JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Solemnidad de la Epifanía
Jueves 6 de enero de 1994
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La solemnidad litúrgica de la Epifanía ensancha la mirada de la Iglesia hacia el horizonte del mundo entero, pues hoy se celebra la manifestación del Señor: la salvación realizada por Cristo no conoce confines. Cristo es la luz verdadera que «ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y, por tanto, por más diversos que sean los tiempos y los modos del encuentro con Él, nadie queda fuera del radio de acción de su misterio. San Pablo nos recuerda que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2, 4). El relato evangélico de los Magos, que llegan de lejos para adorar al Salvador, nos recuerda precisamente el camino de todo hombre y de todos los pueblos hacia Cristo.
Esta universalidad del plan salvífico de Dios implica, de parte de la Iglesia, el deber del testimonio y del anuncio. Y ese deber corresponde a todo bautizado.
Mientras está a punto de concluir el segundo milenio del cristianismo, la Iglesia no duda en constatar, con gran sentido de responsabilidad, que su misión «se halla todavía en sus comienzos» (Redemptoris missio, 1) y hace suya hoy, más que nunca, la conciencia del Apóstol: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9, 16).
2. En el carácter misionero de esta solemnidad se inserta bien la ordenación episcopal, que acabamos de realizar, de trece nuevos pastores, llamados a desempeñar su ministerio en diversas partes del mundo. Demos gracias a Dios porque en estos nuevos elegidos nos ha hecho revivir el momento de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió como viento y fuego sobre los Apóstoles, impulsándolos al anuncio de Cristo entre todos los pueblos. El misterio de la Epifanía y el de Pentecostés guardan estrecha relación entre sí, como dos tiempos y dos aspectos de la única manifestación de Cristo al mundo por la fuerza del Espíritu Santo. Los obispos, como sucesores de los Apóstoles y «pregoneros de la fe» (Lumen gentium, 25), están puestos al servicio de ese misterio.
3. Suplicamos a la Virgen santísima que nos transmita su ardor misionero. Se lo pedimos dirigiendo un saludo afectuoso a los hermanos de las Iglesias orientales que, según su tradición, celebran este día la Navidad del Señor. Mientras dirijo a las comunidades cristianas de Oriente mi más sentido deseo de una santa Navidad, no puedo por menos de pensar también en los demás cristianos de las diferentes tradiciones y confesiones diseminados por el mundo, y le pido a la Madre de Dios que apresure los tiempos de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, para que podamos afrontar todos juntos, con nuevo impulso de fe y de obras, el desafío de la nueva evangelización en el alba del tercer milenio. Que la celestial Madre de Dios y de la Iglesia nos obtenga abundancia de Espíritu Santo y prepare una nueva primavera de vida cristiana entre los hombres de nuestro tiempo.
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Después del Ángelus
¿Cómo no recordar hoy, a treinta años de distancia, la peregrinación de mi predecesor el Papa Pablo VI a Tierra Santa? Allí celebró un encuentro fraterno con el venerable patriarca ecuménico Atenágoras I, en el mismo lugar donde Jesucristo murió y resucitó por la redención de los hombres. Fue un encuentro profético que puso una piedra miliar en las relaciones entre católicos y ortodoxos, después de siglos de separación, señalando la tarea más íntima que corresponde a los discípulos de Jesús: encontrar juntos, dirigiendo la mirada al único Señor, en la oración y en el perdón recíproco, la comunión de la fraternidad cristiana.
En la línea del dinamismo generado por ese encuentro, nuestras relaciones deben proseguir hacia la plena comunión anhelada por Cristo. Este es mi deseo y por esta intención elevo mi ferviente oración, pidiendo a todos los fieles de la Iglesia católica que se unan a mí en esta esperanza y en esta imploración común.
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