CARTA APOSTÓLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL 50º ANIVERSARIO
DEL COMIENZO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
A mis hermanos en el episcopado,
a los sacerdotes y a las familias religiosas,
a los hijos e hijas de la Iglesia,
a los gobernantes,
a todos los hombres de buena voluntad.
La hora de las tinieblas
1. «Me has echado en los profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos» (Sal 88 [87], 7). ¡Cuántas veces este grito de dolor ha surgido del corazón de millones de mujeres y de hombres que, desde el 1 de septiembre de 1939 hasta el final del verano de 1945, se enfrentaron con una de las tragedias más destructoras e inhumanas de nuestra historia!
Mientras Europa se encontraba aún bajo el impacto de los actos de fuerza realizados por el Reich, que habían llevado a la anexión de Austria, al desmembramiento de Checoslovaquia y a la conquista de Albania, el primer día del mes de septiembre de 1939, las tropas alemanas invadían Polonia por el Oeste y, el 17 del mismo mes, la Armada roja lo hacía por el Este. La derrota del ejército polaco y el martirio de un pueblo entero iban a ser preludio de la suerte que muy pronto tocaría a numerosos pueblos europeos y, a continuación, a muchos otros en la mayor parte de los cinco continentes.
En efecto, desde 1940, los Alemanes ocuparon Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y la mitad de Francia. Durante este período, la Unión soviética, agrandada ya por una parte de Polonia, realizó la anexión de Estonia, Letonia y Lituania y quitó Besarabia a Rumania y algunos territorios a Finlandia.
Después, como un fuego destructor que se propaga, la guerra y los dramas humanos, que la acompañan inexorablemente, iban rápidamente a desbordar las fronteras del «viejo Continente» para llegar a ser «mundiales». Por un lado, Alemania e Italia llevaron los combates más allá de los Balcanes y en África mediterránea y, por otro lado, el Reich invadió bruscamente Rusia. Los Japoneses, por fin, destruyendo Pearl-Harbour, empujaron a los Estados Unidos de América a la guerra al lado de Inglaterra. Terminaba el año 1941.
Hubo que esperar el año 1943, con el éxito de la contraofensiva que liberó la ciudad de Stalingrado del yugo alemán, para que se produjera un cambio en la historia de la guerra. Las fuerzas aliadas por un lado y la tropas soviéticas por el otro lograron derrotar a Alemania, a costa de encarnizados combates que, desde Egipto hasta Moscú, provocaron horribles sufrimientos a millones de civiles indefensos. El 8 de mayo de 1945 Alemania se rindió sin condiciones.
Pero la lucha continuó en el Pacífico. Para acelerar el final, a primeros de agosto del mismo año se lanzaron dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Al día siguiente de este hecho espantoso Japón se rindió a su vez. Es el 10 de agosto de 1945.
Ninguna guerra ha merecido tanto el apelativo de «guerra mundial». Además fue total, pues no podemos olvidar que a las operaciones terrestres se sumaron combates aéreos y combates navales en todos los mares del mundo. Ciudades enteras fueron objeto de destrucciones despiadadas, sumiendo a poblaciones aterrorizadas en la angustia y la miseria. Roma misma estuvo amenazada. La intervención del Papa Pío XII evitó que la Ciudad fuera un campo de batalla.
Este es el cuadro sombrío de los hechos que recordamos hoy. Provocaron la muerte de cincuenta y cinco millones de personas, dejando divididos a los vencedores y una Europa para reconstruir.
Acordarse
2. Cincuenta años después, tenemos el deber de acordarnos ante de Dios de aquellos hechos dramáticos, para honrar a los muertos y compadecer a todos aquellos que este despliegue de crueldad hirió en el corazón y en el cuerpo, perdonando del todo las ofensas.
En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia y preocupado por el bien de toda la humanidad, no podía dejar pasar este aniversario sin invitar a mis hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y los fieles, así como a todos los hombres de buena voluntad, a una reflexión sobre el proceso que llevó este conflicto hasta los límites de lo inhumano y de la aflicción.
En efecto, tenemos el deber de sacar una lección de este pasado, para que jamás pueda repetirse el conjunto de causas capaz de desencadenar un conflicto semejante.
Ya sabemos por experiencia que la división arbitraria de las naciones, los desplazamientos forzosos de las poblaciones, el rearme sin límites, el uso incontrolable de armas sofisticadas, la violación de los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, la inobservancia de las reglas de conducta internacional, así como la imposición de ideologías totalitarias no pueden llevar más que a la destrucción de la humanidad.
Acción de la Santa Sede
3. El Papa Pío XII, desde su comienzo, el 2 de marzo de 1939, lanzó un llamamiento a la paz, que todos consideraban seriamente amenazada. Algunos días antes de desencadenarse las hostilidades, el 24 de agosto de 1939, el mismo Papa pronunció unas palabras premonitorias cuyo eco resuena todavía: «He aquí que vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana (...). El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra [1].
Por desgracia, la advertencia de este gran Pontífice no fue escuchada absolutamente y llegó el desastre. La Santa Sede, no habiendo podido contribuir a evitar la guerra, intentó —en la medida de sus posibilidades— limitar su extensión. El Papa y sus colaboradores trabajaron en ello sin descanso, tanto a nivel diplomático como en el campo humanitario, evitando tomar partido en el conflicto que oponía a pueblos de ideologías y religiones diferentes. En este cometido, su preocupación fue también la de no agravar la situación y no comprometer la seguridad de las poblaciones sometidas a pruebas poco comunes. Escuchemos una vez más a Pío XII cuando, a propósito de lo que sucedía en Polonia, declaró: «Tendríamos que pronunciar palabras de fuego contra tales hechos y lo único que nos lo impide es saber que, si habláramos, haríamos todavía más difícil la situación de esos desdichados» [2].
Algunos meses después de la Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945) y recién acabada la guerra en Europa, el mismo Papa, dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 2 de junio de 1945, no dejó de preocuparse sobre el futuro del mundo y abogar por la victoria del derecho: «Las naciones, las pequeñas y las medianas particularmente, piden que se les permita tomar las riendas de sus propios destinos. Se les puede llevar a contraer, con su pleno acuerdo y en el interés del progreso común, obligaciones que modifiquen sus derechos soberanos. Pero después de haber soportado su parte, su parte tan grande, de sacrificios para destruir el sistema de la violencia brutal, están ahora en condiciones de no aceptar que se les imponga un nuevo sistema político o cultural que la gran mayoría de sus pueblos rechazan resueltamente (...). En el fondo de su conciencia los pueblos sienten que sus dirigentes se desacreditarían si, por el delirio de una hegemonía de la fuerza, no hicieran seguir la victoria del derecho» [3].
El hombre menospreciado
4. Esta «victoria del derecho» sigue siendo la mejor garantía del respeto de las personas. Ahora justamente, cuando se piensa en la historia de estos seis años terribles, uno no puede menos que horrorizarse por el menosprecio de que ha sido objeto el hombre.
A las ruinas materiales, a la aniquilación de los recursos agrícolas e industriales de los países asolados por los combates y las destrucciones que llegaron hasta el holocausto nuclear de dos ciudades japonesas, se añadieron masacres y miseria.
Pienso particularmente en el destino cruel ocasionado a las poblaciones de las grandes planicies del Este. Yo mismo fui testigo horrorizado de ello al lado del Arzobispo de Cracovia, Monseñor Adam Stefan Sapieha. Las exigencias inhumanas del invasor de entonces afectaron de manera brutal a los opositores y a los sospechosos, mientras que las mujeres, los niños y los ancianos fueron sometidos a constantes humillaciones.
No podemos olvidar el drama causado por el desplazamiento forzado de las poblaciones que fueron echadas por los caminos de Europa, expuestas a todos los peligros, en busca de un refugio y de medios para sobrevivir.
Debe hacerse una mención especial de los prisioneros de guerra que, aislados, ofendidos y humillados, pagaron también, después de las asperezas de los combates, otro pesado tributo. Hay que recordar, por fin, que la creación de gobiernos impuestos por los invasores en los Estados de la Europa central y oriental estuvo acompañada por medidas represivas y también por una multitud de ejecuciones para someter a las poblaciones reacias.
Las persecuciones contra los judíos
5. Pero de todas estas medidas antihumanas, una de ellas constituye para siempre una vergüenza para la humanidad: la barbarie planificada que se ensañó contra el pueblo judío.
Objeto de la «solución final», imaginada por una ideología aberrante, los judíos fueron sometidos a privaciones y brutalidades indescriptibles. Perseguidos primero con medidas vejatorias o discriminatorias, más tarde acabaron a millones en campos de exterminio.
Los judíos de Polonia, más que otros, vivieron este calvario: las imágenes del cerco de la judería de Varsovia, como lo que se supo sobre los campos de Auschwitz, de Majdanek o de Treblinka superan en horror lo que humanamente se pueda imaginar.
Hay que recordar también que esta locura homicida se abatió sobre otros muchos grupos que tenían la culpa de ser «diferentes» o rebeldes a la tiranía del invasor.
Con ocasión de este doloroso aniversario, me dirijo una vez más a todos los hombres, invitándolos a superar sus prejuicios y a combatir todas las formas de racismo, aceptando reconocer en cada persona humana la dignidad fundamental y el bien que hay en la misma, a tomar cada vez mayor conciencia de pertenecer a una única familia humana querida y congregada por Dios.
Deseo repetir aquí con fuerza que la hostilidad o el odio hacia el judaísmo están en total contradicción con la visión cristiana de la dignidad de la persona humana.
Las pruebas de la Iglesia católica
6. El nuevo paganismo y los sistemas afines se ensañaban, ciertamente, contra los judíos, pero atentaban igualmente contra el cristianismo, cuyas enseñanzas habían formado el alma de Europa. A través del pueblo del cual «también procede Cristo según la carne» (Rm 9, 5), llega el mensaje evangélico sobre la igual dignidad de todos los hijos de Dios, que era menospreciada.
Mi predecesor, el Papa Pío XI, había sido claro en su encíclica «Mit brennender Sorge», al decir: «Quien eleva la raza o el pueblo, el Estado o una forma determinada del mismo, los representantes del poder o de otros elementos fundamentales de la sociedad humana (...) como suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y los diviniza con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado y querido por Dios» [4].
Esta pretensión de la ideología del sistema nacionalsocialista no exceptuaba a las Iglesias y a la Iglesia católica en particular que, antes y durante el conflicto, conoció, también ella, su pasión. Su suerte no fue seguramente mejor en las regiones donde se impuso la ideología marxista del materialismo dialéctico.
No obstante, hemos de dar gracias a Dios por los numerosos testigos, conocidos y desconocidos, que —en aquellas horas de tribulación— tuvieron la valentía de profesar intrépidamente su fe, supieron levantarse contra la arbitrariedad atea y no se plegaron ante la fuerza.
Totalitarismo y religión
7. En el fondo, el paganismo nazi así como el dogma marxista tienen en común el ser ideologías totalitarias, con tendencia a trasformarse en religiones substitutivas.
Ya mucho antes de 1939, en algunos sectores de la cultura europea, aparecía una voluntad de borrar a Dios y su imagen del horizonte del hombre. Se empezaba a adoctrinar en este sentido a los niños, desde su más tierna edad.
La experiencia ha demostrado desgraciadamente que el hombre dejado al solo poder del hombre, mutilado de sus aspiraciones religiosas, se transforma rápidamente en un número o en un objeto. Por otra parte, ninguna época de la humanidad ha escapado al riesgo de que el hombre se encerrara en sí mismo, con una actitud de orgullosa suficiencia. Pero este riesgo se ha acentuado en este siglo en la medida en que la fuerza armada, la ciencia y la técnica han podido dar al hombre contemporáneo la ilusión de ser el único señor de la naturaleza y de la historia. Esta es la presunción que encontramos en la base de los excesos que deploramos.
El abismo moral en el que el desprecio de Dios, y también del hombre, ha precipitado al mundo hace cincuenta años nos ha llevado a experimentar el poder del «Príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) que puede seducir las conciencias con la mentira, con el desprecio del hombre y del derecho, con el culto del poder y del dominio.
Hoy nos acordamos de todo esto y meditamos sobre los límites a los que puede llevar el abandono de toda referencia a Dios y de toda ley moral trascendente.
Respetar el derecho de los pueblos
8. Pero lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos. Conmemorar los acontecimientos de 1939 es recordar además que el último conflicto mundial tuvo por causa la destrucción de los derechos de los pueblos así como de las personas. Lo recordaba ayer, al dirigirme a la Conferencia episcopal polaca.
¡No hay paz si los derechos de todos los pueblos —y particularmente de los más vulnerables— no son respetados! Todo el edificio del derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad.
Hoy es esencial que situaciones como la de Polonia de 1939, asolada y dividida según las preferencias de invasores sin escrúpulos, no vuelvan a producirse más. No se puede evitar, a este respecto, pensar en los países que todavía no han obtenido su plena independencia, así como en aquellos que corren el riesgo de perderla. En este contexto y en estos días hay que recordar el caso del Líbano, donde fuerzas aliadas, siguiendo sus propios intereses, no dudan en poner en peligro la existencia misma de una nación.
No olvidemos que la Organización de las Naciones Unidas nació, después del segundo conflicto mundial, como un instrumento de diálogo y de paz, fundado sobre el respeto de la igualdad de los derechos de los pueblos.
El desarme
9. Pero una de las condiciones esenciales para «vivir unidos» es el desarme.
Las terribles pruebas sufridas por los combatientes y las poblaciones civiles, durante el segundo conflicto mundial, deben apremiar a los responsables de las naciones a procurar que se pueda llegar sin tardar a la elaboración de procesos de cooperación, de control y de desarme que hagan impensable la guerra. ¿Quién osaría justificar todavía el uso de las armas más crueles, que matan a los hombres y destruyen sus obras, para resolver las discrepancias entre Estados? Como ya tuve ocasión de decir «la guerra es en sí irracional y [...] el principio ético de la solución pacífica de los conflictos es la única vía digna del hombre» [5].
Por esto hemos de aceptar favorablemente las negociaciones en curso para el desarme nuclear y convencional, así como la total prohibición de armas químicas y otras. La Santa Sede ha declarado repetidas veces que considera necesario que las partes lleguen por lo menos a un nivel mínimo de armamento, compatible con sus exigencias de seguridad y defensa.
Estos pasos prometedores no tendrán, sin embargo, posibilidad de éxito si no están apoyados y acompañados por una voluntad de intensificar igualmente la cooperación en otros campos, especialmente los económicos y culturales. La última reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrada recientemente en París sobre el tema de la «dimensión humana», ha registrado el deseo, expresado por países de las dos partes de Europa, de ver instaurado en todas partes el régimen del Estado de derecho. Esta forma de Estado se muestra, efectivamente, como la mejor garantía de los derechos de la persona, incluidos el derecho a la libertad religiosa, cuyo respeto es un factor insustituible de paz social e internacional.
Educar a las jóvenes generaciones
10. Aleccionados por los errores y las desviaciones del pasado, los Europeos de hoy tienen ya el deber de transmitir a las jóvenes generaciones un estilo de vida y una cultura inspiradas por la solidaridad y la estima del prójimo. A este respecto, el Cristianismo, que ha forjado tan profundamente los valores espirituales de este Continente, debería ser una fuente de inspiración constante: su doctrina sobre la persona, creada a imagen de Dios, ha de contribuir al nacimiento de un humanismo renovado.
En el inevitable debate social, en que se enfrentan concepciones distintas de la sociedad, los adultos deben darse ejemplo de respeto recíproco, sabiendo reconocer siempre la parte de verdad que hay en el otro.
En un Continente de tantos contrastes, es necesario que las personas, las etnias y los países de cultura, creencia o sistema social diferentes, aprendan a aceptarse mutuamente.
Los educadores y los medios de comunicación social juegan a este respecto un papel primordial. Desgraciadamente, hemos de constatar que la educación sobre la dignidad de la persona, creada a imagen de Dios, no está ciertamente favorecida por los espectáculos de violencia o depravación difundidos muy a menudo por dichos medios de comunicación social: las jóvenes conciencias en formación son desorientadas y el sentido moral de los adultos queda embotado.
Moralizar la vida pública
11. La vida pública, ciertamente, no puede prescindir de los criterios éticos. La paz se consigue ante todo en el terreno de los valores humanos, vividos y transmitidos por los ciudadanos y los pueblos. Cuando se disgrega el tejido moral de una nación hay que temer cualquier cosa.
La memoria vigilante del pasado debería conseguir que nuestros contemporáneos estuvieran atentos a los abusos siempre posibles en el uso de la libertad, que la generación de esta época ha conquistado a costa de tantos sacrificios. El frágil equilibrio de la paz podría verse comprometido si en las conciencias se despertaran males como el odio racial, el menosprecio de los extranjeros, la segregación de los enfermos o de los ancianos, la exclusión de los pobres, el recurso a la violencia privada y colectiva.
A los ciudadanos les toca saber distinguir entre las proposiciones políticas que se inspiran en la razón y en los valores morales. A los Estados corresponde velar para que se eviten las causas de exasperación o de impaciencia de tal o cual grupo desfavorecido de la sociedad.
Llamamiento a Europa
12. A vosotros, hombres de Estado y responsables de las naciones, os repito una vez más mi profunda convicción de que el respeto de Dios y el respeto del hombre son inseparables. Constituyen el principio absoluto que permitirá a los Estados y a los Bloques políticos superar sus antagonismos.
No podemos olvidar, en particular, a Europa donde ha surgido este terrible conflicto y que, durante seis años, ha vivido una verdadera «pasión» que la ha arruinado y dejado desamparada. Desde 1945 somos testigos y operadores de loables esfuerzos encaminados a su reconstrucción material y espiritual.
Ayer, este Continente exportó la guerra: hoy, le toca ser «artesano de paz». Confío en que el mensaje de humanismo y de liberación, herencia de su historia cristiana, pueda fecundar todavía a sus pueblos y siga resplandeciendo en el mundo.
¡Sí, Europa, todos te miran, conscientes de que siempre tienes algo que decir, después del naufragio de aquellos años de fuego: la verdadera civilización no está en la fuerza, sino que es fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de la injusticia, del egoísmo y del odio, que pueden llegar a desfigurar al hombre!
Exhortación a los católicos
13. Al concluir, deseo dirigirme muy particularmente a los pastores y a los fieles de la Iglesia católica.
Acabamos de recordar una de las guerras más sangrientas de la historia, nacida en un Continente de tradición cristiana.
Esta constatación debe estimularnos a un examen de conciencia para ver cómo es la evangelización de Europa. El hundimiento de los valores cristianos, que favoreció los errores de ayer, tiene que hacernos estar atentos sobre la manera en que hoy se anuncia y se vive el Evangelio.
Observamos, por desgracia, que en muchos campos de su existencia el hombre moderno piensa, vive y trabaja como si Dios no existiera. Ahí está el mismo peligro que ayer: el hombre dejado en poder del hombre.
Mientras Europa se prepara para recibir un nuevo semblante, ya que ha habido un desarrollo positivo en algunos países de su parte central y oriental, y los responsables de las naciones colaboran cada vez más para la solución de los grandes problemas de la humanidad, Dios llama a su Iglesia a dar su propia contribución para la llegada de un mundo más fraterno.
Junto con las otras Iglesias cristianas, a pesar de nuestra unidad imperfecta, queremos repetir a la humanidad de hoy que el hombre no es auténtico si no se acepta ante Dios como criatura; que el hombre no es consciente de su dignidad si no reconoce en sí mismo y en los demás la señal de Dios que lo ha creado a su imagen; que no es grande sino en la medida en que su vida es una respuesta al amor de Dios y se pone al servicio de sus hermanos.
Dios no desconfía del hombre. Cristianos, tampoco nosotros podemos desconfiar del hombre, porque sabemos que es siempre más grande que sus errores o sus faltas.
Al recordar la bienaventuranza pronunciada en otro tiempo por el Señor: ¡«Bienaventurados los que trabajan por la paz»! (Mt 5, 9), queremos invitar a todos los hombres a perdonar y a ponerse al servicio los unos de los otros, por Aquel que, en su carne, una vez ha dado en sí mismo «muerte a la Enemistad» (Ef 2, 16).
A María, Reina de la Paz, confío a esta humanidad, encomendando a su materna intercesión la historia de la que somos actores.
¡Para que el mundo no conozca nunca más la inhumanidad y la barbarie que lo ha asolado hace cincuenta años, anunciamos sin cansarnos a «nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación» (Rm 5, 11), prenda de la reconciliación de todos los hombres entre sí!
¡Que su Paz y su Bendición estén con todos vosotros!
Vaticano, 27 de agosto de 1989, undécimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas
[1] Radiomensaje, 24 de agosto de 1939: AAS 31 (1939), pp. 333-334.
[2] Actes et Documents du Saint Siège à la seconde guerre mondiale, Librería Editrice Vaticana, 1970, vol. 1, p. 455.
[3] AAS 37 (1945), p. 166.
[4] 14 de marzo de 1937: AAS 29 (1937), pp. 149 y 171.
[5] Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 8 de diciembre de 1983, n. 4: AAS 76 (1984), p. 295.
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