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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de abril de 1982
Domingo de Ramos

 

1. "Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios" (2 Cor, 5, 20).

Esta súplica eleva el Apóstol Pablo en la segunda Carta a los Corintios. Y esta súplica eleva también la Iglesia, cada año, especialmente en el tiempo de la Cuaresma.

El Sínodo de los Obispos que, el año próximo, estará dedicado "a la reconciliación y a la penitencia en la misión de la Iglesia", desea renovar, desarrollar y profundizar en esta invocación encerrada en las palabras del Apóstol.

Tal invitación parece adquirir una actualidad especial en nuestro tiempo, cuando nos damos cuenta de cuán inmutable es la iniciativa salvífica de Dios, y, en cambio, cuán insuficiente, y con frecuencia incluso nula, la respuesta del hombre.

2. "Porque, a la verdad, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos, y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación" (2 Cor 5, 19).

La Iglesia lleva en sí -en su naturaleza, en su estructura fundamental- esta reconciliación de Dios con el mundo en Jesucristo.

La Iglesia, al fijar su mirada en el misterio de Cristo, en la profundidad humana y divina de su pasión, toma conciencia del alto precio que ha costado esa reconciliación: "A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21).

El precio del anonadamiento de Cristo, que tan potentemente pone de relieve la liturgia del Domingo de Ramos y toda la Cuaresma, constituye la base misma de la reconciliación de Dios con el mundo, con la humanidad. Cristo "ha tomado sobre Sí" el pecado del mundo, para que el hombre pueda volver a encontrar la justicia ante Dios.

3. Escribe San Pablo en la Carta a los Corintios: "Todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5, 18).

El ministerio de la reconciliación del hombre con Dios constituye la misión fundamental de la Iglesia. Forma esta misión fundamental. Una vez realizada por la iniciativa divina, la reconciliación con el mundo en Jesucristo requiere una incesante actualización. La humanidad reconciliada con Dios tiene siempre de nuevo necesidad del ministerio de la reconciliación. Efectivamente, en la vida del hombre siempre se repite el pecado, que, basándose en el ministerio de la reconciliación y de la justificación en la sangre de Cristo, espera la gracia del perdón.

4. "Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros'' (2 Cor 5, 20).

El Sínodo sobre la "reconciliación y penitencia" es una gran tarea en la vida de la Iglesia contemporánea. En la vida del hombre contemporáneo.

Es preciso prepararlo muy profundamente.

Es necesario preparar el Sínodo con la oración, teniendo ante los ojos tanto la imagen inquietante del mundo y del hombre contemporáneo, como, a la vez, el inescrutable misterio de la reconciliación divina con el mundo en Cristo.

Este misterio tuvo su comienzo terreno cuando "el Ángel del Señor anunció a la Virgen María" y Ella acogió con todo el corazón este anuncio.

Meditando todo esto durante la oración del Ángelus, recemos para que la Iglesia contemporánea se renueve toda en esta misión de la reconciliación y de la penitencia.

Roguemos también para que el hombre contemporáneo comprenda y sienta de nuevo cuán salvífico es el misterio divino de la reconciliación y lo siga con toda la fuerza del corazón.

5. La humanidad tiene, más que nunca, necesidad de la reconciliación para volver a encontrar la justicia en la relación con Dios, gozar de la serenidad de la conciencia, vivir la paz y el amor entre los hermanos.

La paz entre los hermanos: mi pensamiento se dirige, en este momento, a los que sufren la privación de este don de Dios, a las regiones del mundo donde la dignidad humana, la aspiración legitima a vivir en la paz, son negadas o impedidas.

De modo especial, en este Domingo de la Pasión del Señor, mi mirada se dirige a la tierra de Jesús, a Palestina, donde Él enseñó el amor y murió para que la humanidad tuviese la reconciliación. Esa tierra, desde decenios, ve a dos pueblos contrapuestos en un antagonismo hasta ahora irreductible. Cada uno de ellos tiene una historia, una tradición, unas vicisitudes propias, que parecen dificultar un acuerdo. Ha habido ya cuatro guerras sangrientas y una secuencia de dolores y privaciones para la gente de la región.

También esta semana se han producido nuevos episodios dolorosos en Cisjordania, con muertos y heridos, mientras ha aumentado la ansiedad y la inseguridad de la población, que anhela unas condiciones en las que se reconozcan y afirmen las propias legitimas aspiraciones.

¿Es irreal, aun después de tantas desilusiones, desear que un día estos dos pueblos, aceptando cada uno la existencia y la realidad del otro, encuentren el camino de un diálogo que les haga arribar a una solución equitativa, donde los dos vivan en paz, en propia dignidad y libertad, dándose mutuamente garantía de tolerancia y reconciliación?

La Iglesia, que mira a Cristo en el camino de la cruz, y reconoce su imagen sagrada en los hombres que sufren, invoca, por medio de nuestra oración, paz y reconciliación también para los pueblos de la que fue tierra de Jesús. Oremos por esta intención.



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