DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS
DE LA ACADEMIA ALFONSIANA-INSTITUTO SUPERIOR DE TEOLOGÍA MORAL
Sala Clementina
Sábado, 9 de febrero de 2019
Padre moderador general,
queridos hermanos y hermanas:
Os recibo con motivo del 70 aniversario de la fundación de la Academia Alfonsiana. Agradezco al Moderador General sus palabras y saludo cordialmente a todos. Este aniversario de vuestra institución universitaria es un momento de gratitud al Señor por el servicio de investigación y formación teológica que ha realizado. El campo teológico específico de la Academia Alfonsiana es el del saber moral, que es responsable de la tarea difícil pero indispensable de encontrar y acoger a Cristo en la concreción de la vida diaria, como Aquel que, liberándonos del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, hace nacer y renacer en nosotros la alegría (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 1).
En estos setenta años, la Academia Alfonsiana se ha comprometido, como recuerdan sus Estatutos, a profundizar en la teología moral sub lumine Mysterii Christi tratando de responder a la evolución de la sociedad y las culturas, en constante respeto del Magisterio (cf. n. 1). Y lo ha hecho inspirándose en su patrono celestial, San Alfonso María de Ligorio.
La celebración del aniversario de una institución como la vuestra no puede limitarse al recuerdo de lo que se ha hecho, sino que, sobre todo, debe empujar a mirar adelante, a reencontrar entusiasmo en la misión, a proyectar pasos valientes para responder mejor a las expectativas del pueblo de Dios. Y es providencial que vuestro septuagésimo caiga en el período en que todas las estructuras académicas de la Iglesia están llamadas a un esfuerzo más decidido de planificación y renovación. Esto es lo que he llamado a hacer con la Constitución Apostólica Veritatis gaudium sobre las universidades y las facultades eclesiásticas. Mejorar ese «rico patrimonio de profundización y orientación», originado por el Concilio Vaticano II y enriquecido del «esfuerzo perseverante de la mediación cultural y social del Evangelio que ha sido realizado a su vez por el Pueblo de Dios en los distintos continentes y en diálogo con las diversas culturas», es necesario abrirse a «esa renovación sabia y valiente que se requiere para una la transformación misionera de una Iglesia “en salida”» (cf. n. 3).
No es solo una revisión de los estatutos y planes de estudio, sino una renovación de toda la vida académica, también favorecida por las posibilidades que el desarrollo informático ofrece hoy en día a la investigación y la didáctica.
Para este propósito, es esencial asumir como un criterio «prioritario y permanente [...] la contemplación y la introducción espiritual, intelectual y existencial en el corazón del kerigma, es decir, la siempre nueva y fascinante buena noticia del Evangelio de Jesús». Entonces será posible llevar a cabo un «diálogo a todos los niveles: no como una mera actitud táctica, sino como una exigencia intrínseca para experimentar comunitariamente la alegría de la Verdad y para profundizar su significado y sus implicaciones prácticas». Y el cuidado de «la inter- y la trans-disciplinaridad ejercidas con sabiduría y creatividad a la luz de la Revelación» estará acompañado por el reconocimiento de la «necesidad urgente de “crear redes”», no solo entre las instituciones eclesiales de todo el mundo, sino también «con las instituciones académicas de los distintos países y con las que se inspiran en las diferentes tradiciones culturales y religiosas», que se ocupen de los «problemas de alcance histórico que repercuten en la humanidad hoy en día y propongan pistas de resolución apropiadas y objetivas» cf. n. 4).
Son instancias de las que estoy seguro de que la Academia Alfonsiana ya es sensible y a las que podrá responder con prontitud y confianza, porque en la segunda mitad del siglo pasado logró llevar a cabo la renovación de la teología moral deseada por el Concilio Vaticano II.
La fidelidad a las raíces alfonsianas de vuestro Instituto os pide ahora un compromiso todavía más convencido y generoso con una teología moral animada por la tensión misionera de la Iglesia “en salida”. Como San Alfonso, siempre debemos evitar dejarnos aprisionar por posturas de escuela o por juicios formulados «lejos de la situación concreta y las posibilidades reales» de las personas y de las familias. Asimismo, es necesario protegerse contra una «idealización excesiva» de la vida cristiana que no es capaz de despertar la «confianza en la gracia» (cf. Exhortación apostólica post sinodal Amoris Laetitia, 36). En cambio, escuchando con respeto la realidad y tratando de discernir juntos los signos de la presencia del Espíritu, que genera liberación y nuevas posibilidades, podemos ayudar a todos a recorrer con alegría el camino del bien.
Las realidades para escuchar son, ante todo, los sufrimientos y las esperanzas de aquellos que las mil formas del poder del pecado continúan condenando a la inseguridad, a la pobreza y a la marginación. San Alfonso se dio cuenta muy pronto de que no se trataba de un mundo del cual defenderse y menos aún al que condenar, sino sanar y liberar, imitando la acción de Cristo: encarnarse y compartir las necesidades, despertar las expectativas más profundas del corazón, asegurar de que cada uno, por frágil y pecador que sea, está en el corazón del Padre Celestial y es amados por Cristo hasta la cruz. El que está tocado por este amor siente la urgencia de responder amando.
Todas las palabras de la teología moral deben dejarse plasmar por esta lógica misericordiosa, que hace encontrarlas, en efecto, como palabras de vida en plenitud. De hecho, son un eco de las del Maestro que dice a sus discípulos que no ha venido «para condenar al mundo, sino para salvarlo» (Jn 12, 47), y que la voluntad de su Padre es que «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10) y participen en la plenitud de su alegría (cf. Jn 17,13). «Si bien es verdad que hay que cuidar la integridad de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre se debe prestar especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y centrales del Evangelio, particularmente el primado de la caridad como respuesta a la iniciativa gratuita del amor de Dios» (cf. Exhortación apostólica, post sinodal Amoris Laetitia, 311).
Con el apóstol Pablo, la teología moral está llamada a lograr que todos experimenten que «la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús», libera «de la ley del pecado y de la muerte», por lo que no podemos «volver a recaer en el temor» habiendo recibido «un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: “¡Abbá! ¡Padre!”» (cf. Rm 8,15). Y el mismo Espíritu hace que esta libertad nunca pueda ser indiferente con los necesitados, sino “corazón de prójimo” que se deja cuestionar y está dispuesto a cuidarlo con amor.
En los últimos años, la teología moral se ha esforzado en recibir la decidida advertencia del Concilio Vaticano II de «superar la ética meramente individualista» y promover la conciencia de que «cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extienden poco a poco al universo entero» (Cost. Apost. Gaudium et spes, 30). Los pasos dados deben empujarnos a enfrentar los nuevos y graves desafíos derivados de la rapidez con que nuestra sociedad evoluciona. Me limito a recordar los debido al dominio creciente de la lógica de «la competitividad y de la ley del más fuerte», que considera al ser humano como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar «dando inicio a la cultura del “descarte”» (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 53).
Lo mismo debe decirse del grito de la tierra, violada y herida de mil maneras por la explotación egoísta. La dimensión ecológica es un componente esencial de la responsabilidad de cada persona y de cada nación. Me hace reflexionar el hecho de que cuando administro la Reconciliación –también cuando lo hacía antes– raramente alguno se acusa de haber hecho violencia a la naturaleza, a la tierra, a la creación. Todavía no somos conscientes de este pecado. Es vuestra tarea hacerlo. La teología moral debe hacer suya la urgente necesidad de participar decididamente en un esfuerzo conjunto para cuidar de la casa común a través de formas viables de desarrollo integral.
La investigación moral está llamada a cumplir también con un diálogo y un compromiso compartido con respecto a las nuevas posibilidades que el desarrollo de las ciencias biomédicas pone a disposición de la humanidad. No deberá fallar nunca, sin embargo, el testimonio franco del valor incondicional de cada vida, reafirmando que la vida más débil e indefensa es precisamente de la que estamos llamados a hacernos cargo de forma solidaria y confiada.
Estoy seguro de que la Academia Alfonsiana continuará trabajando por una teología moral que no dude en “ensuciarse las manos” con la concreción de los problemas, especialmente con la fragilidad y el sufrimiento de quienes ven más amenazado su futuro, testimoniando con franqueza a Cristo «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6).
Queridos hermanos y hermanas, mientras os agradezco esta visita, os aliento a continuar vuestro servicio eclesial, en constante adhesión al Magisterio de la Iglesia, y os imparto de todo corazón mi bendición apostólica. Por favor acordaos de rezar por mí. Gracias.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 9 de febrero de 2019.
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