JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 25 de junio de 1995
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. El respeto a la plena igualdad entre el hombre y la mujer, en todos los ámbitos de la vida, es una gran conquista de la civilización. A ella han contribuido también las mujeres con su sufrido y generoso testimonio diario, y con los movimientos organizados que, sobre todo en nuestro siglo, han propuesto este tema a la atención universal.
Por desgracia, no faltan aún hoy situaciones en las que la mujer vive, de hecho, sino jurídicamente, una condición de inferioridad. Es urgente hacer que madure por doquier una cultura de la igualdad, que será duradera y constructiva en la medida en que refleje el plan de Dios.
En efecto, la igualdad entre el hombre y la mujer se halla afirmada ya desde las primeras páginas de la Biblia, en el magnífico relato de la creación. Dice el libro del Génesis: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Con estas pocas palabras se expresa la razón profunda de la grandeza del hombre: lleva grabada en su interior la imagen de Dios. Eso vale, por igual, para el varón y para la mujer, ambos marcados por la impronta del Creador.
2. Este mensaje bíblico originario alcanzó su plena expresión en las palabras y en los gestos de Jesús. En su tiempo pesaba sobre las mujeres la herencia de una mentalidad que las discriminaba profundamente. La actitud del Señor es «un coherente reproche a cuanto ofende la dignidad de la mujer» (Mulieris dignitatem, 15). En efecto, Cristo establece con las mujeres una relación marcada por una gran libertad y amistad. Aunque no les confiere la misión de los Apóstoles, las llama a ser los primeros testigos de su resurrección y las valora para el anuncio y la difusión del reino de Dios. En su enseñanza las mujeres recuperan de verdad «la propia subjetividad y dignidad» (ib., 14).
Siguiendo el ejemplo de su divino fundador, la Iglesia anuncia con convicción este mensaje. El hecho de que a voces, a lo largo de los siglos y por el influjo del tiempo, algunos de sus hijos no han sabido vivirlo con la misma coherencia constituye un motivo de gran pesar. Sin embargo, el mensaje evangélico sobre la mujer no ha perdido nada de su actualidad. Por eso, quise volverlo a proponer en toda su riqueza en la carta apostólica Mulieris dignitatem, que publiqué con ocasión del Año mariano.
3. Es posible intuir la grandeza de la dignidad de la mujer por el hecho de que el Hijo eterno de Dios quiso nacer, en el tiempo, de una mujer, la Virgen de Nazaret, espejo y medida de verdadera femineidad. Que María ayude a los hombres y a las mujeres a percibir y a vivir el misterio que habita en ellos, reconociéndose recíprocamente, sin discriminación alguna, como imágenes vivas de Dios.
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