JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 17 de agosto de 1980
1. Al reunirnos, como cada domingo para la plegaria que nos recuerda el misterio de la concepción del Verbo Eterno bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, nuestros pensamientos se dirigen hacia Cristo y hacia María, unidos en el Espíritu Santo con el feliz vínculo de la Madre y del Hijo. Adoramos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, en que el Eterno Padre manifestó al hombre su definitiva vocación y su último destino en la participación eterna de la vida divina. Por eso, amamos tanto esta oración y tan frecuentemente acudimos a ella.
2. Tenemos fija la mirada en Jesús, "autor y perfeccionador de la fe", como dice de Él el autor de la Carta a los Hebreos en la liturgia de hoy (12, 2). Ser cristiano quiere decir precisamente tener fija la mirada en Cristo como guía de nuestra fe. Él comenzó a conducirnos por ese camino de la fe, cuando se hizo Hombre, y nos conduce por él mediante la sabiduría y la sencillez siempre vivas, de la palabra de su Evangelio, enlazado con el misterio pascual de su muerte y resurrección. Esta admirable guía permanece por siempre, vivificando los corazones humanos en la potencia del Espíritu Santo y haciendo de ellos una comunidad del único Pueblo de Dios que, en toda la tierra, desde el oriente al occidente, no cesa de aspirar al cumplimiento de los misterios y de las promesas de la fe. ¡He ahí el Cristo de nuestras almas! ¡El Cristo de la Iglesia! ¡El Cristo de la historia de la humanidad!
3. Y he ahí a María-Virgen, María Madre de Cristo de la que el Evangelista dice que "conservaba todo esto en su corazón..." (Lc 2, 51) y también todos los acontecimientos que se sucedieron en los años de la vida de su Hijo, especialmente los transcurridos durante su vida oculta en Nazaret. ¡Ella, testigo especial del Verbo Encarnado! ¡Ella, que como toda madre, es memoria viva y vivificante de su Hijo! María permanece en la Iglesia y está presente en ella de modo materno, como lo expresó el último Concilio, y continúa guardando, incesantemente, en su corazón todo lo que vive la Iglesia, Cuerpo Místico de su Hijo y lo que en esa Iglesia vive toda la familia humana y, al mismo tiempo, todo hombre redimido por Cristo.
4. Por eso, cuando nos reunimos para rezar el "Ángelus", recordamos ante Ella todas estas cosas, las hacernos resurgir, por decirlo así de la memoria de su corazón materno. Todos los problemas de los hombres, de la humanidad, de los pueblos, especialmente los problemas más dolorosos. Y al mismo tiempo no cesamos de rogar a fin de que a Cristo que nos guía en la fe y la perfección, lo volvamos a encontrar constantemente, mediante todos esos problemas, en todos los caminos por los que el hombre, la familia humana, marcha hacia el cumplimiento de sus destinos, que tuvieron comienzo en el amor del Padre.
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