DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 68 SEMANA LITÚRGICA NACIONAL ITALIANA
Aula Pablo VI
Jueves 24 de agosto de 2017
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Os doy la bienvenida a todos vosotros y doy las gracias al presidente, su excelencia monseñor Claudio Maniago, por las palabras con las que ha presentado esta Semana Litúrgica Nacional, tras 70 años del nacimiento del Centro de Acción Litúrgica.
Este arco de tiempo es un periodo en el que, en la historia de la Iglesia y, en particular, en la historia de la liturgia, han sucedido eventos sustanciales y no superficiales. Como no se podrá olvidar el Concilio Vaticano II, así será recordada la reforma litúrgica que surgió de él.
Son dos eventos directamente unidos, el Concilio y la reforma, no surgidos improvisadamente sino preparados durante mucho tiempo. Lo testimonia el que fue llamado movimiento litúrgico, y las respuestas dadas por los Sumos Pontífices a las dificultades percibidas en la oración eclesial; cuando se ve una necesidad, aunque si no es inmediata la solución, está la necesidad de empezar.
Pienso en san Pío X que dispuso una reordenación de la música sagrada[1] y la restauración de la celebración del domingo[2], e instituyó una comisión para la reforma general de la liturgia, consciente de lo que implicaría «un trabajo tan grande como diuturno; y por eso —como él mismo reconocía— es necesario que pasen muchos años, antes que este, por así decir, edificio litúrgico […] reaparezca de nuevo resplandeciente en su dignidad y armonía, una vez que haya sido limpiado de la desolación del envejecimiento»[3].
El proyecto reformador fue retomado por Pío XII con la encíclica Mediator Dei [4] y la institución de una comisión de estudio[5]; también él tomó decisiones concretas sobre la versión del Salterio[6], la atenuación del ayuno eucarístico, el uso de la lengua viva en el Ritual, la reforma importante de la Vigilia Pascual y la Semana Santa[7]. De este impulso, con el ejemplo de otras naciones, surgió en Italia el Centro de Acción Litúrgica, guiado por obispos preocupados por el pueblo encomendado a ellos y animado por estudiosos que amaban la Iglesia además de la pastoral litúrgica.
El Concilio Vaticano II hizo madurar, como buen fruto del árbol de la Iglesia, la Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium (SC), cuyas líneas de reforma general respondían a necesidades reales y a la concreta esperanza de una renovación: se deseaba una liturgia viva para un Iglesia completamente vivificada por los misterios celebrados. Se trataba de expresar de forma renovada la perenne vitalidad de la Iglesia en oración, teniendo cuidado para que «los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente» (SC, 48). Lo recordaba el beato Pablo VI al explicar los primeros pasos de la reforma anunciada: «Está bien que se vea cómo es precisamente la autoridad de la Iglesia que quiere promover, encender esta nueva forma de rezar, dando así mayor incremento a su misión espiritual […]; y nosotros no debemos dudar en hacernos primero discípulos y después seguidores de la escuela de oración, que va a empezar»[8]. La dirección marcada por el Concilio encontró forma, según el principio del respeto de la sana tradición y del legítimo progreso (cf SC, 23)[9], en los libros litúrgicos promulgados por el beato Pablo VI, bien acogidos por los mismos obispos que estuvieron presentes en el Concilio, y después de casi 50 años universalmente en uso en el Rito Romano. La aplicación práctica, guiada por las Conferencias Episcopales para los respectivos países, se está realizando todavía, ya que no basta reformar los libros litúrgicos para renovar la mentalidad. Los libros reformados por norma de los decretos del Vaticano II han incluido un proceso que requiere tiempo, recepción fiel, obediencia práctica, sabia actuación celebrativa por parte, primero, de los ministros ordenados, pero también de los otros ministros, de los cantores y de todos aquellos que participan en la liturgia. Realmente, lo sabemos, la educación litúrgica de pastores y fieles es un desafío para afrontar siempre nuevo. El mismo Pablo VI, un año antes de morir, decía a los cardenales reunidos en Consistorio: «Ha llegado el momento, ahora, de dejar caer definitivamente los fermentos que separan, igualmente perniciosos en un sentido y en otro, y aplicar integralmente en sus justos criterios inspiradores, la reforma aprobada por nosotros aplicando los votos del Concilio»[10].
Y hoy todavía hay que trabajar en esta dirección, en particular redescubriendo los motivos de las decisiones cumplidas con la reforma litúrgica, superando lecturas infundadas y superficiales, recepciones parciales y praxis que la desfiguran. No se trata de repensar la reforma revisando las elecciones, sino de conocer mejor las razones subyacentes, también a través de la documentación histórica, como de interiorizar los principios inspiradores y de observar la disciplina que la regula. Después de este magisterio, después de este largo camino podemos afirmar con seguridad y con autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible.
La tarea de promover y custodiar la liturgia está encomendada por el derecho a la Sede Apostólica y a los obispos diocesanos, con cuya responsabilidad y autoridad cuenta mucho en el momento presente; están implicados también los organismos nacionales y diocesanos de pastoral litúrgica, los Institutos de formación y los seminarios. En este ámbito formativo se ha distinguido, en Italia, el Centro de Acción Litúrgica con sus iniciativas, entre las cuales, la anual Semana Litúrgica.
Después de haber recorrido con la memoria este camino, quisiera ahora tocar algunos aspectos a la luz del tema sobre el que habéis reflexionado en estos días, es decir: «Una Liturgia viva para una Iglesia viva».
La liturgia está «viva» por la presencia viva de Aquel que «muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida» (Prefacio pascual I). Sin la presencia real del misterio de Cristo, no hay ninguna vitalidad litúrgica. Como sin latir del corazón no hay vida humana, así sin el corazón latente de Cristo no existe acción litúrgica. Lo que define la liturgia es, de hecho, la realización, en los santos signos, del sacerdocio de Jesucristo, o sea la ofrenda de su vida hasta extender los brazos en la cruz, sacerdocio hecho presente de forma constante a través de los ritos y las oraciones, sobre todo en su Cuerpo y Sangre, pero también en la persona del sacerdote, en la proclamación de la Palabra de Dios, en la asamblea reunida en oración en su nombre (cf SC, 7). Entre los signos visibles del invisible Misterio está el altar, signo de Cristo piedra viva, descartada por los hombres pero convertida en piedra angular del edificio espiritual en el que viene ofrecido al Dios viviente el culto en espíritu y verdad (cf 1 Pedro 2, 4; Efesios 2, 20). Por eso el altar, centro hacia el cual en nuestras iglesias converge la atención[11], es dedicado, ungido con el crisma, incensado, besado, venerado: hacia el altar se orienta la mirada de los orantes, sacerdote y fiel, convocados por la santa asamblea entorno a él[12]; sobre el altar se pone la ofrenda de la Iglesia que el Espíritu consagra sacramento del sacrificio de Cristo; del altar salen el pan de la vida y el cáliz de la salvación «formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu» (Oración eucarística III).
La liturgia es vida para todo el pueblo de la Iglesia[13]. Por su naturaleza la liturgia es de hecho «popular» y no clerical, siendo —como enseña la etimología— una acción para el pueblo, pero también del pueblo. Como recuerdan muchas oraciones litúrgicas, es la acción que Dios mismo cumple a favor de su pueblo, pero también la acción del pueblo que escucha a Dios que habla y reacciona alabándolo, invocándolo, acogiendo la inagotable fuente de vida y de misericordia que fluye de los santos signos. La Iglesia en oración recoge a todos aquellos que tienen el corazón en escucha del Evangelio, sin descartar a nadie: son convocados pequeños y grandes, ricos y pobres, niños y ancianos, sanos y enfermos, justos y pecadores. A imagen de la «inmensa multitud» que celebra la liturgia en el santuario del cielo (cf Apocalipsis 7, 9), la asamblea litúrgica supera, en Cristo, todo confín de edad, raza, lengua y nación. El ámbito «popular» de la liturgia nos recuerda que esta es inclusiva y no exclusiva, defensora de comunión con todos sin homologar, ya que llama a cada uno, con su vocación y originalidad, para contribuir a edificar el cuerpo de Cristo: «La Eucaristía no es un sacramento “para mí”, es el sacramento de muchos que forman un solo cuerpo, el santo pueblo fiel de Dios»[14]. No debemos olvidar, por tanto, que es sobre todo la liturgia quien expresa la pietas de todo el pueblo de Dios, prolongada después por píos ejercicios y devociones que conocemos con el nombre de piedad popular, para valorar y animar en armonía con la liturgia[15].
La liturgia es vida y no una idea para entender. Lleva de hecho a vivir una experiencia de iniciación, es decir, transformativa en la forma de pensar y de comportarse, y no para enriquecer el propio bagaje de ideas sobre Dios. El culto litúrgico «no es ante todo una doctrina que se debe comprender, o un rito que hay que cumplir; es naturalmente también esto pero de otra forma, es esencialmente distinto: es una fuente de vida y de luz para nuestro camino de fe»[16]. Las reflexiones espirituales son algo diferente de la liturgia, la cual «es precisamente entrar en el misterio de Dios; dejarse llevar al misterio y ser en el misterio»[17]. Hay una bonita diferencia entre decir que existe Dios y sentir que Dios nos ama, así como somos, aquí y ahora. En la oración litúrgica experimentamos el significado de la comunión no por un pensamiento abstracto sino por una acción que tiene por agentes Dios y nosotros, Cristo y la Iglesia[18]. Los ritos y las oraciones (cf SC, 48), por lo que son y no por las explicaciones que damos, se convierten en una escuela de vida cristiana, abierta a los que tienen oídos, ojos y corazón abiertos para aprender la vocación y la misión de los discípulos de Jesús. Esto está en línea con la catequesis mistagógica practicada por los Padres, retomada también por el Catecismo de la Iglesia Católica que trata de la liturgia, de la Eucaristía y de los otros Sacramentos a la luz de los textos y de los ritos de los actuales libros litúrgicos.
La Iglesia está realmente viva si, formando un solo ser viviente con Cristo, es portadora de vida, es materna, es misionera, sale al encuentro con el prójimo, dispuesta a servir sin perseguir poderes mundanos que la hacen estéril. Por eso, celebrando los santos misterios recuerda a María, la Virgen del Magnificat, contemplando en Ella «como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (SC, 103).
Finalmente, no podemos olvidar que la riqueza de la Iglesia en oración en cuanto «católica» va más allá del Rito Romano, que, aun siento el más extendido, no es el único. La armonía de las tradiciones rituales, de Oriente y de Occidente, por el soplo del mismo Espíritu da voz a la única Iglesia orante por Cristo, con Cristo y en Cristo, para la gloria del Padre y por la salvación del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por vuestra visita y animo a los responsables del Centro de Acción Litúrgica a proseguir teniendo fe en la inspiración original, la de servir la oración del pueblo santo de Dios. De hecho, el Centro de Acción Litúrgica se ha distinguido siempre por el cuidado prestado a la pastoral litúrgica, siendo fiel a las indicaciones de la Sede Apostólica y de los obispos y gozando de su apoyo. La amplia experiencia de las Semanas Litúrgicas, celebradas en numerosas diócesis de Italia, junto a la revista «Liturgia», ha ayudado a calar la renovación litúrgica en la vida de las parroquias, de los seminarios y de las comunidades religiosas. El cansancio no ha faltado, ¡ni tampoco la alegría! Y aún este compromiso que os pido hoy: ayudar a los ministros ordenados, como los otros ministros, los cantores, los artistas, los músicos, a cooperar para que la liturgia sea «fuente y culmen de la vitalidad de la Iglesia» (cf SC, 10). Os pido por favor que recéis por mí y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
[1] Cf Motu proprio Tra le sollecitudini, 22 de noviembre 1903: ASS 36 (1904), 329-339.
[2] Cf Cost. ap. Divino afflatu, 1 de noviembre 1911: AAS 3 (1911), 633-638.
[3] Motu proprio Abhinc duos annos, 23 de octubre 1913: AAS 5 (1913) 449-450.
[4] 20 de noviembre 1947: AAS 39 (1947) 521-600.
[5] Cf Sacrae Congr. Rituum, Sectio historica, 71, “Memoria sobre la reforma litúrgica” (1946).
[6] Cf Pío XII, Motu proprio In cotidianis precibus, 24 de marzo 1945: AAS 37 (1945) 65-67.
[7] Cf Sacrae Congr. Rituum, Decretum Dominicae Resurrectionis, 9 febrero 1951: AAS 43 (1951) 128-129; Id., Decretum Maxima Redemptionis, 16 de noviembre 1955: AAS 47 (1955) 838-841.
[8] Audiencia general del 13 de enero 1965.
[9] «La reforma de los ritos y de los libros litúrgicos fue emprendida casi inmediatamente después de la promulgación de la Constitución Sacrosanctum Concilium y fue llevada a cabo en pocos años merced al trabajo intenso y desinteresado de un gran número de expertos y de pastores de todo el mundo (cf Sacrosanctum Concilium, 25). Este trabajo fue realizado obedeciendo al principio conciliar: fidelidad a la tradición y apertura al progreso legítimo (cf ibid., 23); por ello, se puede decir que la reforma litúrgica es rigurosamente tradicional “ad normam Sanctorum Patrum” (cf ibid., 50; Institutio generalis Missalis Romani, Proemium, 6)» (Juan Pablo II, Cart. ap. Vicesimus quintus annus, 4).
[10] «Un punto particular de la vida de la Iglesia atrae de nuevo la atención del Papa: los frutos indiscutiblemente benéficos de la reforma litúrgica. Desde la promulgación de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium ha tenido un gran progreso, que responde a la premisas puestas por el movimiento litúrgico de la última parte del siglo XIX, ya ha cumplido sus aspiraciones profundas, por las que tanto hombres de Iglesia como estudiosos han trabajado y rezado. El nuevo Rito de la Misa, promulgado por nosotros después de una larga y responsable preparación de los órganos competentes, y en el cual han sido introducidos, junto al Canon Romano, mantenido prácticamente sin cambios, otras eulogías eucarísticas, ha llevado frutos bendecidos: mayor participación en la acción litúrgica; más viva conciencia de la acción sagrada; mayor y más amplia conciencia de los tesoros inexhauribles de la Sagrada Escritura; incremento del sentido comunitario en la Iglesia. El pasar de estos años demuestra que estamos en el camino justo. Pero ha habido, lamentablemente —incluso en la gran mayoría de las fuerzas sanas y buenas del clero y de los fieles— abusos y libertad en la aplicación. Ha llegado el momento, ahora, de dejar caer definitivamente los fermentos que separan, igualmente perniciosos en un sentido y en otro, y aplicar integralmente en sus justos criterios inspiradores, la reforma aprobada por nosotros aplicando los votos del Concilio» (Aloc. Gratias ex animo, 27 de junio 1977: Enseñanzas de Pablo VI, XV [1977], 655-656, en italiano 662-663).
[11] Cf Ordenación general del Misal Romano, n. 299; Rito de la dedicación de un altar, Premisas, nn. 155, 159
[12] «Aquí se prepara la mesa del Señor, en torno a la cual tus hijos, alimentados por el Cuerpo de Cristo, se congregan en una y santa Iglesia» (Tercera edición del Misal Romano en lengua española para España, pag. 990).
[13] «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es “sacramento de unidad”, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan» (SC, 26).
[14] Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, 18 de junio 2017: L’Osservatore Romano, 19-20 junio 2017, pag. 8.
[15] Cf SC, 13; Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 de noviembre 2013, 122-126: AAS 105 (2013), 1071-1073.
[16] Homilía en la S. Misa del III Domingo de Cuaresma, parroquia romana de Ognissanti, 7 de marzo 2015.
[17] Homilía en la Misa en Santa Marta, 10 de febrero 2014.
[18] «Por eso, nos hace tanto bien el memorial eucarístico: no es una memoria abstracta, fría o conceptual, sino la memoria viva y consoladora del amor de Dios. […] En la Eucaristía está todo el sabor de las palabras y de los gestos de Jesús, el gusto de su Pascua, la fragancia de su Espíritu. Recibiéndola, se imprime en nuestro corazón la certeza de ser amados por él» (Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: 18 de junio 2017: L’Osservatore Romano, 19-20 de junio de 2017, pag. 8).
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