DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DE LA COMUNIÓN MUNDIAL DE LAS IGLESIAS REFORMADAS
Viernes 10 de junio de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida de corazón y les agradezco su visita: «A ustedes, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (1 Co 1,3). Agradezco de modo particular las palabras del Señor Secretario General.
Nuestro encuentro de hoy es un paso más en el camino que caracteriza el movimiento ecuménico; camino bendito y lleno de esperanza, a lo largo del cual buscamos vivir cada vez más de acuerdo con la oración del Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21).
Han pasado diez años desde que una delegación de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas visitó a mi predecesor, el Papa Benedicto XVI. En este tiempo, la histórica unificación del Consejo Ecuménico Reformado y de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas, que tuvo lugar en 2010, ha sido un ejemplo tangible de progreso hacia la meta de la unidad de los cristianos y, para muchos, un estímulo en el camino ecuménico.
Hoy debemos dar gracias a Dios ante todo por el redescubrimiento de nuestra fraternidad que, como escribió san Juan Pablo II, «no es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia. Tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo y en la consiguiente exigencia de que Dios sea glorificado en su obra» (cf. Carta enc., Ut unum sint, 42). Católicos y reformados pueden promover un crecimiento mutuo en esta comunión espiritual, para servir mejor al Señor.
La reciente conclusión de la cuarta fase del diálogo teológico entre la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas y el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, con el tema La justificación y la sacramentalidad: la comunidad cristiana como artesana de justicia, representa un motivo especial de agradecimiento. Me alegra ver que el informe final destaca con claridad el vínculo inseparable entre la justificación y la justicia. En efecto, nuestra fe en Jesús nos impulsa a vivir la caridad mediante gestos concretos, capaces de incidir en nuestro estilo de vida, en las relaciones y en la realidad que nos rodea. Sobre la base del acuerdo acerca de la doctrina de la justificación, hay muchos campos en que reformados y católicos pueden trabajar juntos para testimoniar el amor misericordioso de Dios, verdadero antídoto frente al sentido de desorientación y a la indiferencia que nos circundan.
Hoy se experimenta a menudo una «desertificación espiritual». Especialmente allí donde se vive como si Dios no existiera, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser «cántaros» que apagan la sed con la esperanza, presencias capaces de inspirar fraternidad, encuentro, solidaridad, amor genuino y desinteresado (cf. Exh. ap., Evangelii gaudium, 86-87); han de acoger y avivar la gracia de Dios, para no encerrarse en sí mismos y abrirse a la misión. No se puede, en efecto, comunicar la fe viviéndola de manera aislada o en grupos cerrados y separados, en una especie de falsa autonomía y de inmanentismo comunitario. Así no se da respuesta a la sed de Dios que nos interroga y que está presente también en tantas formas nuevas de religiosidad. Estas pueden favorecer a veces el repliegue sobre sí mismas y sus propias necesidades, dando lugar a una especie de «consumismo espiritual». Por lo tanto, si los hombres de nuestro tiempo no encuentran «una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz, al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios» (cf. ibíd., 89).
Se necesita urgentemente un ecumenismo que, junto con el esfuerzo teológico que busca recomponer las disputas doctrinales entre los cristianos, promueva una misión común de evangelización y de servicio. Ya hay ciertamente muchas iniciativas y buena colaboración en diferentes lugares. Pero todos podemos hacer mucho más juntos para dar un testimonio vivo «a todo el que pida razón de nuestra esperanza» (cf. 1 P 3,15): transmitir el amor misericordioso de nuestro Padre, que hemos recibido gratuitamente y estamos llamados a dar generosamente.
Queridos hermanos y hermanas, les renuevo mi agradecimiento por su presencia y por su compromiso al servicio del Evangelio, y expreso el deseo de que este encuentro sea un signo eficaz de nuestra constante determinación de caminar juntos en la peregrinación hacia la plena unidad. Que este encontrarnos sirva de ánimo a todas las comunidades reformadas y católicas para seguir trabajando juntos en la transmisión de la alegría del Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Que Dios los bendiga a todos.
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