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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Martes 8 de diciembre de 1992
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

 

1. El Verbo se hizo carne.

Estamos aquí, al pie de la columna de la plaza de España. Estamos ante ti, Virgen Inmaculada. Esta columna nos muestra cómo fuiste exaltada. Tú, obediente y humilde todos los días de tu vida, fuiste exaltada al escuchar las palabras de la Anunciación en Nazaret.

Cuando el Verbo se hizo carne por obra del Espíritu Santo, tú te convertiste en la Madre del Verbo.

¡Cuánto te exaltó tu Hijo! ¡Cuánto exaltó a todo hombre, en su Encarnación!

Oh Madre del Verbo encarnado, Madre de esta sublime dignidad ofrecida al hombre.

2. De verdad: Magnalia Dei!

Tú, Virgen, te encontraste en el centro mismo de aquellas maravillas de Dios. Y las maravillas de Dios —«magnalia»— encontraron su primer espacio en tu corazón. Tú eres un recuerdo vivo de esas maravillas. Tú eres el recuerdo de la Iglesia. Tú nos dices todos los días: No olvidéis las maravillas de Dios.

En el año del Señor 1965, el 8 de diciembre pusimos en tus manos la obra del Vaticano II después de cuatro años de trabajo del Concilio. Hoy ponemos en tus manos el Catecismo postconciliar, destinado a toda la Iglesia, para que no olvidemos las maravillas de Dios, para que no olvidemos.

Tú eres el recuerdo perpetuo.

Madre de la Iglesia, ayúdanos en esta tarea.

Ayuda a los pastores; ayuda a los catequistas y a las catequistas, a los padres y a las madres, a los profesores.

Ayuda a las personas llamadas al servicio del recuerdo de la Iglesia, que por medio de ellas cumple su misión, convirtiéndose en una columna de la verdad divina, en medio de las corrientes mudables, entre las que se debate el hombre, entre las que no cesa de buscar, incluso equivocándose, porque la verdad es su vocación, la meta de su peregrinación terrestre.

3. Madre del Verbo encarnado tú eres la inmaculada sensibilidad del corazón humano para todo lo que es de Dios, todo lo que hay de verdadero, de bueno y de hermoso, y que tiene en Dios su fuente y su realización.

Esposa del Espíritu, que penetra las profundidades de Dios, permanece con nosotros, los hombres, en la frontera entre el segundo y el tercer milenio.

Permanece con nosotros cuando el espíritu de este mundo debilite nuestra sensibilidad hasta convertirla en un canal estrecho, que con dificultad acoge el río de agua viva, viva y vivificante.

Tú, inmaculada Madre del Hijo de Dios, eres nuestra madre, Madre de los hombres, a los que tu Hijo ha revelado la plenitud de su vocación y su gran dignidad.

Infunde en nuestros corazones tu sensibilidad, un «sentido» vivo de las maravillas de Dios, a fin de que no perdamos, por nuestra culpa, la grandeza que nos ha dado el Padre.

4. Hoy, 8 de diciembre del año del Señor 1992, la ciudad de Roma y la Iglesia te dan las gracias, Inmaculada, por esta cita junto a la columna de la plaza de España.



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