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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PADRES DE LA ASOCIACIÓN "TALITÀ KUM" DE VICENZA

Sala Clementina
Sábado, 2 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Me alegro de vuestra visita y os agradezco vuestra presencia. Saludo al padre Ermes Ronchi, que os acompaña espiritualmente.

Lo primero que deseo es miraros a los ojos, acoger con los brazos abiertos vuestras historias marcadas por el dolor y ofrecer una caricia a vuestro corazón, roto y traspasado como el de Jesús en la cruz: un corazón que sangra, un corazón bañado en lágrimas y desgarrado por una pesada sensación de vacío.

La pérdida de un hijo es una experiencia que no acepta descripciones teóricas y rechaza la banalidad de palabras religiosas o sentimentales, de estériles frases de ánimo o de circunstancias que, aunque quisieran consolar, acaban hiriendo aún más a quienes, como vosotros, afrontan todos los días una dura batalla interior. No debemos caer en la actitud de los amigos de Job que, intentando justificar el sufrimiento, recurren incluso a teorías religiosas y ofrecen un espectáculo lamentable y falto de sensatez. Por el contrario, estamos llamados a imitar la conmoción y la compasión de Jesús ante el dolor, que lo llevan a vivir en su propia carne los sufrimientos del mundo.

El dolor, sobre todo cuando es tan lacerante y carente de explicaciones, solamente necesita quedarse agarrado al hilo de una oración que clama a Dios día y noche, que a veces se expresa mediante la ausencia de palabras, que no intenta resolver el drama, sino que, por el contrario, habita en preguntas que siempre regresan: «¿Por qué, Señor? ¿Por qué me ha sucedido a mí? ¿Por qué no has intervenido? ¿Dónde estás, mientras la humanidad sufre y mi corazón llora una pérdida insuperable?".

Hermanos y hermanas, estas preguntas, que queman por dentro, desasosiegan el corazón; al mismo tiempo, sin embargo, si nos ponemos en camino, como hacéis vosotros con tanto valor y también con esfuerzo, son precisamente estas preguntas dolorosas las que abren rendijas de luz, las que dan fuerzas para seguir adelante. De hecho, no hay nada peor que silenciar el dolor, ponerle un silenciador al sufrimiento, arrinconar los traumas sin asumirlos, como a menudo nos induce a hacer, con las prisas y el aturdimiento, nuestro mundo. La pregunta que se eleva a Dios como un grito, en cambio, es saludable. Es oración. Aunque obliga a excavar en un recuerdo doloroso y a llorar la pérdida, se convierte al mismo tiempo en el primer paso de la invocación y abre a recibir el consuelo y la paz interior que el Señor no deja de dar.

Nos lo cuenta el Evangelio, en ese pasaje en el que os inspirasteis para dar nombre a vuestro camino (cf. Mc 5,22-43). Nos habla de un padre, jefe de la sinagoga, con una hija gravemente enferma; este hombre no se queda encerrado en su dolor, corriendo el riesgo de ceder a la desesperación, sino que corre hacia Jesús y le suplica que vaya a su casa. Y el Señor deja lo que estaba haciendo y camina con él. El dolor lo conmueve, porque también nuestro sufrimiento excava en el corazón de Dios.

Hay un detalle muy emotivo en este episodio: el camino de Jesús con aquel padre quebrantado por el dolor podría haberse interrumpido cuando desde su casa le llegó la noticia que nadie quería oír: «Tu hija ha muerto. ¿Por qué sigues molestando al maestro?» (v. 35). Jesús podría haberse detenido, haber abierto los brazos y haber dicho: «Ya no hay nada que hacer». En lugar de eso, le dice al hombre: «¡No temas, tan solo ten fe!» (v. 36), y sigue caminando con él, hasta que entra en su casa, invadida por la muerte. Y, tomando a la niña de la mano, le devuelve la vida, hace que se levante.

Esto nos dice algo importante: en el sufrimiento, la primera respuesta de Dios no es un discurso o una teoría, sino que es su caminar con nosotros, su estar a nuestro lado. Jesús se ha dejado tocar por nuestro dolor, ha recorrido el mismo camino que nosotros y no nos deja solos, sino que nos libera del peso que nos oprime llevándolo por nosotros y con nosotros. Y como en aquel episodio, el Señor quiere entrar en nuestra casa, en la casa de nuestro corazón y en las casas de nuestras familias consternadas por la muerte: Él quiere estar a nuestro lado, quiere tocar nuestra aflicción, quiere darnos la mano para levantarnos como hizo con la hija de Jairo.

Hermanos, hermanas, os doy las gracias porque hacéis sitio en vuestros corazones y en vuestras historias a este Evangelio. Jesús que camina con vosotros, Jesús que entra en vuestras casas y se deja tocar por el dolor y la muerte, Jesús que os toma de la mano para levantaros. Él quiere secar vuestras lágrimas y quiere aseguraros: la muerte no tiene la última palabra. El Señor no deja sin consuelo. Si seguís llevándole lágrimas y preguntas, Él os da una certeza interior que es fuente de paz: os hace crecer en la certeza de que, con la ternura de su amor, ha tomado de la mano a vuestros hijos y les ha dicho también a ellos, como a aquella niña: «¡Talità kum, levántate!». Y quiere tomaros también a vosotros de la mano, para que, a la luz del Misterio pascual, podáis oír su voz que os repite: «Levantaos, no perdáis la esperanza, no apaguéis la alegría de vivir».

Y es hermoso pensar que vuestras hijas e hijos, como la hija de Jairo, han sido llevados de la mano del Señor; y que un día volveréis a verlos, volveréis a abrazarlos, gozaréis de su presencia en una luz nueva, que nadie podrá arrebataros. Entonces veréis la cruz con los ojos de la resurrección, como les sucedió a María y a los Apóstoles. Esa esperanza, que floreció en la mañana de Pascua, es la que el Señor quiere sembrar ahora en vuestros corazones. Os deseo que la acojáis, que la hagáis crecer, que la custodiéis en medio de las lágrimas. Y quisiera que sintieseis no sólo el abrazo de Dios, sino también mi afecto y la cercanía de la Iglesia, que os ama y desea acompañaros.

Os llevo en mi corazón y os aseguro mis oraciones. Vosotros también, por favor, acordaos de rezar por mí. Gracias.



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