JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 23 de enero de 1994
1. ¡Cristo es nuestra paz! (cf. Ef 2, 14).
Esta certeza guía hoy nuestra oración y nos infunde una viva esperanza de verla escuchada. Acaba de concluir en la basílica vaticana la celebración eucarística durante la cual hemos dirigido al Padre celestial una solemne invocación común pidiéndole la paz para las poblaciones de la ex Yugoslavia. Hemos orado y seguimos orando para que reine la paz entre los hombres y las naciones del mundo entero.
En la semana de oración por la unidad de los cristianos, que estamos celebrando durante estos días, hemos pedido al Señor el don de la plena comunión entre todos los discípulos de Cristo.
La oración es un arma muy poderosa. Derriba en el corazón del hombre el muro que se opone al amor de Dios y colma el foso del odio, de la desconfianza, del rencor, que a menudo son causas de división entre los hombres o entre los pueblos.
2. ¡Cristo es nuestra paz! ¡Cuán frágil es una paz que no se halle fundada en lo eterno, que no se apoye sobre el cimiento seguro de la ley y del amor de Dios. Hace apenas algunos años, nos alegrábamos por la caída de un muro que durante decenios fue el símbolo de la división del mundo en dos bloques opuestos. Parecía la alborada de un mundo nuevo. ¿Quién hubiera podido sospechar que, en el centro mismo de Europa, se levantarían tan repentinamente otros muros, que constituyen una barrera de odio y de sangre entre hermanos?
Gracias a Dios, en otras partes del mundo probadas por antiguos conflictos están apareciendo señales de reconciliación y alentadores procesos de paz, como ha acontecido, por ejemplo, con el reciente pacto para la eliminación de armas nucleares en Ucrania.
Por desgracia, a pesar de los muchos esfuerzos realizados, la guerra en las regiones de la ex Yugoslavia sigue resistiendo a todo intento de pacificación, y nos acongoja a todos por sus crueldades y las múltiples violaciones de los derechos humanos. ¡No, no podemos resignarnos! ¡No debemos resignarnos!
Los organismos competentes tienen la responsabilidad de hacer todo lo humanamente posible para desarmar al agresor y crear las condiciones de una paz justa y duradera. Los creyentes renovamos la contribución de nuestra oración, junto con el testimonio de un compromiso mayor de comunión entre los cristianos, con una dócil escucha de la apremiante oración del Redentor: «Padre, que sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11)
3. Elevemos, pues, nuestra oración a Cristo, nuestra paz. Invoquémoslo con la voz de María, Madre suya y nuestra, recordando la eficacia de la oración de la Virgen santa en Caná de Galilea, que impulsó a su Hijo divino a transformar el agua en vino. María nos pide que de nuevo le llevemos a Cristo el agua de nuestros propósitos, de nuestros esfuerzos, de nuestras súplicas, para que las transforme en el vino generoso del amor, requisito indispensable para toda paz auténtica.
El concilio Vaticano II nos enseña que María nos precede en el camino, en la peregrinación de la fe, de la esperanza y de la paz. Hemos dicho en la basílica, durante la homilía, que nuestra oración hoy es a la vez una peregrinación ecuménica sobre todo a esas martirizadas tierras, a esos martirizados pueblos. Pidámosle a ella, Reina de la paz, que nos preceda en este camino, en esta peregrinación, y que convierta esta peregrinación en una peregrinación de oración, de trabajo por la paz: ¡que la haga fructuosa! Et Iesum benedictum fructum ventris tui nobis post hoc exilium ostende. O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria.
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