RETIRO ESPIRITUAL DE LOS LÍDERES DE SUDÁN DEL SUR
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Domus Sanctae Marthae
Jueves, 11 de abril de 2019
Saludo inicial
1. Doy una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, los aquí presentes: al Presidente de la República, a la vicepresidenta y los vicepresidentes de la futura Presidencia de la República, quienes, de conformidad con los términos del Revitalised Agreement on the Resolution of Conflict in South Sudan asumirán altos cargos de responsabilidad nacional el próximo 12 de mayo. También saludo fraternalmente a los miembros del Consejo de las Iglesias de Sudán del Sur, que acompañan espiritualmente el camino de la grey que se les ha confiado en sus respectivas comunidades. Doy gracias a todos por la buena voluntad y el corazón abierto con el que aceptaron mi invitación a participar en este retiro en el Vaticano. Quisiera dirigir un saludo especial al arzobispo de Canterbury, Su Gracia Justin Welby, que concibió esta iniciativa ―es un hermano que va siempre adelante en la reconciliación―, y al ex moderador de la Iglesia Presbiteriana de Escocia, el reverendo John Chalmers. Junto a vosotros alabo a Dios, con el corazón agradecido y exultante por permitirnos compartir estos dos días de gracia en su santa presencia, para implorar y recibir su paz.
Quiero dirigirme a todos vosotros con las palabras del Señor resucitado «¡La paz con vosotros!» (Jn 20,19). Este saludo, al mismo tiempo alentador y consolador, fue el que Jesús dirigió en el cenáculo a sus discípulos, atemorizados y desolados, cuando se les apareció después de su resurrección. Es extremadamente importante para nosotros recordar que “paz” fue la primera palabra pronunciada por la voz del Señor, el primer don ofrecido a los apóstoles después de su dolorosa pasión y su triunfo sobre la muerte. Yo también os dirijo ese mismo saludo a los que venís de un contexto de gran tribulación para vosotros y para vuestro pueblo, un pueblo muy probado por las consecuencias de los conflictos. Que esas palabras resuenen en el cenáculo de esta casa, como las palabras del Maestro, para que todos y cada uno de vosotros tome nuevas fuerzas para alcanzar el progreso tan deseado de vuestra joven nación y, como el fuego de Pentecostés en la joven comunidad cristiana, se encienda una nueva luz de esperanza para todos los habitantes de Sudán del Sur. Por eso, llevando todo esto en mi corazón os digo: «¡La paz con vosotros!».
La paz es el primer don que el Señor nos ha dado y es la primera tarea que los líderes de las naciones deben perseguir: es la condición fundamental para el respeto de los derechos de cada hombre y para el desarrollo integral de todo el pueblo. Jesucristo, a quien Dios Padre envió al mundo como el Príncipe de la Paz, nos dio el modelo a seguir. Él, pasando por el sacrificio y la obediencia, dio su paz al mundo. Por eso, ya desde el momento de su nacimiento, el coro de ángeles entonó el canto celestial: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres, en quienes él se complace» (Lc 2,14). ¡Qué alegría si todos los miembros del pueblo de Sudán del Sur pudieran cantar con una sola voz el canto que se hace eco de aquel del ángel!: «Oh Dios, te rogamos y te glorificamos por tu gracia en favor de Sudán del Sur, tierra de gran abundancia; mantennos juntos y en armonía» (Primera estrofa del Himno Nacional de Sudán del Sur). ¡Y cómo me gustaría que las voces de toda la familia humana se unieran a este coro celestial para proclamar gloria a Dios y promover la paz entre los hombres!
Mirada de Dios
2. Somos muy conscientes de que la naturaleza de este encuentro nuestro es muy especial y, de alguna manera, única, porque aquí no se trata de un común y habitual encuentro bilateral o diplomático entre el Papa y los Jefes de Estado y tampoco de una iniciativa ecuménica entre los representantes de las diferentes comunidades cristianas: se trata, de hecho, de un retiro espiritual. La palabra “retiro” ya indica un alejamiento voluntario de un ambiente o de una actividad hacia un lugar apartado. Y el adjetivo “espiritual” sugiere que este nuevo espacio de experiencia se caracteriza por el recogimiento interior, la oración confiada, la reflexión ponderada y los encuentros reconciliadores, que dé buenos frutos para uno mismo y, en consecuencia, para las comunidades a las que pertenecemos.
El propósito de este retiro es estar juntos ante Dios y discernir su voluntad; es reflexionar sobre nuestra vida y sobre la misión común que se nos confía; es tomar conciencia de la enorme corresponsabilidad por el presente y el futuro del pueblo de Sudán del Sur; es comprometerse, revitalizados y reconciliados, en la construcción de vuestra nación. Queridos hermanos y hermanas, no olvidemos que a nosotros, líderes políticos y religiosos, Dios ha confiado la tarea de ser líderes de su pueblo: nos ha confiado mucho, y precisamente por eso, ¡requerirá mucho más de nosotros! Nos pedirá cuentas de nuestro servicio y de nuestra administración, de nuestro esfuerzo en favor de la paz y del bien cumplido con los miembros de nuestras comunidades, especialmente los más necesitados y marginados, en otras palabras, nos pedirá cuentas de nuestra vida pero también de la vida de los demás (ver Lc 12,48).
El gemido de los pobres que tienen hambre y sed de justicia nos obliga en conciencia y nos compromete en nuestro servicio. Son pequeños a los ojos del mundo pero son preciosos a los ojos de Dios. Cuando uso esta expresión “los ojos de Dios”, pienso en la mirada del Señor Jesús. Cada retiro espiritual, así como el examen diario de conciencia, deben hacernos sentir con todo nuestro ser, con toda nuestra historia, con todas nuestras virtudes y también nuestros defectos, que estamos ante la mirada del Señor, el Único que puede ver la verdad en nosotros y guiarnos completamente a ella. La Palabra de Dios nos da un hermoso ejemplo de cómo el encuentro con la mirada de Jesús puede marcar los momentos más importantes en la vida de uno de sus discípulos. Son las tres miradas del Señor al apóstol Pedro, que me gustaría recordar.
La primera mirada de Jesús a Pedro fue cuando su hermano Andrés lo había llevado ante Él, diciéndole que era el Mesías: Jesús fija su mirada en Simón y le dice que de ahora en adelante se llamará Pedro (ver Jn 1, 41-42). ). Sucesivamente, le anunciará que sobre esa “piedra” construirá su Iglesia, mostrándole así que cuenta con él para llevar a cabo el plan de salvación para su pueblo. La primera mirada, por lo tanto, es la mirada de la elección que despertó el entusiasmo por una misión especial.
La segunda mirada es la de la noche del Jueves Santo. Pedro ha negado a su Señor por tercera vez. Jesús, a quien se llevan con la fuerza los soldados, lo mira de nuevo, esta vez despertando en él un arrepentimiento doloroso pero saludable. El apóstol se escapó y «lloró amargamente» (Mt 26,75) por haber traicionado la vocación, la confianza y la amistad del Maestro. La segunda mirada de Jesús, por lo tanto, tocó el corazón de Pedro y causó su conversión.
Finalmente, después de la resurrección, en la orilla del lago de Tiberíades, Jesús fija otra vez su mirada en Pedro, pidiéndole tres veces que le declare su amor y confiándole de nuevo la misión de pastor de su rebaño, indicándole también cómo esta misión habría culminado con el sacrificio de su vida (ver Jn 21,15-19).
De alguna manera, podemos decir que todos hemos sido llamados a la vida de fe, hemos sido elegidos por Dios, pero también por el pueblo, para servirlo fielmente, y en este servicio, quizás, hayamos cometido errores, algunos más pequeños, otros más grandes. El Señor Jesús, sin embargo, siempre perdona los errores del que se arrepiente y siempre renueva su confianza, pidiéndonos, a nosotros en particular, una total dedicación a la causa de su pueblo.
Queridos hermanos y hermanas, la mirada de Jesús se posa también, aquí y ahora, en cada uno de nosotros. Es muy importante cruzarse con ella en nuestro interior preguntándonos: ¿Cuál es hoy la mirada de Jesús sobre mí? ¿A qué me llama? ¿Qué quiere perdonarme el Señor y qué me pide que cambie en mi actitud? ¿Cuál es mi misión y la tarea que Dios me confía para el bien de su pueblo? Efectivamente el pueblo es suyo, no nos pertenece, al contrario, nosotros mismos somos miembros del pueblo, solo que tenemos una responsabilidad y una misión particular: la de servirlo. Tengamos la seguridad, queridos hermanos, de que todos estamos bajo la mirada de Jesús: nos mira con amor, nos pide algo, nos perdona algo y nos da una misión. Nos demuestra una gran confianza, escogiéndonos para ser sus colaboradores en la construcción de un mundo más justo. Tengamos la seguridad de que su mirada nos conoce profundamente, nos ama y nos transforma, nos reconcilia y nos une. Su mirada benévola y misericordiosa nos alienta a abandonar el camino que conduce al pecado y a la muerte y nos sostiene para tomar el camino de la paz y el bien. Hay un ejercicio que es bueno para nosotros y que siempre se puede hacer en casa: pensar que la mirada de Jesús está sobre nosotros y que será precisamente esta mirada llena de amor la que nos reciba en el último día de nuestra vida terrenal.
Y después, la mirada del pueblo
3. La mirada de Dios está especialmente puesta en vosotros y es una mirada que os ofrece la paz. Pero hay también otra mirada puesta sobre vosotros: la mirada de vuestro pueblo y es una mirada que expresa el ardiente deseo de justicia, de reconciliación y de paz. En este momento, deseo asegurar mi cercanía espiritual a todos vuestros compatriotas, en particular a los refugiados y a los enfermos, que se han quedado en el país con grandes expectativas y conteniendo el aliento a la espera del resultado de este día histórico. Estoy seguro de que ellos, con gran esperanza y oración intensa en sus corazones, han acompañado este encuentro. Y como Noé esperó a que la paloma le trajera la rama de olivo para mostrar el final del diluvio y el comienzo de una nueva era de paz entre Dios y los hombres (ver Gn 8,11), así vuestro pueblo espera vuestro regreso a la patria, la reconciliación de todos sus miembros y una nueva era de paz y prosperidad para todos.
Mis pensamientos se dirigen principalmente a las personas que han perdido a sus seres queridos y sus hogares, a las familias que se han separado y nunca se han vuelto a encontrar, a todos los niños y ancianos, a las mujeres y a los hombres que sufren terriblemente por causa de los conflictos y de la violencia que ha sembrado la muerte, el hambre, el dolor y las lágrimas. Hemos escuchado con fuerza ese grito de los pobres y de los necesitados que penetra en los cielos hasta el corazón de Dios Padre, que quiere hacerles justicia y darles la paz. Pienso muy a menudo en estas almas que sufren e imploro que el fuego de la guerra se apague de una vez por todas, que puedan regresar a sus hogares y vivir con serenidad. Suplico a Dios todopoderoso que llegue la paz a vuestra tierra, y también me dirijo a los hombres de buena voluntad para que llegue la paz a vuestro pueblo.
Queridos hermanos y hermanas, la paz es posible. ¡Nunca me cansaré de repetir que la paz es posible! Pero este gran don de Dios es, al mismo tiempo, también un fuerte compromiso de sus responsables con el pueblo. Los cristianos creemos y sabemos que la paz es posible porque Cristo ha resucitado y ha vencido al mal con el bien, ha asegurado a sus discípulos la victoria de la paz sobre esos cómplices de la guerra que son la soberbia, la avaricia, la sed de poder, la mentira y la hipocresía (ver Homilía en la celebración por la paz en Sudán del Sur y en la República Democrática del Congo, 23 de noviembre de 2017).
Nos deseo a todos que sepamos responder a la elevada vocación de ser artesanos de la paz, en un espíritu de fraternidad y solidaridad con cada miembro de nuestro pueblo, un espíritu noble, recto, firme y valiente en la búsqueda de la paz, a través del diálogo, la negociación y el perdón. Por lo tanto, os exhorto a buscar lo que os une, a partir de la pertenencia al mismo pueblo, y a superar todo lo que os divide. La gente está cansada y exhausta de las guerras pasadas: ¡por favor, recordad que con la guerra se pierde todo! Hoy vuestra gente anhela un futuro mejor, que pasa por la reconciliación y la paz.
Con gran confianza, supe en septiembre pasado que los más altos representantes políticos de Sudán del Sur habían estipulado un acuerdo de paz. Por lo tanto, hoy me congratulo con los firmantes de ese documento, tanto con vosotros, los aquí presentes, como con los ausentes, sin excluir a nadie; en primer lugar, con el Presidente de la República y los jefes de los partidos políticos, por la elección del camino del diálogo, por la voluntad de compromiso, por la determinación de lograr la paz, por la prontitud para reconciliarse y por la voluntad de poner en práctica lo que se ha concluido. Espero de todo corazón que cesen definitivamente las hostilidades, que se respete el armisticio―¡por favor, que se respete el armisticio!―, que se superen las divisiones políticas y étnicas y que la paz sea duradera, por el bien común de todos los ciudadanos que sueñan con comenzar a construir la nación.
Es inapreciable el compromiso común de los hermanos cristianos, dentro de las diversas iniciativas ecuménicas en el seno del Consejo de las Iglesias de Sudán del Sur, en favor de la reconciliación y de la paz, de los pobres y de los marginados, en beneficio del progreso de todo el pueblo de Sudán del Sur. Recuerdo con alegría y gratitud el reciente encuentro con la Conferencia Episcopal de Sudán y de Sudán del Sur en el Vaticano, con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Me impresionaron su optimismo, basado en la fe viva y expresado en sus esfuerzos incansables, así como sus preocupaciones en medio de numerosas dificultades políticas y sociales. A todos los cristianos de Sudán del Sur que, ayudando a los más necesitados, vendan las heridas del cuerpo de Jesús, les deseo la abundancia de gracias celestiales y les aseguro mi recuerdo permanente en la oración. ¡Que sean operadores de paz en el pueblo de Sudán del Sur, con la oración y el testimonio, con la guía espiritual y la asistencia humana de cada uno de sus miembros, incluidos los líderes!
En conclusión, renuevo a todos vosotros, autoridades civiles y eclesiásticas de Sudán del Sur mi gratitud y mi agradecimiento por participar en este retiro; y a todo el querido pueblo de Sudán del Sur, expreso fervientes votos de paz y prosperidad. ¡Qué la abundancia de la gracia y la bendición de Dios misericordioso llegue al corazón de cada hombre y cada mujer en Sudán del Sur y dé frutos de paz duradera y exuberante, de la misma manera que las aguas del río Nilo, que atraviesan vuestro país hacen que la vida crezca y florezca! Finalmente, confirmo mi deseo y mi esperanza de que, con la gracia de Dios, pueda ir pronto a vuestra amada nación, junto con mis queridos hermanos aquí presentes, el arzobispo de Canterbury y el ex moderador de la Iglesia Presbiteriana.
Oración final
4. Por último, me gustaría concluir esta meditación con una oración, respondiendo a la invitación del apóstol San Pablo: «Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad» (1Tm 2, 1-2).
Padre santo, Dios de infinita bondad, nos llamas a renovarnos en tu Espíritu y manifiestas tu omnipotencia sobre todo en la gracia del perdón. Reconocemos tu amor de Padre cuando doblegas la dureza del hombre y en un mundo desgarrado por la lucha y la discordia, lo dispones a la reconciliación. Muchas veces los hombres hemos quebrantado tu alianza; pero tú, en vez de abandonarnos, has sellado de nuevo con la familia humana, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, un pacto tan sólido que ya nada lo podrá romper.
Te rogamos que actúes, con la fuerza del Espíritu, en lo más profundo de los corazones para que los enemigos se abran al diálogo, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la concordia. Por tu acción, Oh Padre, la búsqueda sincera de la paz extinga las disputas, el amor venza al odio y la venganza se desarme con el perdón, para que, confiándonos únicamente a tu misericordia encontremos el camino de regreso a Ti y, abriéndonos a la acción del Espíritu Santo vivamos en Cristo la nueva vida, en la alabanza perenne de tu nombre y en el servicio a los hermanos. Amén (ver Prefacio de Oraciones Eucarísticas para la Reconciliación I y II).
Queridos hermanos y hermanas, ¡la paz sea con nosotros y con nosotros permanezca siempre!
Y a vosotros tres, que habéis firmado el Acuerdo de Paz, os pido como hermano: permaneced en la paz. Os lo pido de corazón. Sigamos adelante. Habrá tantos problemas, pero no os asustéis, seguid adelante, resolved los problemas. Habéis empezado un proceso: que termine bien. Habrá peleas entre vosotros dos, sí. Que las haya en el despacho, pero ante el pueblo, ¡con las manos unidas! Así, de simples ciudadanos os convertiréis en Padres de la Nación. Permitidme pedíroslo de corazón, con mis sentimientos más profundos.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 11 de abril de 2019.
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