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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO NACIONAL ORGANIZADO
POR EL CENTRO FAMILIAR “CASA DE LA TERNURA”
SOBRE EL TEMA
“LA TEOLOGÍA DE LA TERNURA EN EL PAPA FRANCISCO”

Sala Clementina
Jueves, 13 de septiembre de 2018

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Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo cordialmente y agradezco al cardenal Bassetti las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y también vuestras palabras que me han puesto al día sobre el trabajo que lleváis a cabo. Habéis reflexionado en los últimos días sobre la teología de la ternura, y yo quisiera, simplemente, deciros algo, porque cuando he visto que éste era el título, he empezado a estudiar. Me habéis hecho leer este libro para entender cuál era el “tema”. Un buen libro, sabéis cual es, el de Rocchetta. Muy bueno… ¿Es él? (Aplausos).

Yo, sencillamente, quisiera proponeros tres sugerencias.

La primera se refiere a la frase teología de la ternura. Teología y ternura parecen dos palabras distantes: la primera parece recordar el contexto académico, la segunda las relaciones interpersonales. En realidad, nuestra fe las vincula inextricablemente. La teología, de hecho, no puede ser abstracta — si fuera abstracta sería ideología— porque surge de un conocimiento existencial, nacido del encuentro con el Verbo hecho carne. La teología está llamada, pues, a comunicar la concreción del Dios amor. Y la ternura es un buen “existencial concreto”, para traducir en nuestros tiempos el afecto que el Señor nutre por nosotros.

Hoy, efectivamente, nos concentramos menos que en el pasado en el concepto o en la praxis y más en el “sentir”. Puede no gustar, pero es un hecho: se empieza de lo que sentimos. La teología ciertamente no puede reducirse al sentimiento, pero tampoco puede ignorar que, en muchas partes del mundo, el enfoque de cuestiones vitales ya no parte de las últimas cuestiones o de las demandas sociales, sino de lo que la persona advierte emocionalmente. La teología está llamada a acompañar esta búsqueda existencial, aportando la luz que proviene de la Palabra de Dios. Y una buena teología de la ternura puede enunciar la caridad divina en este sentido. Es posible, porque el amor de Dios no es un principio general abstracto, sino personal y concreto, que el Espíritu Santo comunica íntimamente. Él, en efecto, alcanza y transforma los sentimientos y pensamientos del hombre. ¿Qué contenidos podría tener entonces una teología de la ternura? Dos me parecen importantes, y son las otras dos sugerencias que me gustaría brindaros: la belleza de sentirnos amados por Dios y la belleza de sentir que amamos en nombre de Dios.

Sentirse amado Es un mensaje que nos ha llegado más fuerte en los últimos tiempos: del Sagrado Corazón, del Jesús misericordioso, de la misericordia como propiedad esencial de la Trinidad y de la vida cristiana. Hoy la liturgia nos recordaba la palabra de Jesús: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). La ternura puede indicar precisamente nuestra forma de recibir hoy la misericordia divina. La ternura nos revela, junto al rostro paterno, el rostro materno de Dios, de un Dios enamorado del hombre, que nos ama con un amor infinitamente más grande que el de una madre por su propio hijo (cf. Is 49,15). Pase lo que pase, hagamos lo que hagamos, estamos seguros de que Dios está cerca, compasivo, listo para conmoverse por nosotros. La ternura es una palabra beneficiosa, es el antídoto contra el miedo con respecto a Dios, porque “en el amor no hay temor” (1 Jn 4,18), porque la confianza supera el miedo. Sentirse amado, por lo tanto, significa aprender a confiar en Dios, a decirle, como quiere: “Jesús, confío en ti”.

Estas y otras consideraciones pueden profundizar la búsqueda: para dar a la Iglesia una teología “sabrosa”; para ayudarnos a vivir una fe consciente, ardiente de amor y esperanza; para exhortarnos a que doblemos nuestras rodillas, tocados y heridos por el amor divino. En este sentido, la ternura enlaza con la Pasión. La Cruz es, de hecho, el sello de la ternura divina, que proviene de las llagas del Señor. Sus heridas visibles son las ventanas que abren su amor invisible. Su Pasión nos invita a transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, a apasionarnos por Dios. Y por el hombre, por amor de Dios.

He aquí, pues, la última sugerencia: sentir que podemos amar. Cuando el hombre se siente verdaderamente amado, se siente inclinado a amar. Por otro lado, si Dios es ternura infinita, también el hombre, creado a su imagen, es capaz de ternura. La ternura, entonces, lejos de reducirse al sentimentalismo, es el primer paso para superar el replegarse en uno mismo, para salir del egocentrismo que desfigura la libertad humana. La ternura de Dios nos lleva a entender que el amor es el significado de la vida. Comprendemos, por lo tanto, que la raíz de nuestra libertad nunca es autorreferencial. Y nos sentimos llamados a derramar en el mundo el amor recibido del Señor, a declinarlo en la Iglesia, en la familia, en la sociedad, a conjugarlo en el servicio y la entrega. Todo esto no por deber, sino por amor, por amor a aquel por quien somos tiernamente amados.

Estas breves sugerencias apuntan a una teología en camino: una teología que salga del cuello de botella en el que a veces se ha encerrado y con dinamismo se dirija a Dios, tomando al hombre de la mano; una teología no narcisista, sino encaminada al servicio de la comunidad; un teología que no se contente con repetir los paradigmas del pasado, sino que sea Palabra encarnada. Ciertamente, la Palabra de Dios no cambia (ver Hb 1,1-2, 13,8), pero la carne que está llamada a asumir, esa sí, cambia en cada época. Hay tanto trabajo, pues, para la teología y su misión hoy: encarnar la Palabra de Dios para la Iglesia y para el hombre del tercer milenio. Hoy, más que nunca, hace falta una revolución de la ternura. Esto nos salvará.

Confiamos la profundización de vuestros trabajos a Nuestra Señora, Madre de la ternura. Os bendigo y, junto con vosotros, bendigo las comunidades de donde venís, pidiéndoos que recéis y que hagáis que recen por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 13 de septiembre de 2018.

 



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