DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DEL PONTIFICIO COLEGIO FILIPINO
Sala Clementina
Lunes, 22 de marzo de 2021
Queridos sacerdotes, religiosas y fieles laicos que formáis la comunidad del Pontificio Colegio Filipino "de Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje", me alegra encontraros con motivo del 500 aniversario del primer anuncio de la fe cristiana en Filipinas y de la celebración de la primera misa, que fue el 31 de marzo de 1561, día de Pascua. Y también merece ser recordado otro aniversario que os concierne, más cercano en el tiempo: el de la fundación de vuestro Colegio, el 29 de junio de 1961. San Juan XXIII lo inauguró personalmente el 7 de octubre de ese año. Juntos demos gracias al Señor por estos sesenta años de formación sacerdotal, que han dado a tantos seminaristas y sacerdotes la oportunidad de crecer como sacerdotes según el corazón de Cristo para el servicio del Pueblo de Dios en Filipinas.
A partir de estos aniversarios y conmemoraciones me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones sobre el tiempo, del que está hecha nuestra vida y que es un don que Dios nos ha dado y ha confiado a nuestra responsabilidad, para que sepamos aprovechar la oportunidad para decir nuestro "gracias", para hacer buenas obras y mirar al futuro con esperanza. Y quisiera dar las gracias al rector por sus palabras. Pero, perdonadme: ¡yo creía que era un chico de la Acción Católica! ¡No envejecéis nunca! Y estoy también contento de que el cardenal [Tagle] esté con vosotros. Es muy bonito. Volvamos a hablar del tiempo.
En primer lugar, pensemos en el pasado, en la historia que cada persona y cada realidad llevan consigo. Retroceder en el tiempo, incluso siglos, como hacemos en el caso del nacimiento de la Iglesia en Filipinas, es caminar con la memoria, desandando los pasos de los que nos han precedido, para volver a los orígenes de vuestra fe con sentimientos de gratitud y asombro por lo que se os ha dado. Cada aniversario nos da la oportunidad de hojear "el álbum familiar" y recordar de dónde venimos, qué fe hemos vivido y qué testimonios evangélicos nos han permitido ser lo que ahora somos. La memoria. Esa memoria deuteronómica; esa memoria que está siempre en la base de la vida cotidiana. La memoria del camino recorrido... “Recordad, haced memoria”, decía Moisés en el Deuteronomio. Recordad los tiempos, las gracias de Dios, no olvidar. Recordar la raíz. Pablo decía a Timoteo: “·Acuérdate de tu madre, de tu abuela...” Las raíces, la memoria. Y también el autor de la Carta a los Hebreos: “Recordad pristinos dies, aquellos primeros días y recordad a los que os anunciaron el Evangelio”. Un cristianismo sin memoria es una enciclopedia, pero no es vida.
Y esto —la memoria— es válido para todo un pueblo, pero también para cada persona. Cada uno de nosotros debe mirar atrás y recordar los tantos pasos, bonitos y feos, buenos y malos, pero viendo siempre que allí está la Providencia de Dios. Mirar al pasado nos hace recordar a quienes por primera vez hicieron que nos enamorásemos de Jesús —un párroco, una monja, nuestros abuelos o padres—, con quienes estamos en deuda por el don más grande. Y para los sacerdotes, además, es especialmente entrañable el recuerdo del descubrimiento de la vocación, el momento en que se dijo el primer y convencido "sí" a la llamada de Dios, así como el día de la Ordenación.
Cuando os sintáis cansados y desanimados —nos pasa a todos sentirnos abatidos— por alguna prueba o fracaso, mirad hacia atrás, a vuestra historia, no para huir a un pasado "ideal", sino para redescubrir el ímpetu y la emoción del "primer amor", el de Jeremías. Volver al primer amor. Sienta bien volver sobre los pasos de Dios en nuestra vida, todas las veces que el Señor se ha cruzado en nuestro camino, para corregir, animar, retomar, revivir, perdonar. Así tenemos claro que el Señor nunca nos ha abandonado, que siempre ha estado cerca de nosotros, a veces de forma discreta, otras de forma más evidente, incluso en los momentos que nos parecían más oscuros y áridos.
Si el pasado nos ofrece la oportunidad de ser conscientes de la solidez de nuestra fe y nuestra vocación, el futuro ensancha nuestros horizontes y es una escuela de esperanza. La vida cristiana se proyecta, por su naturaleza, hacia el futuro, el cercano, pero también el más lejano, al final de los tiempos, cuando podremos encontrarnos con el Señor resucitado que también fue a prepararnos un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14,2).
Así como el pasado no debe ser un retiro intimista, también debemos combatir la tentación de la huida hacia adelante, cuando no vivimos nuestro presente en paz. Estamos en el seminario y todo nos pesa, porque nos imaginamos cómo será la vida después de la ordenación. Se nos confía un encargo pastoral y, ante las primeras dificultades, ya pensamos en el lugar donde realmente podríamos dar lo mejor de nosotros mismos. Y así sucesivamente, una procesión pecaminosa sobre el futuro, inmadura, para escapar del presente. El verdadero futuro está anclado en el presente y en el pasado. Y así tanta gente durante años o durante toda la vida, no llega a la conversión. Es un poco la mística de las quejas: “Y esto, esto, eso...” Pero mira hacia adelante, mira hacia atrás. Tú tienes la promesa. Tú tienes la lección. Haz que ahora sea una alianza que te lleve hacia atrás, pero no des vueltas en ese laberinto de las quejas propias, de las propias insatisfacciones, de los disgustos propios. Este es el principio de una enfermedad muy fea que es la amargura del alma.
Queridos sacerdotes —pero puede valer también para los consagrados y los laicos, queridos todos— no seáis hombres del eterno mañana, que sitúan siempre más allá, en una hipotética condición ideal —la mala utopía— que atrasan el momento oportuno y decisivo para hacer algo bueno; y no viváis en una perpetua condición de "respiración contenida", limitándoos a soportar el presente y a esperar que pase. “Sí, Señor. Mañana, mañana”. Ese mañana, enfermo.
Futuro en sentido positivo significa, en cambio, una mirada profética, la capacidad del discípulo que, fiel al Maestro, partiendo de lo que tiene frente a sí, sabe ver lo que todavía no existe y actúa según su propia vocación para realizarlo, como instrumento dócil en las manos de Dios.
Y después de haber "viajado" en el pasado y en el futuro, volvamos al presente, el único tiempo que está ahora en nuestras manos, y que estamos llamados a aprovechar para un camino de conversión y santificación. El presente es el momento en el que Dios llama, no el ayer, ni el mañana: hoy; estamos llamados a vivir el hoy, incluyendo sus contradicciones, sufrimientos y miserias —incluidos nuestros pecados—que no hay que huir ni evitar, sino asumir y amar como ocasiones que el Señor nos ofrece para estar más íntimamente unidos a Él y también en la cruz.
Y hoy, queridos amigos, es el tiempo de la concreción. El hoy es concreción. Vosotros, sacerdotes, estáis en Roma para el estudio y la formación permanente en la comunidad de este Colegio. No se os pide que añoréis las parroquias de las que venís, ni que imaginéis las plazas "prestigiosas" que seguramente el obispo querrá encargaros a vuestro regreso... No, ¡esto no! Esto es fantasía. Se trata más bien de amar a esta comunidad concreta, de servir a los hermanos que Dios ha puesto a vuestro lado —¡y no chismorrear de ellos!— de aprovechar las oportunidades de formación pastoral que se os brindan. Teniendo en cuenta el motivo por el que estás aquí, se trata de ser serios y diligentes en vuestros estudios. Como dijo San Juan Pablo II a vuestros predecesores: "Gracias a vuestro compromiso en el estudio os preparáis para desempeñar vuestro ministerio de la palabra, proclamando el misterio de la salvación claramente y sin ambigüedad, distinguiéndolo de meras opiniones humanas." (2 de junio de 2001).
Conocer el pasado, proyectados hacia el futuro, para vivir mejor el presente, un tiempo oportuno para la formación y la santificación, acogiendo las oportunidades que el Señor os da para seguirle y configurar vuestra vida a Él, también estando lejos de vuestras queridas Filipinas.
Concluyo con las palabras de San Juan XXIII, las que dirigió hace sesenta años a la primera comunidad del Colegio de Filipinas, para que todos los sacerdotes encuentren aquí «fe y cultura en fuente abundante y ambiente fraterno, y así pertrechados volverán a su patria, como escogidos pregoneros de la verdad» (Radiomensaje 7 de octubre de 1961). Gracias.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 22 de marzo de 2021.
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