JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 1 de agosto de 1993
Queridos hermanos y hermanas:
1. Mientras prosigue nuestra peregrinación ideal con los jóvenes de todo el mundo hacia Denver, con ocasión de la próxima Jornada mundial de la juventud, que será una gran fiesta de la vida, queremos detenernos hoy para contemplar la fuente misma de la vida: Cristo.
En realidad, la vida es una maravilla que el pensamiento, la ciencia y el arte no se cansan de descifrar. Aunque se intente comprenderla, conserva siempre algo de misterioso.
Sin embargo, aunque a una distancia infinita, la fe permite fijar su fuente trascendente, captándola en el misterio del amor trinitario, donde Dios se entrega perennemente en la relación recíproca de las tres Personas divinas. Allí tiene su fuente el acto libre de la creación; allí se sitúa la decisión gratuita de la redención, en virtud de la cual el Hijo eterno se hizo vida y luz de los hombres.
El mundo lleva así, hasta en sus fibras más intimas, el signo del amor trinitario. Lo lleva de modo totalmente especial el hombre, creado a imagen de Dios y redimido con la sangre de Cristo.
Queridos hermanos amemos, pues, la vida. Amemos la vida en la tierra, pero amemos más aún esa vida divina de la que Cristo nos ha hecho partícipes. Con oídos atentos y corazón puro no nos será difícil escuchar el lenguaje del amor divino que nos conduce al umbral del misterio: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19, 2).
2. Desgraciadamente, el mundo en el que vivimos está marcado por la acción corrosiva y devastadora de la violencia, el mal y el pecado, cuyo fruto y consecuencia son el sufrimiento y la muerte.
¿Cómo olvidar esa realidad? Oprime en torno a nosotros y dentro de nosotros. La reconocemos en los odios que ensangrientan ciudades y naciones, en las tensiones que dividen a los pueblos y en las injusticias que humillan a los pobres. El pecado y la muerte oscurecen la belleza del mundo. La vida se ensombrece a veces no sólo fuera del hombre, sino también en su mismo corazón. Y del dolor brota el grito lleno de angustia y esperanza del apóstol Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rm 7, 24).
La respuesta de la fe es firme y consoladora: el Liberador existe, y es Cristo, el Redentor del hombre. Él, el Verbo hecho carne, murió por nosotros y resucitó, para que pudiéramos aprender de Él el secreto de la vida que no muere.
3. Pidamos a María, la Madre del Redentor, que nos obtenga ojos penetrantes para leer profundamente el misterio de la vida. La Virgen es la primogénita de los salvados la Madre de los vivientes. A ella, que al pie de la cruz del Hijo acogió para nosotros el don de la vida verdadera, encomendamos ahora nuestras lágrimas; en ella depositamos nuestra esperanza.
María, Madre de los vivientes, ruega por nosotros.
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Después del Ángelus
Mi saludo lleno de afecto a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, a quienes encomiendo a la maternal protección de la Santísima Virgen e imparto de corazón la bendición apostólica.
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