DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA
Sábado, 24 de febrero de 2024
_________________________________
Discurso del Santo Padre que puede considerarse entregado
Queridos hermanos,
Gracias por estar aquí. Saludo a monseñor Di Tolve y os doy la bienvenida a cada uno de vosotros, contentos de encontraros en este tiempo que precede a vuestra ordenación presbiteral.
¡Supongo que, pensando en ese día, ya estáis “estudiando” el rito de la ordenación! Pues bien, la primera pregunta que se os hará sobre los compromisos que profesaréis asumir, dice: «¿Queréis ejercer durante toda vuestra vida el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como fieles cooperadores del orden de los obispos en el servicio del pueblo de Dios, bajo la guía del Espíritu Santo?». En estas palabras, me parece ver tres elementos esenciales en el ministerio: en primer lugar, ser fieles cooperadores, luego ponerse al servicio del pueblo de Dios; finalmente, estar bajo la guía del Espíritu Santo. Me detendré brevemente en estos tres puntos.
Fieles cooperadores. Uno puede tener la idea de que, una vez que se ha convertido en sacerdote, pastor en el pueblo de Dios, ha llegado esencialmente la hora de tomar las riendas de la situación, realizando en primera persona lo que había deseado durante años, configurando finalmente las situaciones con su propio estilo y de acuerdo con sus propias ideas, las que más le importan en función de su historia personal y de su camino. Sin embargo, la Santa Madre Iglesia en primer lugar no pide ser líderes, sino cooperadores, es decir, según el sentido de las palabras, aquellos que “trabajan con”. Este «con» es esencial, porque la Iglesia, como nos recuerda el Concilio, es ante todo un misterio de comunión. Y el presbítero es testigo de esta comunión, que implica fraternidad, fidelidad y docilidad. Coristas, en definitiva, no solistas; hermanos en el presbiterado y sacerdotes para todos, no para el propio grupo; ministros siempre en perenne formación, sin pensar nunca en ser autónomos y autosuficientes. Qué importante es hoy continuar la formación, y no solos, sino siempre en contacto con quienes, llamados a acompañaros, han recorrido más camino en el ministerio; y hacerlo con apertura de corazón, para no ceder a la tentación de gestionar la vida por cuenta propia, convirtiéndose así en presa fácil de las tentaciones más variadas.
Segundo aspecto: al servicio del pueblo de Dios. Me gusta encontrarme con vosotros ahora, mientras sois diáconos, porque no os convertís en pastores si antes no sois diáconos. El diaconado no se desvanece con el presbiterado; al contrario, es la base sobre la que se funda. Seréis sacerdotes para servir, conformados a Jesús que «no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la propia vida» (cf. Mc 10-45) Diría entonces que hay que custodiar un fundamento interior del sacerdocio, que podríamos llamar «conciencia diaconal»: así como la conciencia está en la base de las decisiones, así el espíritu de servicio está en la base del ser sacerdotes. Así que cada mañana es bueno rezar pidiendo saber servir: “Señor, hoy ayúdame a servir”; y cada noche, agradeciendo y haciendo el examen de conciencia, decir: “Señor, perdóname cuando he pensado más en mí que en ponerme al servicio de los demás”. Pero servir, queridos amigos, es un verbo que rechaza toda abstracción: servir quiere decir estar disponibles, renunciar a vivir según la propia agenda, estar preparados para las sorpresas de Dios que se manifiestan a través de las personas, los imprevistos, los cambios de programa, las situaciones que no entran en nuestros esquemas y en la “justeza” de lo que se ha estudiado. La vida pastoral no es un manual, sino una ofrenda diaria; no es un trabajo preparado en la mesa, sino “una aventura eucarística”. Es repetir con la vida, en primera persona: «Este es mi cuerpo, entregado por vosotros». Es una actitud constante, hecha de acogida, compasión, ternura, un estilo que habla con los hechos más que con las palabras, expresando el lenguaje de la cercanía. Es no querer a las personas para segundas intenciones, aunque fueran las mejores, sino reconociendo en ellas los dones únicos y maravillosos que el Señor nos ha dado para servirles, con alegría, con humildad. Es la alegría de acompañar los pasos tomados de la mano, con paciencia y discernimiento. Y es bajo esta luz que, con la gracia de Dios, se supera el peligro de incubar dentro de sí un poco de amargura y de insatisfacción por las cosas que no salen como quisiéramos, cuando la gente no responde a nuestras expectativas y no se adecua a nuestras expectativas.
Y ahora llegamos al último aspecto: bajo la guía del Espíritu Santo. Al Espíritu, que descenderá sobre vosotros, es importante darle siempre la primacía. Si esto sucede, vuestra vida, como fue para los Apóstoles, estará orientada al Señor y por el Señor, y vosotros seréis verdaderamente “hombres de Dios”. De lo contrario, cuando se cuenta con las propias fuerzas, se corre el riesgo de encontrarse con un puñado de moscas en la mano. La vida bajo la guía del Espíritu: significa pasar de la unción de la ordenación a una “unción diaria”. Y Jesús derrama sobre nosotros la unción del Espíritu cuando estamos en su presencia, cuando lo adoramos, cuando estamos íntimos a su Palabra. Estar con Él, permanecer con Él (cf. Jn 15), además, nos permite también interceder ante Él por el Santo Pueblo de Dios, por la humanidad, por las personas que se encuentran cada día. Así, un corazón que saca su alegría del Señor y fecunda de oración las relaciones, no pierde de vista la belleza atemporal de la vida sacerdotal.
Esto os deseo, queridos hermanos, agradeciéndoos vuestro «sí» a Dios y pidiéndoos, por favor, que recéis todos los días por mí.
__________________________________________
L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, Año LXI, número 9, Viernes, 1 de marzo de 2023, p. 8.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana