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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 27 de noviembre de 1994

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hoy, primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico. «A ti, Señor, levanto mi alma», hemos repetido con el Salmo 24, acogiendo la invitación a mirar hacia lo alto y a salir al encuentro de aquel que nos da su salvación.

La Iglesia exhorta a los creyentes a hacerse peregrinos para reanudar con valentía el camino hacia el Señor Jesús, que viene a visitarnos. Las palabras fuertes y apremiantes de la liturgia resuenan con especial intensidad durante estos días de Adviento, que marcan el comienzo de la primera fase de la preparación para el gran Jubileo del año 2000.

Durante el tiempo de Adviento, que se abre ante nosotros, estamos llamados a vivir la dimensión de la alabanza y de la acción de gracias por el gran don de la encarnación del Verbo y de la redención, y estamos invitados a alegrarnos por la gracia de ser, en la Iglesia, hijos amados y liberados de nuestros pecados. Con igual intensidad estamos llamados a ser cada vez más conscientes del mal que amenaza a los mismos cristianos, «cuando se alejan del espíritu de Cristo y de su Evangelio» (Tertio millennio adveniente, 33).

Esta conciencia renovada debe impulsar a toda la Iglesia, que se prepara para atravesar el umbral del nuevo milenio, a proclamar con ardor al hombre contemporáneo el amor misericordioso del Señor y a ofrecer un testimonio valiente de fidelidad a su Evangelio.

2. La fidelidad a Cristo requiere una firmeza que puede llegar hasta la efusión de la sangre, como se ha recordado ayer a los nuevos cardenales en la celebración del Consistorio. Saludo con afecto a estos venerados hermanos que vienen a formar parte de la Iglesia de Roma, confiada por la Providencia al apóstol Pedro y a sus Sucesores. Saludo a ellos, a sus familiares y a cuantos los rodean en esta feliz circunstancia. Esto manifiesta también visiblemente la universalidad de la Iglesia, congregada por el vínculo de la unidad, de la verdad y del amor. La púrpura que visten, signo de la entrega al Señor Jesús hasta la muerte, indica que el don de la unidad de la Iglesia es fruto de la sangre de Cristo, nuestra paz, por quien «unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18).

La presencia de algunos nuevos cardenales, procedentes de comunidades muy probadas, nos recuerda la Iglesia de los mártires de nuestro tiempo, así como la pasión de Cristo que continúa en numerosos hermanos y hermanas, víctimas de la violencia y de la guerra.

3. Los acompañe en su servicio eclesial María, Madre de la Iglesia. La Virgen del Adviento nos guíe a todos en este tiempo de espera, durante el cual, mientras contemplamos el misterio de la primera venida, que se realizó en la Encarnación, dirigimos la mirada hacia el último día en el que el Señor volverá «con todos sus santos» (1 Tse 3, 13).

La novena de preparación para la solemnidad de la Inmaculada, que empezaremos el martes que viene, ofrezca a todos los cristianos la oportunidad de redescubrir su vocación, imitando a María, que aceptó sin reservas la voluntad de Dios.



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