JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 18 de junio de 1995
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Durante la IV conferencia mundial sobre la mujer, convocada por la ONU para el próximo mes de septiembre en Pekín, la comunidad internacional será invitada a reflexionar sobre una serie de problemas relativos a la condición femenina en nuestro tiempo. Deseo expresar, ya desde ahora, mi vivo aprecio por esa iniciativa. En efecto, el tema escogido es de suma importancia, no sólo para las mujeres, sino también para el futuro del mundo, que depende en gran medida de la conciencia que las mujeres tienen de sí mismas y del justo reconocimiento que se les otorgue. La Iglesia, por tanto, mira con espíritu abierto todo lo que realiza en esa dirección, y lo considera un auténtico «signo de los tiempos», como ya lo destacó mi venerado predecesor Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris (n 22). Un signo de los tiempos que pone de relieve un aspecto imprescindible de la plena verdad sobre el ser humano.
Por desgracia, en el pasado, y en muchos casos todavía hoy, la conciencia de la identidad y del valor de la mujer ha quedado ofuscada por múltiples condicionamientos. Es más; a menudo ha sido y es culpablemente descuidada y ofendida por praxis y comportamientos injustos y, con frecuencia incluso, violentos. Todo ello, en el umbral del tercer milenio, es realmente intolerable. La Iglesia, al tiempo que une su voz a la denuncia de todas las injusticias que pesan sobre la condición femenina, quiere anunciar de forma positiva el plan de Dios, para que madure una cultura respetuosa y acogedora con respecto a la femineidad.
2. Como he subrayado en varias ocasiones, especialmente en la carta apostólica Mulieris dignitatem, en la base de esta nueva cultura debe ponerse la afirmación de la dignidad de la mujer, dado que, como el hombre y con el hombre, ella es persona, o sea, criatura hecha a imagen y semejanza de Dios (cf. n. 6); criatura dotada de una subjetividad, que es fuente de autonomía responsable en la gestión de la propia vida. Esa subjetividad, lejos de aislar y enfrentar a las personas, es fuente de relaciones constructivas y encuentra su plenitud en el amor. La mujer, al igual que el hombre, se realiza plenamente en la entrega sincera de sí (cf. Gaudium et spes, 24). Para la mujer esta subjetividad es fundamento de un modo específico de ser, un «ser en femenino», enriquecedor, más aún, indispensable para una armoniosa convivencia humana, tanto dentro de la familia como en los demás ámbitos existenciales y sociales.
3. La Virgen santísima ayude a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo a descubrir con claridad el plan de Dios sobre la femineidad. Llamada a la altísima vocación de la maternidad divina, María es la mujer ejemplar, que desarrolló en plenitud su auténtica subjetividad. Que ella obtenga a las mujeres del mundo entero una lúcida y activa conciencia de su dignidad, de sus dones y de su misión.
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