DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN MIXTA PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO
ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA Y LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE
Aula Nueva del Sínodo
Viernes, 24 de noviembre de 2017
Queridos hermanos:
Os doy una calurosa bienvenida, agradeciendoos por la visita y las amables palabras que el Metropolitano Meelis Zaia me ha dirigido en vuestro nombre. A través de vosotros deseo que llegue mi saludo fraternal en el Señor a Su Santidad Mar Gewargis III. Recuerdo con alegría el encuentro tan cordial y apreciado con él hace un año, que fue un paso más en el camino para incrementar la cercanía y la comunión entre nosotros. Encontrarnos hoy nos ofrece la oportunidad de mirar con gratitud el camino recorrido por la Comisión Conjunta establecida tras la histórica firma aquí en Roma en 1994 de la Declaración Cristológica Común. Al confesar la misma fe en el misterio de la Encarnación, la Comisión puso en programa dos fases: una sobre la teología sacramental y otra sobre la constitución de la Iglesia. Con vosotros doy gracias al Señor por la firma actual de la Declaración Conjunta, que ratifica la feliz conclusión de la fase relativa a la vida sacramental. Hoy, por lo tanto, podemos mirar todavía con más confianza al mañana y pedirle al Señor que la continuación de vuestros trabajos contribuya a hacer que se acerque ese día bendito y tan esperado en que tendremos la alegría de celebrar en el mismo altar la comunión plena en la Iglesia de Cristo.
Quisiera subrayar un aspecto de esta nueva Declaración Conjunta. En ella se hace referencia al signo de la cruz como «un símbolo explícito de unidad entre todas las celebraciones sacramentales». Algunos autores de la Iglesia Asiria de Oriente han incorporado la señal de la cruz entre los misterios sagrados, convencidos de que cada celebración sacramental depende precisamente de la Pascua de muerte y resurrección del Señor. Es una hermosa intuición, porque el Crucificado Resucitado es nuestra salvación y nuestra misma vida: de su cruz gloriosa proceden nuestra esperanza y nuestra paz, de allí brota la unidad entre los sagrados misterios que celebramos, pero también entre nosotros, que hemos sido bautizados en la misma muerte y resurrección del Señor (cf. Romanos 6, 4).
Cuando miramos la cruz o hacemos la señal de la cruz, también estamos invitados a recordar los sacrificios sufridos en unión con el de Jesús y a estar cerca de aquellos que ahora llevan una pesada cruz sobre sus hombros. También la Iglesia Asiria de Oriente, junto con otras Iglesias y muchos hermanos y hermanas de la región, padece persecuciones y es testigo de violencias brutales perpetradas en nombre de extremismos fundamentalistas. Las situaciones de ese sufrimiento trágico se arraigan más fácilmente en contextos de gran pobreza, injusticia y exclusión social, en gran parte debidos a la inestabilidad, fomentada también por intereses externos, y por conflictos que recientemente han causado situaciones de grave necesidad, dando origen a propios y verdaderos desiertos culturales y espirituales, en los que resulta fácil manipular e incitar al odio. A esto se ha sumado o recientemente al drama del violento terremoto en la frontera entre Irak, la tierra natal de vuestra Iglesia e Irán, donde se encuentran desde hace mucho tiempo vuestras comunidades, así como en Siria, Líbano e India.
Así pues, sobre todo en los períodos de mayor sufrimiento y privaciones, un gran número de fieles tuvo que abandonar sus tierras, emigrando a otros países y aumentando la comunidad de la diáspora que tiene muchos retos que enfrentar. Entrando en algunas sociedades, por ejemplo, se encuentran dificultades determinadas por una integración que no siempre es fácil y por una secularización marcada, lo que puede dificultar la custodia de la riqueza espiritual de vuestras tradiciones y el mismo testimonio de la fe.
En todo esto, repetir la señal de la cruz, nos recordará que el Señor de la misericordia nunca abandona a sus hermanos, sino que acoge las heridas de ellos en las suyas. Al hacer la señal de la cruz, recordamos las llagas de Cristo, esas llagas que la Resurrección no borró, sino que se llenaron de luz. Del mismo modo, las heridas de los cristianos, incluso las más abiertas, cuando son atravesadas por la presencia viva de Jesús y de su amor, se vuelven luminosas, se convierten en señales de luz pascual en un mundo envuelto en tantas tinieblas.
Con estos sentimientos, al mismo tiempo preocupados y llenos de esperanza, os invito a seguir caminando, confiando en la ayuda de tantos hermanos y hermanas nuestros que dieron su vida siguiendo al Crucificado. Ellos, en el cielo ya totalmente unidos, son los predecesores y patronos de nuestra comunión visible en la tierra. Por su intercesión, también le pido al Señor que los cristianos de vuestras tierras puedan trabajar, en la paciente tarea de la reconstrucción, después de tanta devastación, en paz y en pleno respeto con todos.
En la tradición siria, Cristo en la Cruz está representado como Médico bueno y Medicina de vida. A Él le pido que cierre por completo nuestras heridas del pasado y que cure las numerosas heridas que se abren hoy en el mundo por los desastres de la violencia y de las guerras. Queridos hermanos, continuemos juntos la peregrinación de reconciliación y paz en la que el Señor nos ha encaminado. Os expreso mi gratitud por vuestro compromiso, e invoco sobre vosotros la bendición del Señor y la protección amorosa de su Madre y la nuestra, pidiéndoos que os acordéis de mí en la oración.
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