por resolver graves. Como cuando estaba a la orilla del mar y vio venir el ejército del faraón: “¿qué hago ahora?”. Un hombre a quien Dios llamaba a ser atalaya. Lo llevó arriba y hablaba cara a cara. ¡Qué tipazo!, hubiéramos dicho nosotros. Y qué dice la Biblia: era el hombre más humilde que había sobre la tierra. No hubo hombre tan humilde como Moisés. Cuando nos dejamos elevar al atalaya de la oración, a la intimidad con Dios para servir a los hermanos, el signo es la humildad. No sé, mídanse con eso. En cambio, cuando son medio “gallitos”, medio suficientes, es porque estamos a mitad de camino o creemos que nosotros nos valemos.

El Señor nos espera en la oración –por favor, no la dejen-, en la contemplación de su Palabra, en el rezo de la Liturgia de las Horas. No es buen camino descuidar la oración o, peor aún, abandonarla con la excusa de un ministerio absorbente, porque «si el Señor no edifica la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1). Sería un grave error pensar que el carisma se mantiene vivo concentrándose en las estructuras externas, en los esquemas, en los métodos, en la forma. Dios nos libre del espíritu del funcionalismo! La vitalidad del carisma radica en el «primer amor» (cf. Ap 2,4). Del segundo capítulo de Jeremías: “Yo me acuerdo de los años de tu juventud, cuando me seguías contenta por el desierto”. El primer amor, volver al primer amor. Ese primer amor renovado día a día, en la disposición a escuchar y responder con generosidad enamorada. En la contemplación, al abrimos a la novedad del Espíritu, a las sorpresas, como vos dijiste, dejamos que el Señor nos sorprenda y abra caminos de gracia en nuestra vida. Y se opera en nosotros ese sano y necesario descentramiento, en el que nosotros nos apartamos para que Cristo ocupe el centro de nuestra vida. Por favor, sean descentrados. Nunca en el centro.

El segundo pilar está constituido por la expresión: «tomar el pulso del tiempo», de la realidad, de las personas. No hay que tenerle miedo a la realidad. Y la realidad hay que tomarla como viene, como el arquero cuando patean la pelota y de allí, de allí, de donde viene, trata de atajarla. Allí nos espera el Señor, allí se nos comunica y se nos revela. El diálogo con Dios en la oración nos lleva también a escuchar su voz en las personas y en las situaciones que nos rodean. No son dos oídos distintos, uno para Dios y otro para la realidad. Cuando nos encontramos con nuestros hermanos, especialmente con aquellos que a los ojos nuestros o del mundo son menos agradables, ¿qué vemos? ¿Nos damos cuenta de que Dios los ama, de que tienen la misma carne que Cristo asumió o me quedo indiferente ante sus problemas? ¿Qué me pide el Señor en esa situación? Tomar el pulso a la realidad requiere la contemplación, el trato familiar con Dios, la oración constante y tantas veces aburrida, pero que desemboca en el servicio. En la oración aprendemos a no pasar de largo ante Cristo que sufre en sus hermanos. En la oración, aprendemos a servir.

¡El servicio, esa nota dominante en la vida de un sacerdote! No en vano el nuestro es un sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio bautismal. Ustedes son, prácticamente, la última realidad del Movimiento fundada por el Padre Kentenich; y esto encierra una gran lección, es algo hermoso. Este ser los «últimos» refleja de modo claro el puesto que ocupan los sacerdotes en relación a sus hermanos: El sacerdote no está más arriba, ni por delante de los demás, sino que camina con ellos, amándolos con el mismo amor de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (cf. Mt 20,28). Creo que aquí está en esencia lo que el fundador de ustedes quiso para los sacerdotes: servir desinteresadamente a la Iglesia, a todas las comunidades, el Movimiento, para mantener su unidad y su misión. El sacerdote, por una parte, ha de subir al atalaya de la contemplación para entrar en el corazón de Dios y, por otra parte, ha de abajarse –progresar es abajarse en la vida cristiana-, ha de abajarse en el servicio, y lavar, curar y vendar las heridas de sus hermanos. Tantas heridas morales y espirituales, que los tienen postrados fuera del camino de la vida. Pidamos al Señor que nos dé unas espaldas como las suyas, fuertes para cargar en ellas a los que no tienen esperanza, a los que parecen estar perdidos, a aquellos que nadie dedica ni siquiera una mirada… y, por favor, que nos libre del «escalafonismo» en nuestra vida sacerdotal.

Ciertamente es una tarea exigente, que se hace llevadera y hasta hermosa con la fraternidad sacerdotal. Por favor, solos nunca. El ministerio presbiteral no se puede concebir de una manera individual o, peor aún, individualista. La fraternidad es gran escuela de discipulado. Supone mucha entrega de sí a Dios y a los hermanos, nos ayuda a crecer en la caridad y en la unidad, y hace que nuestro testimonio de vida sea más fecundo. No somos nosotros los que elegimos a nuestros hermanos, pero sí somos nosotros quienes podemos hacer la opción consciente y fecunda de amarlos así como son, con defectos y virtudes, con límites y potencialidades. Por favor, que en sus comunidades nunca haya indiferencia. Compórtense como hombres; si surgen discusiones o diferencias de pareceres, no se preocupen, mejor el calor de la discusión que la frialdad de la indiferencia, verdadero sepulcro de la caridad fraterna. Al final, con el amor, la comprensión, el diálogo, el afecto sincero, la oración y la penitencia, todo se supera, y la fraternidad cobra nueva fuerza, nuevo empuje, llenando de gozo su sacerdocio. Aprendan a aguantarse, a pelearse y a perdonarse. Sobre todo, aprendan a quererse.

Contemplación, servicio, fraternidad. Quería compartir con ustedes estas tres aptitudes que pueden ser de ayuda en la vida sacerdotal.

Al final de nuestro encuentro, permítanme que les encomiende humildemente tres cosas. En primer lugar, acompañar y cuidar a las familias, necesitan ser acompañadas, para que vivan santamente su alianza de amor y de vida, especialmente a aquellas que atraviesan por momentos de crisis o dificultad. En segundo lugar, y pensando en el próximo jubileo de la misericordia, que dediquen mucho tiempo al sacramento de la reconciliación. Sean grandes perdonadores, por favor. A mí me hace bien recordar a un fraile de Buenos Aires, que es un gran perdonador. Tiene casi mi edad y, a veces le agarran escrúpulos, de haber perdonado demasiado. Y un día le pregunté: “¿Y vos qué hacés cuando te agarran los escrúpulos?” – “Voy a la capilla, miro el sagrario, y le digo: Señor, perdoname, hoy perdoné demasiado, pero que quede claro que el mal ejemplo me lo diste vos”. Que en sus comunidades sean testigos de la misericordia y la ternura de Dios. Y en tercer lugar, les pido que recen por mí, porque lo necesito. Los encomiendo con afecto al cuidado de nuestra Madre Tres Veces Admirable. Y que Dios los bendiga. Gracias.



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