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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A CHIPRE Y GRECIA

(2-6 DE DICIEMBRE DE 2021)

VISITA A LOS REFUGIADOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Centro de acogida e identificación de Mitilene
Domingo, 5 de diciembre de 2021

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Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por sus palabras. Le agradezco, señora Presidenta, por su presencia y sus palabras. Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme con ustedes; estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes de corazón; estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas. Hace cinco años, el Patriarca Ecuménico y querido hermano Bartolomé dijo en esta isla algo que me impactó: «El que les tiene miedo no los ha mirado a los ojos. El que les tiene miedo no ha visto sus rostros. El que les tiene miedo no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema del Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo» (Discurso, 16 abril 2016).

Sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos. La pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos. Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas. Pero mientras se llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y —aun en medio de muchos retrasos e incertezas— algo parece que se está moviendo en la lucha contra el cambio climático, todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las migraciones. Y, sin embargo, están en juego personas, vidas humanas. Está en juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. El futuro sólo será próspero si se reconcilia con los más débiles. Porque cuando se rechaza a los pobres, se rechaza la paz. Cierres y nacionalismos —nos enseña la historia— llevan a consecuencias desastrosas. En efecto, como ha recordado el Concilio Vaticano II, «es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz» (Const. past. Gaudium et spes, 78). Es una ilusión pensar que basta con salvaguardarnos a nosotros mismos, defendiéndonos de los más débiles que llaman a la puerta. El futuro nos pondrá cada vez más en contacto unos con otros; para orientarlo hacia el bien no sirven acciones unilaterales, sino políticas más amplias. La historia, repito, nos enseña, pero todavía no hemos aprendido. Que no se vuelvan las espaldas a la realidad, que termine el continuo rebote de responsabilidades, que no se delegue siempre a los otros la cuestión migratoria, como si a ninguno le importara y fuese sólo una carga inútil que alguno se ve obligado a soportar.

Hermanas, hermanos, sus rostros, sus ojos nos piden que no miremos a otra parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras sus historias y no olvidemos sus dramas. Elie Wiesel, testigo de la tragedia más grande del siglo pasado, escribió: «Me acerco a los hombres, mis hermanos, porque recuerdo nuestro origen común, porque me niego a olvidar que su futuro es tan importante como el mío» (From the Kingdom of Memory, Reminiscenses, Nueva York, 1990, 10). En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al hombre, a cada hombre: superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes están en los márgenes. Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante, que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales, que se convierten en medida y criterio de todo.

Han pasado cinco años desde la visita que realicé con los queridos hermanos Bartolomé y Ieronymos. Después de todo este tiempo constatamos que poco ha cambiado sobre la cuestión migratoria. Ciertamente, muchos se han comprometido en la acogida y en la integración, y quisiera agradecer a los numerosos voluntarios y a cuantos, a todo nivel —institucional, social, caritativo, político—, han asumido grandes esfuerzos, haciéndose cargo de las personas y de la cuestión migratoria. Reconozco el compromiso en la financiación y construcción de dignas estructuras de acogida y agradezco de corazón a la población local por todo el bien que ha hecho y los numerosos sacrificios que han aceptado. Asimismo, quisiera agradecer a las autoridades locales, que reciben, custodian y ayudan a salir adelante a esta gente que viene a nosotros. Gracias por lo que hacen. Pero debemos admitir amargamente que este país, como otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa sigue habiendo personas que persisten en tratar el problema como un asunto que no les incumbe. Esto es trágico. Recuerdo sus últimas palabras [dirigiéndose a la Presidenta]: “Que Europa haga lo mismo”. Y, ¡cuántas condiciones indignas del hombre! ¡Cuántos puntos críticos donde los migrantes y refugiados viven en situaciones límite, sin vislumbrar soluciones en el horizonte! Y, sin embargo, el respeto a las personas y a los derechos humanos —especialmente en el continente que no cesa de promoverlos en el mundo— debería ser salvaguardado siempre, y la dignidad de cada uno debería ser antepuesta a todo. Es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución para construir muros, para construir alambres de púas. Estamos en la época de los muros y de los alambres de púas. Ciertamente, los temores y las inseguridades, las dificultades y los peligros son comprensibles. El cansancio y la frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, se perciben, pero no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de toda mujer, de toda persona. Cito una vez más a Elie Wiesel: «Cuando las vidas humanas están en peligro, cuando la dignidad humana está en peligro, los límites nacionales se vuelven irrelevantes» (Discurso de aceptación del Premio Nobel de la paz, 10 diciembre 1986).

En varias sociedades los conceptos de seguridad y solidaridad, local y universal, tradición y apertura se están oponiendo de modo ideológico. Más que sostener unas ideas, puede ayudar partir de la realidad, detenerse, ampliar la mirada, sumergirse en los problemas de la mayoría de la humanidad, de tantas poblaciones víctimas de emergencias humanitarias que no han provocado sino sólo padecido, a menudo después de largas historias de explotación todavía en curso. Es fácil arrastrar a la opinión pública, fomentando el miedo al otro; ¿por qué, en cambio, con el mismo tono, no se habla de la explotación de los pobres, o de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, o de los acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, o de las maniobras ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? ¿Por qué no se habla de esto? Hay que enfrentar las causas remotas, no a las pobres personas que pagan las consecuencias de ello, siendo además usadas como propaganda política. Para remover las causas profundas no se puede sólo resolver las emergencias. Se necesitan acciones concertadas. Es necesario acercarse a los cambios históricos con amplitud de miras. Porque no hay respuestas fáciles para problemas complejos; existe más bien la necesidad de acompañar los procesos desde dentro, para superar los guetos y favorecer una lenta e indispensable integración, para acoger las culturas y las tradiciones de los otros de una manera fraterna y responsable.

Sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro. Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: “¿Qué mundo nos quieren dar?”. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños cuerpos sin vida en las playas. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diversos y tierras distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas. Esta gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, ahora parece un espejo de muerte. ¡No dejemos que el mare nostrum se convierta en un desolador mare mortuum, ni que este lugar de encuentro se vuelva un escenario de conflictos! No permitamos que este “mar de los recuerdos” se transforme en el “mar del olvido”. Hermanos y hermanas, les suplico: ¡detengamos este naufragio de civilización

Dios se hizo hombre en las orillas de este mar. Su Palabra ha resonado llevando consigo el anuncio de Dios, que es «Padre y guía de los hombres» (S. Gregorio Nacianceno, Sermón 7, en honor de su hermano Cesario, 24). Él nos ama como hijos y quiere que seamos hermanos. Y, en cambio, ofendemos a Dios, despreciando al hombre creado a su imagen, dejándolo a merced de las olas, en la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos valores cristianos. La fe nos pide compasión y misericordia —no nos olvidemos que este es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura—. La fe exhorta a la hospitalidad, a aquella filoxenia que impregnó la cultura clásica, encontrando luego en Jesús su propia manifestación definitiva, especialmente en la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37) y en las palabras del capítulo 25 del Evangelio de Mateo (cf. vv. 31-46). No es ideología religiosa, son raíces cristianas concretas. Jesús afirma solemnemente que está allí, en el forastero, en el refugiado, en el que está desnudo y hambriento; y el programa cristiano es estar donde está Jesús. Sí, porque el programa cristiano, escribió el Papa Benedicto, «es un corazón que ve» (Carta enc. Deus caritas est, 31).

Y no quisiera terminar este mensaje sin agradecer al pueblo griego por el recibimiento, pues tantas veces la acogida se convierte en un problema porque no encuentra camino de salida para la gente, para desplazarse a otro lado. Gracias, hermanos y hermanas griegos, gracias por esta generosidad. Y ahora pidamos a la Virgen María que nos abra los ojos ante los sufrimientos de los hermanos. Ella se puso en camino rápidamente al encuentro de su prima Isabel, que estaba encinta. ¡Cuántas madres embarazadas encontraron la muerte rápidamente, estando de viaje, mientras llevaban la vida en su vientre! Que la Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar; y a amar con ternura. Que María Santísima nos enseñe a anteponer la realidad del hombre a las ideas e ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que sufre.

Ahora recemos a la Virgen todos juntos.

[Angelus]



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