DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN DEPORTIVA DE AFICIONADOS DEL VATICANO
Sala del Consistorio
Jueves, 9 de febero de 2023
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¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos!
Doy las gracias al presidente por sus palabras y os saludo a todos vosotros, que trabajáis en varios ámbitos de la Curia romana y del Estado vaticano y también sois atletas, miembros de la Asociación deportiva de aficionados “Deporte en el Vaticano”. En esta ocasión recordamos el 50º aniversario de la institución del campeonato de fútbol vaticano, organizado por primera vez en 1972. Desde esas primeras experiencias, y antes incluso de ese lejano 1521 en el que se jugó el primer partido de fútbol florentino, en el Patio del Belvedere, en presencia de León X, se ha llegado a la Asociación actual, que incluye otras disciplinas deportivas.
Durante los diferentes campeonatos, como cuando viajáis por manifestaciones de solidaridad, vosotros estáis llamados a testimoniar vuestro vínculo con la Santa Sede. Por eso quisiera reflexionar con vosotros partiendo de esa imagen que san Pablo utiliza en la Primera Carta a los Corintios, allí donde dice: «¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (9,24-25). También san Pablo, en la Carta a los Filipenses, añade: «No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (3,12). Estos dos pasajes permiten leer el sano agonismo como una actividad que puede contribuir a la maduración del espíritu. De forma particular esbozan tres reglas fundamentales para el atleta: el entrenamiento, la disciplina, la motivación.
En primer lugar, el entrenamiento. El pensamiento va en seguida a la fatiga —entrenarse es fatiga—, al sudor, al sacrificio. En la base de esto está la pasión por el propio deporte. Una pasión gratuita, la que se llama “amateur”, de aficionado, que expresa precisamente el amor por una cierta actividad. En italiano se dice “diletante”, que ha asumido un sentido a veces reductivo, pero que deriva de “diletto”, es decir, del placer con el que se hace una actividad. Y si existe esta actitud la competición es sana; de lo contrario, si prevalecen intereses de diversa índole, la competición se arruina, a veces incluso se corrompe. ¡El amateurismo es decisivo en el deporte!
Después está la disciplina, que es un aspecto de la educación, de la formación. Un atleta disciplinado no es solo uno que cumple las reglas. Cierto, eso es importante, debe estar presente. Pero la disciplina remite al “discípulo”, es decir, a uno que quiere aprender, que no siente que ha “llegado” y es capaz de enseñar a todos. El verdadero deportista busca siempre aprender, crecer, mejorar. Y esto requiere, precisamente, disciplina, es decir la capacidad de dominarse a uno mismo, corregir la impulsividad que todos tenemos, más o menos. La disciplina después permite que cada uno pueda jugar su parte, y que el equipo exprese lo mejor del conjunto.
Finalmente, la motivación. San Pablo escribe: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta de la carrera, he conservado la fe» (2Tm 4,7). Es el sello prefecto de la adhesión a la llamada, también para un deportista. En una competición, lo que da el impulso, que lleva a un buen resultado, es la motivación, es decir, una fuerza interior. La verificación no se hace sobre el resultado numérico, sino sobre cómo hemos sido fieles y coherentes a nuestra llamada. Y, hablando de motivación, quisiera añadir una cosa para vosotros que sois los deportistas del Vaticano: vuestra forma de hacer equipo y de colaborar puede ser de ejemplo para el trabajo en los Dicasterios y entre los Dicasterios de la Curia, como también en las Direcciones del Estado Vaticano. Una vez más el deporte es metáfora de la vida.
Queridos amigos, os doy las gracias por esta visita y os exhorto a seguir adelante. De corazón os bendigo, a vosotros y a vuestros seres queridos. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!
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