JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 2 de noviembre de 1986
Conmemoración de todos los fieles difuntos
1. "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto" (Jn 11, 21).
En las palabras de Marta se compendia la universal aspiración a una presencia que derrote este enemigo implacable, frente al cual toda tentativa de hacer del hombre un absoluto cae inevitablemente: la muerte.
Hoy, queridísimos hermanos y hermanas, rezamos por los difuntos: estos días nos acercamos a visitar los cementerios, como peregrinos orantes, con el fin de implorar paz eterna para nuestros seres queridos. Ante esas tumbas se refuerza dentro de nosotros la aspiración a vencer la muerte, toma consistencia el deseo de inmortalidad que habita en nuestros corazones.
2. Esta es la razón por la que toda la humanidad exultó de alegría cuando una piedra fue removida del sepulcro nuevo en un jardín de Jerusalén, y una palabra, anunciada un día y esperada por milenios de historia, se hizo realidad: "yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá, y el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11, 25-26).
El Señor glorioso que abre de par en par las puertas de la vida da finalmente un sentido a esta necesidad de eternidad, de cumplimiento, de plenitud que cada uno de nosotros siente latir dentro de si: el Dios fiel, que resucita al Hijo solidario con los hombres hasta la muerte, infunde en nosotros la consoladora certeza de la inmortalidad.
Hoy la muerte continúa segando sus víctimas; el sufrimiento y el dolor hieren cada día el cuerpo martirizado de la humanidad. Y sin embargo, entre las tinieblas del mal, físico y moral, resplandece a los oídos del creyente la luz de una promesa segura: "Yo soy la resurrección y la vida". Esta palabra hace sólida la espera, constante la paciencia, segura la esperanza.
3. Sobre una multitud tan inmensa de muertos, hoy la Iglesia pronuncia su acto de fe en la vida, en el nombre de Aquel que es la vida: "Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida" (1 Cor 15, 22).
Estamos seguros de ello: Cristo, que nos ama, se ha ido a prepararnos un lugar. Él volverá, y nos tomará consigo en un abrazo eterno. Por eso hoy sube incesante la plegaria de la Iglesia, hermana y madre, testigo del Resucitado, por todos los difuntos, de cualquier tiempo o pueblos que sean, para que del grano caído en la tierra germine una espera rica de inmortalidad.
En este día queremos recordar en particular a todas las víctimas del odio y de la violencia, invocando al Señor que concede a la humanidad esa paz que la humanidad tanto anhela.
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