CARTA APOSTÓLICA
ORIENTALE LUMEN
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
CON OCASIÓN DEL CENTENARIO
DE LA ORIENTALIUM DIGNITAS
DEL PAPA LEÓN XIII
Venerados Hermanos,
Amadísimos Hijos e Hijas de la Iglesia
1. La luz del Oriente (Orientale Lumen) ha iluminado a la Iglesia universal, desde que apareció sobre nosotros «una Luz de la altura» (Lc 1, 78), Jesucristo, nuestro Señor, a quien todos los cristianos invocan como Redentor del hombre y esperanza del mundo.
Esa luz inspiró a mi Predecesor el Papa León XIII la Carta Apostólica Orientalium Dignitas con la que quiso defender el significado de las Tradiciones orientales para toda la Iglesia[1].
Con ocasión del centenario de ese acontecimiento y de las iniciativas contemporáneas con las que ese Pontífice deseaba favorecer la reconstrucción de la unidad con todos los cristianos de Oriente, he querido que ese llamamiento, enriquecido por las numerosas experiencias de conocimiento y de encuentro que se han llevado a cabo en este último siglo, se dirigiera a la Iglesia católica.
En efecto, dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad.
Nuestros hermanos orientales católicos tienen plena conciencia de ser, junto con los hermanos ortodoxos, los portadores vivos de esa tradición. Es necesario que también los hijos de la Iglesia católica de tradición latina puedan conocer con plenitud ese tesoro y sentir así, al igual que el Papa, el anhelo de que se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradición, ni mucho menos por una comunidad contra la otra; y el anhelo de que también todos nosotros podamos gozar plenamente de ese patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal[2] que se conserva y crece tanto en la vida de las Iglesias de Oriente como en las de Occidente.
2. Mi mirada se dirige al Orientale Lumen que brilla desde Jerusalén (cfr. Is 60, 1; Ap 21, 10), la ciudad en la que el Verbo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación, judío «nacido del linaje de David» (Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8), murió y fue resucitado. En esa ciudad santa, al llegar el día de Pentecostés «estando todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2, 1), el Espíritu Paráclito fue enviado a María y a los discípulos. Desde allí la Buena Nueva se difundió por el mundo porque, llenos del Espíritu Santo, «predicaban la Palabra de Dios con valentía» (Hch 4, 31). Desde allí, desde la madre de todas las Iglesias[3], se predicó el Evangelio a todas las naciones, muchas de las cuales se glorían de haber tenido a uno de los apóstoles como primer testigo del Señor[4]. En esa ciudad las culturas y las tradiciones más diversas convivieron en el nombre del único Dios, (cfr. Hch 2, 9-11). Al recordarla con nostalgia y gratitud encontramos la fuerza y el entusiasmo para intensificar la búsqueda de la armonía en la autenticidad y pluriformidad que sigue siendo el ideal de la Iglesia[5].
3. Un Papa, hijo de un pueblo eslavo, siente de forma particular en su corazón la llamada de esos pueblos hacia los que se dirigieron los dos santos hermanos Cirilo y Metodio, ejemplo glorioso de apóstoles de la unidad, que supieron anunciar a Cristo en la búsqueda de la comunión entre Oriente y Occidente, a pesar de las dificultades que ya por entonces enfrentaban a los dos mundos. En varias ocasiones he destacado el ejemplo de la labor que llevaron a cabo[6], también dirigiéndome a los que son sus hijos en la fe y en la cultura.
Estas consideraciones quieren ahora ensancharse hasta abrazar a todas las Iglesias Orientales, en la variedad de sus diversas tradiciones. A los hermanos de las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, con el deseo de buscar juntos la fuerza de una respuesta a los interrogantes que se plantea el hombre de hoy, en todas las latitudes del mundo. A su patrimonio de fe y de vida quiero dirigirme, con la conciencia de que el camino de la unidad no puede admitir retrocesos, sino que es irreversible como el llamado del Señor a la unidad. «Amadísimos hermanos, tenemos este objetivo común; debemos decir todos juntos, tanto en Oriente como en Occidente: Ne evacuetur Crux! (cf. 1 Co 1, 17). Que no se desvirtúe la cruz de Cristo, porque, si se desvirtúa la cruz de Cristo, el hombre pierde sus raíces y sus perspectivas: queda destruido. Éste es el grito al final del siglo veinte. Es el grito de Roma, el grito de Constantinopla y el grito de Moscú. Es el grito de toda la cristiandad: de América, de África, de Asia, de todos. Es el grito de la nueva evangelización»[7].
A las Iglesias de Oriente se dirige mi pensamiento, como han hecho otros muchos Papas en el pasado, sintiendo que se dirigía ante todo a ellos el mandato de mantener la unidad de la Iglesia y de buscar incansablemente la unión de los cristianos en los lugares donde hubiera sido desgarrada. Ya nos une un vínculo muy estrecho. Tenemos en común casi todo[8]; y tenemos en común sobre todo el anhelo sincero de alcanzar la unidad.
4. A todas las Iglesias, tanto de Oriente como de Occidente, llega el grito de los hombres de hoy que quieren encontrar un sentido a su vida. Nosotros percibimos en ese grito la invocación de quien busca al Padre olvidado y perdido (cfr. Lc 15, 18-20; Jn 14, 8). Las mujeres y los hombres de hoy nos piden que les mostremos a Cristo, que conoce al Padre y nos lo ha revelado (cfr. Jn 8, 55; 14, 8-11). Dejándonos interpelar por las demandas del mundo, escuchándolas con humildad y ternura, con plena solidaridad hacia quien las hace, estamos llamados a mostrar con palabras y gestos de hoy las inmensas riquezas que nuestras Iglesias conservan en los cofres de sus tradiciones. Aprendemos del mismo Señor quien, a lo largo del camino, se detenía entre la gente, la escuchaba, se conmovía cuando los veía «como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36; cfr. Mc 6, 34). De él debemos aprender esa mirada de amor con la que reconciliaba a los hombres con el Padre y consigo mismos, comunicándoles la única fuerza capaz de sanar a todo el hombre.
Frente a esta llamada, las Iglesias de Oriente y de Occidente están invitadas a concentrarse en lo esencial: «No podemos presentarnos ante Cristo, Señor de la historia tan divididos como, por desgracia, nos hemos hallado durante el segundo milenio. Esas divisiones deben dar paso al acercamiento y a la concordia; hay que cicatrizar las heridas en el camino de la unidad de los cristianos»[9].
Más allá de nuestras fragilidades debemos dirigirnos a Él, único Maestro, participando en su muerte, a fin de purificarnos de ese celoso apego a los sentimientos y a los recuerdos no de las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro, sino de los acontecimientos humanos de un pasado que pesa aún con fuerza sobre nuestros corazones. El Espíritu vuelva límpida nuestra mirada, para que, todos juntos, podamos caminar hacia el hombre contemporáneo que espera el gozoso anuncio. Si ante las expectativas y los sufrimientos del mundo damos una respuesta unánime, iluminadora y vivificante, contribuiremos de verdad a un anuncio más eficaz del Evangelio entre los hombres de nuestro tiempo.
I
CONOCER EL ORIENTE CRISTIANO
UNA EXPERIENCIA DE FE
5. «En Oriente y en Occidente se han seguido diversos pasos y métodos en la investigación de la verdad revelada para conocer y confesar lo divino. No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí»[10].
Llevando en el corazón las demandas, las aspiraciones y las experiencias a las que he aludido, mi pensamiento se dirige al patrimonio cristiano de Oriente. No pretendo describirlo ni interpretarlo: me pongo a la escucha de las Iglesias de Oriente que sé que son intérpretes vivas del tesoro tradicional conservado por ellas. Al contemplarlo vienen a mi mente elementos de gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y las mujeres de hoy. En efecto, con respecto a cualquier otra cultura, el Oriente cristiano desempeña un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva.
La tradición oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Señor Jesús. En este sentido, está muy cerca de la tradición cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia también de ella, legítima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, también un modo original de vivir su relación con el Salvador. Quiero aquí acercarme con respeto y reverencia al acto de adoración que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en algún punto teológico específico, surgido a lo largo de los siglos en oposición polémica durante el debate entre Occidentales y Orientales.
Ya desde sus orígenes, el Oriente cristiano se muestra multiforme en su interior, capaz de asumir los rasgos característicos de cada cultura y con sumo respeto a cada comunidad particular. No podemos por menos de agradecer a Dios, con profunda emoción, la admirable variedad con que nos ha permitido formar, con teselas diversas, un mosaico tan rico y hermoso.
6. Hay algunos rasgos de la tradición espiritual y teológica, comunes a las diversas Iglesias de Oriente, que caracterizan su sensibilidad con respecto a las formas asumidas por la transmisión del Evangelio en las tierras de Occidente. Así los sintetiza el Vaticano II: «Todos conocen también con cuánto amor los cristianos orientales realizan el culto litúrgico, principalmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles, unidos al Obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la santísima Trinidad, hechos "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4)»[11].
En esos rasgos se perfila la visión oriental del cristiano, cuyo fin es la participación en la naturaleza divina mediante la comunión en el misterio de la santísima Trinidad. Con ellos se delinean la «monarquía» del Padre y la concepción de la salvación según la economía, como la presenta la teología oriental después de san Ireneo de Lión y como se difunde entre los Padres capadocios[12].
La participación en la vida trinitaria se realiza a través de la liturgia y, de modo especial, la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad[13]. En la divinización y sobre todo en los sacramentos la teología oriental atribuye un papel muy particular al Espíritu Santo: por el poder del Espíritu que habita en el hombre la deificación comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios.
La enseñanza de los Padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios[14]. Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental[15].
En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos[16]. Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera sino también la Purísima que —como realización de tantas prefiguraciones veterotestamentarias— es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo[17].
Aun acentuando fuertemente el realismo trinitario y su implicación en la vida sacramental, el Oriente vincula la fe en la unidad de la naturaleza divina con la inconoscibilidad de la esencia divina. Los Padres orientales afirman siempre que es imposible saber lo que es Dios; sólo se puede saber que Él existe, pues se ha revelado en la historia de la salvación como Padre, Hijo y Espíritu Santo[18].
Este sentido de la inefable realidad divina se refleja en la celebración litúrgica, donde todos los fieles del Oriente cristiano perciben tan profundamente el sentido del misterio.
«Existen también en Oriente las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresión principalmente en el monaquismo. Pues allí, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreció aquella espiritualidad monástica, que se extendió luego a Occidente y de la cual procede, como de su fuente, la institución religiosa de los latinos, y que más tarde recibió también del Oriente nuevo vigor. Por lo cual, se recomienda encarecidamente que los católicos se acerquen con mayor frecuencia a estas riquezas espirituales de los Padres orientales que elevan a todo el hombre a la contemplación de lo divino»[19].
Evangelio, Iglesias y culturas
7. Ya en otras ocasiones he puesto de relieve que un primer gran valor que se vive de forma particular en el Oriente cristiano consiste en la atención a los pueblos y a sus culturas, para que la Palabra de Dios y su alabanza resuenen en toda lengua. De este tema he tratado ya en la Carta encíclica Slavorum Apostoli, en la que destacaba que Cirilo y Metodio «quisieron hacerse semejantes en todo a los que llevaban el Evangelio; quisieron ser parte de aquellos pueblos y compartir en todo su suerte»[20]; «Se trataba de un nuevo método de catequesis»[21]. Al hacer esto tomaron una actitud muy común en el Oriente cristiano: «Al encarnarse el Evangelio en la peculiar cultura de los pueblos que evangelizaban, los santos Cirilo y Metodio tuvieron un mérito particular en la formación y desarrollo de aquella misma cultura, o mejor, de muchas culturas»[22]. El respeto y el aprecio a las culturas particulares se unen en ellos al amor por la universalidad de la Iglesia, que incansablemente se esfuerzan por realizar. La actitud de los dos hermanos de Salónica representaba, en la antigüedad cristiana, un estilo típico de muchas Iglesias: la revelación se anuncia de modo adecuado y se hace plenamente comprensible cuando Cristo habla el idioma de los diversos pueblos, y éstos pueden leer la Escritura y cantar la Liturgia en la lengua y con las expresiones que les son propias, casi renovando los prodigios de Pentecostés.
En un tiempo en que se admite cada vez más que es fundamental el derecho de todo pueblo a expresarse de acuerdo con su patrimonio de cultura y de pensamiento, la experiencia de las diversas Iglesias de Oriente se nos presenta como un ejemplo autorizado de inculturación bien realizada.
De este modelo aprendemos que, si queremos evitar el resurgimiento de particularismos y también de nacionalismos exacerbados, debemos comprender que el anuncio del Evangelio debe estar profundamente arraigado en la especificidad de las culturas y, a la vez, abierto a confluir en una universalidad que es intercambio con vistas a un enriquecimiento común.
Entre memoria y espera
8. A menudo hoy nos sentimos prisioneros del presente: es como si el hombre hubiera perdido la conciencia de que forma parte de una historia que lo precede y lo sigue. A esta dificultad para situarse entre el pasado y el futuro con espíritu de gratitud por los beneficios recibidos y por los que se esperan, en particular las Iglesias de Oriente manifiestan un marcado sentido de la continuidad, que toma los nombres de Tradición y de espera escatológica.
La Tradición es patrimonio de la Iglesia de Cristo, memoria viva del Resucitado que los Apóstoles, después de haberse encontrado con él y de haber dado testimonio de él, han transmitido como recuerdo viviente a sus sucesores, en una línea ininterrumpida que es garantizada por la sucesión apostólica, mediante la imposición de las manos, hasta los Obispos de hoy. Esa Tradición se articula en el patrimonio histórico y cultural de cada Iglesia, modelado en ella por el testimonio de los mártires, de los padres y de los santos, así como por la fe viva de todos los cristianos a lo largo de los siglos hasta nuestros días. No se trata de una repetición inalterada de fórmulas, sino de un patrimonio que conserva vivo el núcleo kerigmático originario. Esa Tradición es la que preserva a la Iglesia del peligro de recoger sólo opiniones mudables y garantiza su certeza y su continuidad.
Cuando los usos y costumbres propios de cada Iglesia se entienden meramente como inmovilidad, la Tradición corre el peligro de perder su carácter de realidad viva, que crece y se desarrolla, y que el Espíritu le garantiza precisamente para que hable a los hombres de todo tiempo. Y de la misma forma que la Escritura crece con quien la lee[23], así también cualquier otro elemento del patrimonio vivo de la Iglesia crece en la comprensión de los creyentes y se enriquece con aportaciones nuevas, en la fidelidad y en la continuidad[24]. Únicamente una asimilación religiosa, en la obediencia de la fe, de lo que la Iglesia llama «Tradición» permitirá a ésta encarnarse en las diversas situaciones y condiciones histórico-culturales[25]. La Tradición nunca es mera nostalgia de cosas o formas pasadas, o añoranza de privilegios perdidos, sino la memoria viva de la Esposa conservada eternamente joven por el Amor que habita en ella.
Si la Tradición nos sitúa en continuidad con el pasado, la espera escatológica nos abre al futuro de Dios. Toda Iglesia debe luchar contra la tentación de absolutizar lo que realiza y, por tanto, de autocelebrarse o de abandonarse al pesimismo. El tiempo es de Dios, y todo lo que se realiza no se identifica nunca con la plenitud del Reino, que es siempre don gratuito. El Señor Jesús vino a morir por nosotros y resucitó de entre los muertos, mientras la creación, salvada en la esperanza, sufre aún dolores de parto (cfr. Rm 8, 22); ese mismo Señor volverá para entregar el cosmos al Padre (cfr. 1 Co 15, 28). La Iglesia invoca esta vuelta, cuyo testigo privilegiado es el monje y el religioso.
El Oriente expresa de modo vivo las realidades de la tradición y de la espera. Toda su liturgia, en particular, es memorial de la salvación e invocación de la vuelta del Señor. Y si la Tradición enseña a las Iglesias la fidelidad a lo que las ha engendrado, la espera escatológica las impulsa a ser lo que aún no son en plenitud y que el Señor quiere que lleguen a ser, y por tanto a buscar siempre caminos nuevos de fidelidad, venciendo el pesimismo por estar proyectadas hacia la esperanza de Dios, que no defrauda.
Debemos mostrar a los hombres la belleza de la memoria, la fuerza que nos viene del Espíritu y que nos convierte en testigos, porque somos hijos de testigos; hacerles gustar las cosas estupendas que el Espíritu ha esparcido en la historia; mostrar que es precisamente la Tradición la que las conserva, dando, por tanto, esperanza a los que, aun sin haber logrado que sus esfuerzos de bien tuvieran éxito, saben que otro los llevará a término; entonces el hombre se sentirá menos solo, menos encerrado en el rincón estrecho de su propia actividad individual.
El monaquismo como ejemplaridad de vida bautismal
9. Quisiera ahora contemplar el vasto panorama del cristianismo de Oriente desde una altura particular, que permite descubrir muchos de sus rasgos: el monaquismo.
En Oriente el monaquismo ha conservado una gran unidad, y no ha conocido, como en Occidente, la formación de los distintos tipos de vida apostólica. Las varias expresiones de la vida monástica, desde el cenobitismo rígido, como lo concebían Pacomio o Basilio, hasta el eremitismo más riguroso de un Antonio o de un Macario el egipcio, corresponden más a etapas diversas del camino espiritual que a la opción entre diferentes estados de vida. Ahora bien, todos hacen referencia al monaquismo en sí, sea cual sea la forma en que se manifieste.
Además, en Oriente el monaquismo no se ha contemplado sólo como una condición aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno, presentándose como una síntesis emblemática del cristianismo.
Cuando Dios llama de modo total, como en la vida monástica, la persona puede alcanzar el punto más alto de cuanto la sensibilidad, la cultura y la espiritualidad son capaces de expresar. Eso vale con mayor razón para las Iglesias orientales, para las que el monaquismo constituyó una experiencia esencial y que aún hoy sigue floreciendo en ellas, en cuanto cesa la persecución y los corazones pueden elevarse con libertad hacia el cielo. El monasterio es el lugar profético en que la creación se transforma en alabanza de Dios y el mandamiento de la caridad, vivida en la práctica, se convierte en ideal de convivencia humana, y donde el ser humano busca a Dios sin barreras e impedimentos, transformándose en referencia para todos, llevándolos en el corazón y ayudándoles a buscar a Dios.
Quisiera recordar también el magnífico testimonio de las monjas en el Oriente cristiano. Ha constituido un modelo de valorización de lo específico femenino en la Iglesia, incluso forzando la mentalidad del tiempo. Durante las persecuciones recientes, sobre todo en los países del Este de Europa, cuando muchos monasterios masculinos fueron cerrados con violencia, el monaquismo femenino conservó encendida la antorcha de la vida monástica. El carisma de la monja, con sus características específicas, es un signo visible de la maternidad de Dios a la que, con frecuencia, se refiere la sagrada Escritura.
Así pues, miraré al monaquismo, para descubrir aquellos valores que considero hoy muy importantes para expresar la aportación del Oriente cristiano al camino de la Iglesia de Cristo hacia el Reino. Sin ser exclusivos ni de la experiencia monástica ni del patrimonio de Oriente, estos aspectos a menudo han adquirido en él una connotación particular. Por lo demás, no estamos tratando de valorizar la exclusividad sino el enriquecimiento recíproco en lo que el único Espíritu ha suscitado en la única Iglesia de Cristo.
El monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales: los primeros monjes cristianos nacieron en Oriente y la vida monástica fue parte integrante del lumen oriental transmitido a Occidente por los grandes Padres de la Iglesia indivisa[26].
Los notables rasgos comunes que unen la experiencia monástica de Oriente y Occidente hacen de ella un admirable puente de fraternidad, donde la unidad vivida resplandece incluso más de lo que pueda manifestarse en el diálogo entre las Iglesias.
Entre Palabra y Eucaristía
10. El monaquismo, de modo particular, revela que la vida está suspendida entre dos cumbres: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Eso significa que, incluso en sus formas eremíticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a la vez, evento eclesial y comunitario.
La Palabra de Dios es el punto de partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día el monje se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está casi muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el monje está llamado a conformarse.
Incluso cuando canta con sus hermanos la oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad.
Frente al abismo de la misericordia divina, al monje no le queda más que proclamar la conciencia de su pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocación y grito de júbilo para una salvación aún más generosa, por ser inseparable del abismo de su miseria[27]. Precisamente por eso, la invocación de perdón y la glorificación de Dios constituyen gran parte de la oración litúrgica. El cristiano se halla inmerso en el estupor de esta paradoja, última de una serie infinita, que el lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace límite; una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano está sentado a la derecha del Padre.
En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento.
En la Eucaristía se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios, llegan a ser «consanguíneos»[28] de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad.
Pero la Eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial. Así revela de forma plena su naturaleza escatológica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un «marana tha» repetido continuamente no sólo con palabras, sino también con toda la vida.
Una liturgia para todo el hombre y para todo el cosmos
11. En la experiencia litúrgica, Cristo Señor es la luz que ilumina el camino y revela la transparencia del cosmos, precisamente como en la Escritura. Los acontecimientos del pasado encuentran en Cristo significado y plenitud, y la creación se revela como lo que es: un conjunto de rasgos que únicamente en la liturgia encuentran su plenitud, su destino completo. Por eso, la liturgia es el cielo en la tierra y en ella el Verbo que asumió la carne penetra la materia con una potencialidad salvífica que se manifiesta de forma plena en los sacramentos: allí la creación comunica a cada uno la potencia que le ha otorgado Cristo. Así, el Señor, inmerso en el Jordán, transmite a las aguas un poder que las capacita para ser baño de regeneración bautismal[29].
En este marco la oración litúrgica en Oriente muestra gran capacidad para implicar a la persona humana en su totalidad: el Misterio es cantado en la sublimidad de su contenido, pero también en el calor de los sentimientos que suscita en el corazón de la humanidad salvada. En la acción sagrada también la corporeidad está convocada a la alabanza, y la belleza, que en Oriente es uno de los nombres con que más frecuentemente se suele expresar la divina armonía y el modelo de la humanidad transfigurada[30], se muestra por doquier: en las formas del templo, en los sonidos, en los colores, en las luces y en los perfumes. La larga duración de las celebraciones, las continuas invocaciones, todo expresa un progresivo ensimismarse en el misterio celebrado con toda la persona. Y así la plegaria de la Iglesia se transforma ya en participación en la liturgia celeste, anticipo de la bienaventuranza final.
Esta valorización integral de la persona en sus componentes racionales y emotivos, en el «éxtasis» y en la inmanencia, es de gran actualidad, y constituye una admirable escuela para comprender el significado de las realidades creadas: no son ni un absoluto ni un nido de pecado e iniquidad. En la liturgia las cosas revelan su naturaleza de don que el Creador regala a la humanidad: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31). Aunque todo ello está marcado por el drama del pecado, que hace pesada la materia e impide su transparencia, ésta es redimida en la Encarnación y hecha plenamente teofórica, es decir, capaz de ponernos en relación con el Padre: esta propiedad queda de manifiesto sobre todo en los santos misterios, los Sacramentos de la Iglesia.
El Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del mundo. Y esto no implica una exaltación absoluta de todo lo que es físico, porque conocemos bien qué desorden introdujo el pecado en la armonía del ser humano. La liturgia revela que el cuerpo, atravesando el misterio de la cruz, está en camino hacia la transfiguración, hacia la pneumatización: en el monte Tabor Cristo lo mostró resplandeciente, como el Padre quiere que vuelva a estar.
Y también la realidad cósmica está invitada a la acción de gracias, porque todo el cosmos está llamado a la recapitulación en Cristo Señor. En esta concepción se manifiesta una enseñanza equilibrada y admirable sobre la dignidad, el respeto y la finalidad de la creación y del cuerpo humano en particular. Rechazando por igual todo dualismo y todo culto del placer que sea fin en sí mismo, el cuerpo se convierte en lugar hecho luminoso por la gracia y, por consiguiente, plenamente humano.
A quien busca una relación de auténtico significado consigo mismo y con el cosmos, tan a menudo aún desfigurado por el egoísmo y la avidez, la liturgia le revela el camino hacia el equilibrio del hombre nuevo y le invita a respetar la potencialidad eucarística del mundo creado: está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el sacrificio del altar.
Una mirada limpia para descubrirse a sí mismos
12. A Cristo, el Hombre-Dios, se dirige la mirada del monje: en su rostro desfigurado, varón de dolores, descubre ya el anuncio profético del rostro transfigurado del Resucitado. Al espíritu contemplativo Cristo se revela como a las mujeres de Jerusalén, que subieron a contemplar el misterioso espectáculo del Calvario. Y así, formada en esa escuela, la mirada del monje se acostumbra a contemplar a Cristo también en los pliegues escondidos de la creación y en la historia de los hombres, también ella comprendida en su progresivo conformarse al Cristo total.
La mirada progresivamente cristificada aprende así a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu. Al recorrer ese camino, se deja reconciliar con Cristo en un incesante proceso de conversión: en la conciencia de su pecado y de la lejanía del Señor, que se transforma en compunción del corazón, símbolo de su bautismo en el agua saludable de las lágrimas; en el silencio y en el sosiego interior buscado y donado, donde se aprende a hacer que el corazón palpite en armonía con el ritmo del Espíritu, eliminando toda doblez o ambigüedad. Este hacerse cada vez más sobrio y esencial, más transparente a sí mismo, puede llevarlo a caer en el orgullo y en la intransigencia, si llega a considerar que eso es fruto de su esfuerzo ascético. El discernimiento espiritual, en la purificación continua, lo vuelve entonces humilde y manso, consciente de captar sólo algún rasgo de esa verdad que lo sacia, porque es don del Esposo, único que encierra la plenitud de la felicidad.
Al hombre que busca el significado de la vida, el Oriente le ofrece esta escuela para conocerse y ser libre, amado por aquel Jesús que dijo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). A quien busca la curación interior, le dice que siga buscando: si la intención es recta y el camino honrado, al final el rostro del Padre se dará a conocer, impreso como está en las profundidades del corazón humano.
Un padre en el Espíritu
13. El recorrido del monje, por lo general, no sólo está marcado por un esfuerzo personal, sino que también hace referencia a un padre espiritual, al que se abandona con confianza filial, seguro de que en él se manifiesta la tierna y exigente paternidad de Dios. Esta figura da al monaquismo oriental una ductilidad extraordinaria: en efecto, por obra del padre espiritual, el camino de todo monje es fuertemente personalizado en los tiempos, en los ritmos y en los modos de la búsqueda de Dios. Precisamente porque el padre espiritual es el punto de enlace y armonización, eso permite al monaquismo la mayor variedad de expresiones, cenobíticas y eremíticas. Así, el monaquismo en Oriente ha podido ser realización de las expectativas de cada Iglesia en los varios períodos de su historia[31].
En esta búsqueda el Oriente enseña de modo particular que hay hermanos y hermanas a los que el Espíritu ha concedido el don de la guía espiritual: son puntos de referencia valiosos, porque miran con los ojos de amor con que Dios nos mira. No se trata de renunciar a la propia libertad, para que los demás nos dirijan: se trata de sacar provecho del conocimiento del corazón, que es un verdadero carisma, para que nos ayuden, con dulzura y firmeza, a encontrar el camino de la verdad. Nuestro mundo tiene gran necesidad de padres. A menudo los ha rechazado, porque le parecían poco creíbles, o su modelo daba la impresión de estar ya superado y ser poco atractivo para la sensibilidad del momento. Sin embargo, tiene dificultad para encontrar nuevos, y entonces sufre en el miedo y en la incertidumbre, sin modelos ni puntos de referencia. El que es padre en el Espíritu, si es de verdad tal —y el pueblo de Dios ha demostrado siempre que sabe reconocerlo—, no hará a los demás iguales a sí mismo, sino que les ayudará a encontrar el camino hacia el Reino.
Desde luego, también a Occidente se le ha concedido el don admirable de una vida monástica, tanto masculina como femenina, que conserva el don de la guía en el Espíritu y espera ser valorizada. Ojalá que en ese ámbito, y dondequiera que la gracia suscite esos valiosos instrumentos de maduración interior, los responsables cultiven y valoren tal don y que todos hagan uso de él: así experimentarán cómo la paternidad en el Espíritu es consuelo y ayuda para su camino de fe[32].
Comunión y servicio
14. Precisamente gracias al progresivo desapego de lo que en el mundo le impide lograr la comunión con su Señor, el monje considera el mundo como lugar donde se refleja la belleza del Creador y el amor del Redentor. En su oración el monje pronuncia una epíclesis del Espíritu sobre el mundo y está seguro de que será escuchado, porque esa plegaria forma parte de la misma oración de Cristo. Y así siente nacer en sí mismo un amor profundo hacia la humanidad, el amor que la oración en Oriente tan frecuentemente celebra como atributo de Dios, el amigo de los hombres que no ha dudado en entregar a su Hijo para que el mundo se salve. Con esta actitud, a veces, el monje puede contemplar ese mundo ya transfigurado por la acción deificante de Cristo muerto y resucitado.
Cualquiera que sea la modalidad que el Espíritu le reserve, el monje es siempre esencialmente el hombre de la comunión. Con este nombre se ha indicado, ya desde la antigüedad, también el estilo monástico de la vida cenobítica. El monaquismo nos muestra que no existe una auténtica vocación que no nazca de la Iglesia y para la Iglesia. De ello da testimonio la experiencia de tantos monjes que, encerrados en sus celdas, infunden en su oración una pasión extraordinaria no sólo por la persona humana sino también por toda criatura, en la invocación incesante para que todo se convierta a la corriente salvífica del amor de Cristo. Este camino de liberación interior en la apertura al Otro convierte al monje en el hombre de la caridad. En la escuela del apóstol Pablo que indica la plenitud de la ley en la caridad (cfr. Rm 13, 10), la comunión monástica oriental siempre ha tratado de garantizar la superioridad del amor con respecto a toda ley.
Esa caridad se manifiesta, ante todo, en el servicio a los hermanos en la vida monástica, pero también en la comunidad eclesial, en formas que varían según los tiempos y lugares, y van desde las obras sociales hasta la predicación itinerante. Las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad este compromiso, comenzando por la evangelización, que es el servicio más alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de servicio espiritual y material. Es más, se puede decir que el monaquismo fue en la antigüedad —y, en varias ocasiones, también en tiempos sucesivos— el instrumento privilegiado para la evangelización de los pueblos.
Una persona en relación
15. La vida del monje da razón de la unidad que existe en Oriente entre espiritualidad y teología: el cristiano, y el monje en particular, más que buscar verdades abstractas, sabe que sólo su Señor es Verdad y Vida, pero sabe también que él es el Camino (cfr. Jn 14, 6) para alcanzar ambas: conocimiento y participación son, por tanto, una sola realidad: de la persona al Dios trino a través de la Encarnación del Verbo de Dios.
El Oriente nos ayuda a delinear con gran riqueza de elementos el significado cristiano de la persona humana. Se centra en la Encarnación, que ilumina incluso a la creación. En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se revela la plenitud de la vocación humana: para que el hombre se convirtiera en Dios, el Verbo asumió la humanidad. El hombre, que experimenta continuamente el gusto amargo de su límite y de su pecado, no se abandona a la recriminación o a la angustia, porque sabe que en su interior actúa el poder de la divinidad. La humanidad fue asumida por Cristo sin separación de la naturaleza divina y sin confusión[33], y el hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él vierte la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia.
Pero si esto nos lo ha revelado el Hijo, entonces nos ha sido otorgado acercarnos al misterio del Padre, principio de comunión en el amor. La Trinidad santísima se nos presenta entonces como una comunidad de amor: conocer a ese Dios significa sentir la urgencia de que hable al mundo, de que se comunique; y la historia de la salvación no es más que la historia del amor de Dios a la criatura que ha amado y elegido, queriéndola «según el icono del icono» —como se expresa la intuición de los Padres orientales[34]—, es decir, creada a imagen de la Imagen, que es el Hijo, llevada a la comunión perfecta por el santificador, el Espíritu de amor. E incluso cuando el hombre peca, este Dios lo busca y lo ama, para que la relación no se rompa y el amor siga existiendo. Y lo ama en el misterio del Hijo, que se deja matar en la cruz por un mundo que no lo reconoció, pero es resucitado por el Padre, como garantía perenne de que nadie puede matar el amor, porque cualquiera que sea partícipe de ese amor está tocado por la Gloria de Dios: este hombre transformado por el amor es el que los discípulos contemplaron en el Tabor, el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser.
Un silencio que adora
16. Ahora bien, este misterio continuamente se vela, se cubre de silencio[35], para evitar que, en lugar de Dios, construyamos un ídolo. Sólo en una purificación progresiva del conocimiento de comunión, el hombre y Dios se encontrarán y reconocerán en el abrazo eterno su connaturalidad de amor, nunca destruida.
Nace así lo que se suele llamar el apofatismo del Oriente cristiano: cuanto más crece el hombre en el conocimiento de Dios, tanto más lo percibe como misterio inaccesible, inaferrable en su esencia. Eso no se ha de confundir con un misticismo oscuro, donde el hombre se pierde en enigmáticas realidades impersonales. Más aún, los cristianos de Oriente se dirigen a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, personas vivas, tiernamente presentes, a las que expresan una doxología litúrgica solemne y humilde, majestuosa y sencilla. Sin embargo, perciben que a esta presencia nos acercamos sobre todo dejándonos educar en un silencio adorante, porque en el culmen del conocimiento y de la experiencia de Dios está su absoluta trascendencia. A ello se llega, más que a través de una meditación sistemática, mediante la asimilación orante de la Escritura y de la Liturgia.
En esta humilde aceptación del límite creatural frente a la infinita trascendencia de un Dios que no cesa de revelarse como el Dios-Amor, Padre de nuestro Señor Jesucristo, en el gozo del Espíritu Santo, veo expresada la actitud de la oración y el método teológico que el Oriente prefiere y sigue ofreciendo a todos los creyentes en Cristo.
Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cfr. Ex 34, 33) y para que nuestras asambleas sepan hacer espacio a la presencia de Dios, evitando celebrarse a sí mismas; la predicación, para que no se engañe pensando que basta multiplicar las palabras para atraer hacia la experiencia de Dios; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón. De ese silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se convierte en demanda de significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra.
II
DEL CONOCIMIENTO AL ENCUENTRO
17. Han transcurrido treinta años desde que los Obispos de la Iglesia católica, reunidos en Concilio con la presencia de no pocos hermanos de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, escucharon la voz del Espíritu que iluminaba verdades profundas sobre la naturaleza de la Iglesia, manifestando así que todos los creyentes en Cristo se encontraban mucho más cercanos de lo que se pudiera pensar, todos en camino hacia el único Señor, todos sostenidos y apoyados por su gracia. De aquí brotaba una invitación cada vez más apremiante a la unidad.
Desde entonces se ha avanzado mucho en el conocimiento recíproco. Este conocimiento ha intensificado la estima y nos ha permitido a menudo orar juntos al único Señor y también los unos por los otros, en un camino de caridad que ya es peregrinación de unidad.
Después de los importantes pasos dados por el Papa Pablo VI, he querido que se prosiguiera por el camino del conocimiento recíproco en la caridad. Puedo atestiguar la alegría profunda que ha suscitado en mí el encuentro fraterno con tantos líderes y representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales en estos años. Juntos hemos compartido preocupaciones y expectativas, juntos hemos invocado la unión entre nuestras Iglesias y la paz para el mundo. Juntos nos hemos sentido más responsables del bien común, no sólo de forma individual sino también en nombre de los cristianos de quienes el Señor nos ha hecho pastores. A veces, a esta Sede de Roma han llegado los apremiantes llamamientos de otras Iglesias, amenazadas o heridas por la violencia y el atropello. A todas ha tratado de abrirles su corazón. En favor suyo, en cuanto ha sido posible, se ha elevado la voz del Obispo de Roma, para que los hombres de buena voluntad escucharan el grito de nuestros hermanos que sufrían.
«Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su pueblo. A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, "a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes"[36], ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo. Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente. Es necesario hacer propósito de enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo»[37].
El pecado de nuestra división es gravísimo: siento la necesidad de que crezca nuestra disponibilidad común al Espíritu que nos llama a la conversión, a aceptar y reconocer al otro con respeto fraterno, a realizar nuevos gestos valientes, capaces de vencer toda tentación de repliegue. Sentimos la necesidad de ir más allá del grado de comunión que hemos logrado.
18. Cada día se hace más intenso en mí el deseo de volver a recorrer la historia de las Iglesias, para escribir finalmente una historia de nuestra unidad, y remontarnos así al tiempo en que, inmediatamente después de la muerte y de la resurrección del Señor Jesús, el Evangelio se difundió en las culturas más diversas, y comenzó un intercambio fecundísimo, que aún hoy siguen testimoniando las liturgias de las Iglesias. A pesar de que no faltaron dificultades y contrastes, las Cartas de los Apóstoles (cfr. 2 Co 9, 11-14) y de los Padres[38] muestran vínculos estrechísimos, fraternos, entre las Iglesias, en una plena comunión de fe dentro del respeto de sus especificidades e identidades respectivas. La común experiencia del martirio y la meditación de las actas de los mártires de cada Iglesia, la participación en la doctrina de tantos santos maestros de la fe, en una profunda circulación y participación, refuerzan este admirable sentimiento de unidad[39]. El desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no impedía que, mediante relaciones recíprocas, los cristianos pudieran seguir sintiendo la certeza de que en cualquier Iglesia se podían sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza del único Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucaristía, corazón y modelo para la comunidad no sólo por lo que atañe a la espiritualidad o a la vida moral, sino también para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Apóstoles[40]. Los primeros concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad[41].
Y también cuando se afianzaron ciertas incomprensiones dogmáticas —amplificadas frecuentemente por influjo de factores políticos y culturales— que ya llevaban a dolorosas consecuencias en las relaciones entre las Iglesias, permaneció vivo el compromiso de invocar y promover la unidad de la Iglesia. En los primeros contactos del diálogo ecuménico el Espíritu Santo nos permitió afianzarnos en la fe común, continuación perfecta del kerygma apostólico, y de esto damos gracias a Dios con todo el corazón[42]. Y aunque lentamente, ya en los primeros siglos de la era cristiana, fueron surgiendo contrastes dentro del cuerpo de la Iglesia, no podemos olvidar que durante todo el primer milenio perduró, a pesar de las dificultades, la unidad entre Roma y Constantinopla. Hemos visto cada vez con mayor claridad que lo que desgarró el tejido de la unidad no fue tanto un episodio histórico o una simple cuestión de preeminencia, cuanto un progresivo alejamiento, que hace que la diversidad ajena ya no se perciba como riqueza común, sino como incompatibilidad. A pesar de que en el segundo milenio se produce un endurecimiento en la polémica y en la división, a medida que aumenta la ignorancia recíproca y el prejuicio, se siguen celebrando encuentros constructivos entre jefes de Iglesias deseosos de intensificar las relaciones y de favorecer los intercambios, así como no disminuye la obra santa de hombres y mujeres que, reconociendo que la contraposición es un pecado grave y estando enamorados de la unidad y de la caridad, de muchas maneras trataron de promover, con la oración, con el estudio y la reflexión, con el encuentro abierto y cordial, la búsqueda de la comunión[43]. Toda esta obra tan meritoria confluye en la reflexión del concilio Vaticano II y encuentra una especie de emblema en la anulación de las excomuniones recíprocas del año 1054 realizada por el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I[44].
19. El camino de la caridad conoce nuevos momentos de dificultad después de los recientes acontecimientos que han afectado a Europa central y oriental. Hermanos cristianos que habían sufrido juntos la persecución se miran con recelo y temor en el momento en que se abren perspectivas y esperanzas de mayor libertad: ¿No es éste un riesgo, nuevo y grave, de pecado que todos, poniendo el máximo empeño, debemos tratar de vencer, si queremos que pueblos en búsqueda puedan encontrar con más facilidad al Dios del amor, en vez de quedar de nuevo escandalizados por nuestras divisiones y contrastes? Cuando, con ocasión del Viernes Santo de 1994, Su Santidad el Patriarca de Constantinopla Bartolomé I regaló a la Iglesia de Roma su meditación sobre el «Vía Crucis», quise recordar esta comunión en la reciente experiencia del martirio: «Nos encontramos unidos en estos mártires entre Roma, la "Colina de las cruces" y las islas Solovki y tantos otros campos de exterminio. Estamos unidos por el telón de fondo de los mártires. No podemos menos de estar unidos»[45].
Así pues, es urgente que se tome conciencia de esta gravísima responsabilidad: hoy podemos cooperar para el anuncio del Reino o convertirnos en causantes de nuevas divisiones. Que el Señor abra nuestros corazones, convierta nuestras mentes y nos inspire acciones concretas, valientes, capaces, si es necesario, de superar los lugares comunes, las fáciles resignaciones o las actitudes de inercia. Si el que quiera ser el primero está llamado a hacerse el servidor de todos, entonces la valentía de esta caridad hará crecer el primado del amor. Pido al Señor que inspire, ante todo a mí mismo y a los Obispos de la Iglesia católica, gestos concretos que sean testimonio de esta certeza interior. Lo exige la naturaleza más profunda de la Iglesia. Cada vez que celebramos la Eucaristía, sacramento de la comunión, encontramos en el Cuerpo y en la Sangre, que compartimos, el sacramento y la llamada a nuestra unidad[46]. ¿Cómo podremos ser plenamente creíbles si nos presentamos divididos ante la Eucaristía, si no somos capaces de vivir la participación en el mismo Señor que debemos anunciar al mundo? Frente a la recíproca exclusión de la Eucaristía sentimos nuestra pobreza y la exigencia de realizar todos los esfuerzos posibles para que llegue el día en que compartamos el mismo pan y el mismo cáliz[47]. Entonces, la Eucaristía volverá a ser plenamente percibida como profecía del Reino y resonarán de nuevo con plena verdad estas palabras tomadas de una antiquísima plegaria eucarística: «Como este pan partido estaba esparcido por las colinas y, reunido, llegó a ser una sola cosa, así tu Iglesia se congregue desde los confines de la tierra en tu reino»[48].
Experiencias de unidad
20. Algunos aniversarios de especial significado nos impulsan a dirigir nuestro pensamiento, con afecto y reverencia, a las Iglesias orientales. Ante todo, como ya hemos dicho, el centenario de la Carta apostólica «Orientalium Dignitas». Desde entonces comenzó un camino que ha llevado, entre otras cosas, en 1917, a la creación de la Congregación para las Iglesias Orientales[49] y a la institución del Pontificio Instituto Oriental[50] por obra del Papa Benedicto XV. Más tarde, el 5 de junio de 1960, Juan XXIII instituyó el Secretariado para la Unión de los Cristianos[51]. En tiempos recientes, el 18 de octubre de 1990, promulgué el Código de Cánones de las Iglesias Orientales[52], para que fuera conservada y promovida la especificidad del patrimonio oriental.
Estos son los signos de una actitud que la Iglesia de Roma ha sentido siempre como parte integrante del mandato que confió Jesucristo al apóstol Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe y en la unidad (cfr. Lc 22, 32). Los intentos del pasado tenían sus límites, a causa de la mentalidad de los tiempos y de la misma comprensión de las verdades sobre la Iglesia. Pero quisiera aquí reafirmar que este compromiso lleva en su raíz la convicción de que Pedro (cfr. Mt 16, 17-19) desea ponerse al servicio de una Iglesia unida en la caridad. «La tarea de Pedro es la de buscar constantemente las vías que sirvan al mantenimiento de la unidad. No debe crear obstáculos, sino buscar soluciones. Lo cual no está en contradicción con la tarea que le ha confiado Cristo de "confirmar a los hermanos en la fe" (cfr. Lc 22, 32). Por otra parte, es significativo que Cristo haya pronunciado estas palabras cuando el Apóstol iba a renegar de él. Era como si el Maestro mismo hubiese querido decirle: "Acuérdate de que eres débil, de que también tú tienes necesidad de una incesante conversión. Podrás confirmar a los otros en la medida en que tengas conciencia de tu debilidad. Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvación del hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando". Es necesario, siempre, "veritatem facere in caritate" —hacer la verdad en la caridad— (cfr. Ef 4, 15)»[53]. Hoy sabemos que la unidad puede ser realizada por el amor de Dios sólo si las Iglesias lo quieren juntas, dentro del pleno respeto de sus propias tradiciones y de la necesaria autonomía. Sabemos que esto sólo puede llevarse a cabo a partir del amor de Iglesias que se sienten llamadas a manifestar cada vez más la única Iglesia de Cristo, nacida de un solo bautismo y de una sola Eucaristía, y que quieren ser hermanas[54]. Como dije en otra ocasión, «la Iglesia de Cristo es una sola. Si existen divisiones, se deben superar, pero la Iglesia es una sola. La Iglesia de Cristo de Oriente y de Occidente no puede menos de ser una; una y unida»[55].
Desde luego, a una persona de nuestro tiempo le da la impresión de que una verdadera unión era posible sólo en el pleno respeto de la dignidad de los demás, sin tener presente que el conjunto de los usos y costumbres de la Iglesia latina fuese más completo o más adecuado para mostrar la plenitud de la recta doctrina; y también que esa unión debía ir precedida por una conciencia de comunión que implicara a toda la Iglesia y no se limitara a un acuerdo entre los líderes. Hoy, como se ha afirmado en repetidas ocasiones, somos conscientes de que la unidad se realizará como el Señor quiera y cuando él quiera, y de que exigirá la aportación de la sensibilidad y la creatividad del amor, tal vez incluso yendo más allá de las formas ya experimentadas en el pasado[56].
21. Las Iglesias orientales que han llegado a la plena comunión con esta Iglesia de Roma quisieron ser una manifestación de esa solicitud, expresada según el grado de maduración de la conciencia eclesial en ese tiempo[57]. Al entrar en la comunión católica, de ninguna manera deseaban renegar de la fidelidad a su tradición, que han testimoniado a lo largo de los siglos con heroísmo y a menudo pagándola con sangre. Y aunque, a veces, en sus relaciones con las Iglesias ortodoxas, se han producido malentendidos y claros contrastes, todos sabemos que hemos de invocar incesantemente la divina misericordia y un corazón nuevo, capaz de reconciliación, por encima de cualquier agravio sufrido o provocado.
En varias ocasiones se ha reafirmado que la unión plena de las Iglesias orientales católicas con la Iglesia de Roma, ya realizada, no debe implicar que ellas sufran una disminución en la conciencia de su propia autenticidad y originalidad[58]. Y, en caso de que se hubiera producido, el Concilio Vaticano II las ha invitado a redescubrir plenamente su identidad, dado que «gozan del derecho y tienen el deber de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares, por estar recomendadas por su venerable antigüedad, ser más adecuadas a las costumbres de los fieles y parecer más aptas para procurar el bien de las almas»[59]. Estas Iglesias sufren en carne propia una dramática laceración porque no pueden llegar aún a una total comunión con las Iglesias orientales ortodoxas, con las que comparten el patrimonio de sus padres. Una conversión constante y común es indispensable para que avancen de forma resuelta y ágil hacia la comprensión recíproca. Y también necesita conversión la Iglesia latina, para que respete y valore plenamente la dignidad de los Orientales y acoja con gratitud los tesoros espirituales de los que son portadoras las Iglesias orientales católicas en beneficio de toda la comunión católica[60]; para que muestre concretamente, mucho más que en el pasado, cuánto estima y admira al Oriente cristiano y cuán esencial considera su aportación a fin de que se viva plenamente la universalidad de la Iglesia.
Encontrarse, conocerse y trabajar juntos
22. Tengo un vivo deseo de que las palabras que San Pablo dirigía desde Oriente a los fieles de la Iglesia de Roma resuenen hoy en boca de los cristianos de Occidente con respecto a sus hermanos de las Iglesias orientales: «Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo, por todos vosotros, pues vuestra fe es alabada en todo el mundo» (Rm 1, 8). E, inmediatamente después, el Apóstol de los gentiles declaraba con entusiasmo su propósito: «Ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rm 1, 11-12). Esas palabras describen de forma admirable la dinámica del encuentro: el conocimiento de los tesoros de fe ajenos —que acabo de esbozar— produce espontáneamente el estímulo para un encuentro nuevo y más íntimo entre hermanos, que constituya un verdadero y sincero intercambio recíproco. Es un estímulo que el Espíritu suscita constantemente en la Iglesia y que se hace más insistente precisamente en los momentos de mayor dificultad.
23. Por otra parte, soy consciente de que en este momento algunas tensiones entre la Iglesia de Roma y algunas Iglesias de Oriente hacen más difícil el camino de la estima recíproca con vistas a la comunión. Muchas veces esta Sede de Roma ha procurado ofrecer directrices que favorezcan el camino común de todas las Iglesia en un momento tan importante para la vida del mundo, sobre todo en la Europa oriental, donde acontecimientos históricos dramáticos han impedido frecuentemente a las Iglesias orientales, en tiempos recientes, realizar con plenitud el mandato de la evangelización, a pesar de que sentían su urgencia[61]. Hoy, las situaciones de mayor libertad les ofrecen nuevas oportunidades, aunque los medios de que disponen son limitados a causa de las dificultades de los Países donde actúan. Deseo afirmar con firmeza que las comunidades de Occidente están dispuestas a favorecer en todo —y no pocas ya actúan en ese sentido— la intensificación de este ministerio de diaconía, aprovechando la experiencia adquirida en años de más libre ejercicio de la caridad. ¡Ay de nosotros si la abundancia de uno fuese causa de la humillación de otro, o de estériles y escandalosas competiciones! Por su parte, las comunidades de Occidente han de sentir ante todo el deber de compartir, donde sea posible, proyectos de servicio con los hermanos de las Iglesias de Oriente o de contribuir a la realización de cuanto ellas emprenden al servicio de sus pueblos y, en cualquier caso, nunca han de ostentar, en los territorios de presencia común, una actitud que pueda parecer irrespetuosa con respecto a los intensos esfuerzos que las Iglesias de Oriente desean realizar, con tanto mayor mérito cuanto más precaria es la propia disponibilidad.
Mostrar gestos de caridad común, una hacia la otra y juntas hacia los hombres que se encuentran en necesidad, será un acto de elocuencia inmediata. Evitar esto o incluso testimoniar lo contrario inducirá a cuantos nos observan a creer que todo esfuerzo de acercamiento entre las Iglesias en la caridad es sólo afirmación abstracta, sin convicción y sin realización concreta.
Considero fundamental el llamado del Señor a esforzarnos, con sumo empeño, para que todos los creyentes en Cristo testimonien unidos la propia fe, sobre todo en los territorios donde es más consistente la convivencia entre hijos de la Iglesia católica —latinos y orientales— e hijos de las Iglesias ortodoxas. Después del martirio común padecido por Cristo bajo la opresión de los regímenes ateos, ha llegado el momento de sufrir, si fuese necesario, para no dejar de dar nunca el testimonio de la caridad entre cristianos, porque, aunque entregáramos nuestro cuerpo a las llamas, pero no tuviéramos caridad, nada nos aprovecharía (cfr. 1 Co 13, 3). Debemos orar intensamente para que el Señor conmueva nuestras mentes y nuestros corazones y nos conceda la paciencia y la mansedumbre.
24. Creo que una manera importante de crecer en la comprensión recíproca y en la unidad consiste precisamente en mejorar nuestro conocimiento recíproco. Los hijos de la Iglesia católica ya conocen los caminos que la Santa Sede ha señalado para que puedan alcanzar ese objetivo: conocer la liturgia de las Iglesias de Oriente[62]; profundizar el conocimiento de las tradiciones espirituales de los Padres y de los Doctores del Oriente cristiano[63]; tomar ejemplo de las Iglesias de Oriente para la inculturación del mensaje del Evangelio; combatir las tensiones entre Latinos y Orientales e impulsar el diálogo entre Católicos y Ortodoxos; formar en instituciones especializadas para el Oriente cristiano a teólogos, liturgistas, historiadores y canonistas que puedan difundir, a su vez, el conocimiento de las Iglesias de Oriente; ofrecer en los seminarios y en las facultades teológicas una enseñanza adecuada sobre esas materias, sobre todo para los futuros sacerdotes[64]. Son directrices siempre muy válidas, en las que deseo insistir con particular fuerza.
25. Además del conocimiento, considero muy importante mantener contactos recíprocos. Al respecto, expreso mi deseo de que realicen una labor particular los monasterios, precisamente por el papel tan especial que desempeña la vida monástica dentro de las Iglesias y por los muchos puntos que unen la experiencia monástica, y, en consecuencia, la sensibilidad espiritual, en Oriente y en Occidente. Otra forma de encuentro consiste en acoger a profesores y alumnos ortodoxos en las Universidades Pontificias y en otras instituciones académicas católicas. Seguiremos haciendo todo lo posible para que esa acogida pueda asumir proporciones mayores. Que Dios bendiga también el nacimiento y el desarrollo de lugares destinados precisamente a la hospitalidad de nuestros hermanos de Oriente, también en esta ciudad de Roma, que conserva el recuerdo vivo y común de los corifeos de los Apóstoles y de tantos mártires.
Es importante que las iniciativas de encuentro y de intercambio impliquen a las comunidades eclesiales en el modo y en las formas más amplias: sabemos, por ejemplo, cuán positivas pueden resultar algunas iniciativas de contacto entre parroquias, como «hermanadas» para un recíproco enriquecimiento cultural y espiritual, también en el ejercicio de la caridad.
Considero muy positivas las iniciativas de peregrinaciones comunes a los lugares donde la santidad se ha manifestado de modo especial, en el recuerdo de hombres y mujeres que en todo tiempo han enriquecido a la Iglesia con el sacrificio de su vida. En esta dirección sería muy significativo llegar a un reconocimiento común de la santidad de los cristianos que en los últimos decenios, especialmente en los países del Este europeo, han derramado su sangre por la única fe en Cristo.
26. Un pensamiento particular va también a los territorios de la diáspora, donde viven, en un ámbito de mayoría latina, muchos fieles de las Iglesias orientales que han abandonado sus tierras de origen. Estos lugares, donde es más fácil el contacto sereno en el seno de una sociedad pluralista, podrían ser el ambiente ideal para mejorar e intensificar la colaboración entre las Iglesias en la formación de los futuros sacerdotes, en los proyectos pastorales y caritativos, también en beneficio de las tierras de origen de los Orientales.
A los Ordinarios latinos de esos Países recomiendo, de modo especial, el estudio atento, la plena comprensión y la fiel aplicación de los principios enunciados por esta Sede acerca de la colaboración ecuménica[65] y de la atención pastoral a los fieles de las Iglesias orientales católicas, sobre todo cuando se hallan privados de Jerarquía propia.
Invito a los Jerarcas y al clero oriental católico a colaborar estrechamente con los Ordinarios latinos en una pastoral eficaz que no sea fragmentaria, sobre todo cuando su jurisdicción se extienda sobre territorios muy vastos donde la ausencia de colaboración significa, efectivamente, el aislamiento. Los Jerarcas orientales católicos no deben dejar de usar ningún medio que sirva para favorecer un clima de fraternidad, de estima sincera y recíproca, y de colaboración con sus hermanos de las Iglesias a las que no nos une todavía una comunión plena, en particular hacia los que pertenecen a la misma tradición eclesial.
En los lugares de Occidente donde no existan sacerdotes orientales para asistir a los fieles de las Iglesias orientales católicas, los Ordinarios latinos y sus colaboradores procuren que crezca en esos fieles la conciencia y el conocimiento de su propia tradición, e invítenlos a cooperar activamente, con su aportación específica, al crecimiento de la comunidad cristiana.
27. Con respecto al monaquismo, teniendo en cuenta su importancia en el cristianismo de Oriente, deseamos que vuelva a florecer en las Iglesias orientales católicas y se apoye a los que se sientan llamados a llevar a cabo ese afianzamiento[66]. En efecto, existe un vínculo intrínseco entre la oración litúrgica, la tradición espiritual y la vida monástica en Oriente. Precisamente por esto, también para ellos una reanudación bien formada y motivada de la vida monástica podría significar un verdadero florecimiento eclesial. Y no se ha de pensar que eso implique una disminución de la eficacia del ministerio pastoral; por el contrario, esa eficacia quedará fortalecida por una espiritualidad tan robusta y recuperará de esa manera su colocación ideal. Ese deseo se refiere también a los territorios de la diáspora oriental, donde la presencia de monasterios orientales daría mayor solidez a las Iglesias orientales en esos Países, prestando, además, una valiosa aportación a la vida religiosa de los cristianos de Occidente.
Caminar juntos hacia el «Orientale Lumen»
28. Al concluir esta Carta, mi pensamiento va a nuestros amados hermanos los Patriarcas, los Obispos, los Sacerdotes y los Diáconos, los Monjes y las Monjas, los hombres y las mujeres de las Iglesias de Oriente.
En el umbral del tercer milenio todos sentimos que llega a nuestras Sedes el grito de los hombres, oprimidos por el peso de amenazas graves y, sin embargo, tal vez incluso sin darse cuenta, deseosos de conocer la historia de amor querida por Dios. Esos hombres sientes que un rayo de luz, si es acogido, puede aún disipar las tinieblas del horizonte de la ternura del Padre.
María, «Madre del astro que nunca se pone»[67], «aurora del místico día»[68], «oriente del Sol de gloria»[69], nos señala el Orientale Lumen.
De Oriente surge nuevamente cada día el sol de la esperanza, la luz que devuelve al género humano su existencia. De Oriente, según una hermosa imagen, regresará nuestro Salvador (cfr. Mt 24, 27).
Los hombres y las mujeres de Oriente son para nosotros signo del Señor que vuelve. No podemos olvidarlos, no sólo porque los amamos como hermanos y hermanas, redimidos por el mismo Señor, sino también porque la nostalgia santa de los siglos vividos en la plena comunión de la fe y de la caridad nos apremia, nos grita nuestros pecados, nuestras incomprensiones recíprocas: hemos privado al mundo de un testimonio común que, tal vez, hubiera podido evitar tantos dramas e, incluso, cambiar el sentido de la historia.
Sentimos con dolor el hecho de no poder aún participar en la misma Eucaristía. Ahora que el milenio está a punto de concluirse y nuestra mirada se dirige totalmente al Sol que surge, los encontramos con gratitud en el recorrido de nuestra mirada y de nuestro corazón.
El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue resonando con fuerza, solamente debilitada por nuestra separación: Cristo grita, pero el hombre no logra oír bien su voz porque nosotros no logramos transmitir palabras unánimes. Escuchemos juntos la invocación de los hombres que quieren oír entera la Palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas. Nuestras palabras se unirán para siempre en la Jerusalén del cielo, pero invocamos y queremos que ese encuentro se anticipe en la santa Iglesia que aún camina hacia la plenitud del Reino.
Quiera Dios acortar el tiempo y el espacio. Que pronto, muy pronto, Cristo, el Orientale Lumen, nos conceda descubrir que en realidad, a pesar de tantos siglos de lejanía, nos encontrábamos muy cerca, porque, tal vez sin saberlo, caminábamos juntos hacia el único Señor y, por tanto, los unos hacia los otros.
Que el hombre del tercer milenio pueda gozar de este descubrimiento, logrado finalmente por una palabra concorde y, en consecuencia, plenamente creíble, proclamada por hermanos que se aman y se agradecen las riquezas que recíprocamente se donan. Y así nos presentaremos ante Dios con las manos puras de la reconciliación y los hombres del mundo tendrán otra sólida razón para creer y para esperar.
Con estos deseos, imparto a todos mi Bendición.
Vaticano, 2 de mayo, memoria de San Atanasio, Obispo y Doctor de la Iglesia, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
[1] Cfr. Leonis XIII Acta, 14 (1894), 358-370. El Pontífice recuerda la estima y la ayuda concreta que la Santa Sede ha mostrado a las Iglesias Orientales y su deseo de conservar sus elementos específicos; además Carta Apostólica Praeclara gratulationis (20 de junio de 1894), l.c., 195-214; Carta Encíclica Christi nomen (24 de diciembre de 1894), l.c., 405-409.
[2] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre las Iglesias orientales católicas Orientalium Ecclesiarum, 1; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17.
[3] San Agustín, al respecto, observa: "¿Desde dónde comenzó a extenderse la Iglesia? Desde Jerusalén", In Epistulam Ioannis, II, 2: PL 35, 1990.
[4] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14.
[5] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 4.
[6] Cfr. Carta ap. Egregiae virtutis (31 de diciembre de 1980): AAS 73 (1981), 258-262; Carta enc. Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), nn. 12-14: AAS 77 (1985), 792-796.
[7] Discurso después del Vía crucis del Viernes Santo (1 de abril de 1994): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 1994, p. 3.
[8] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14-18.
[9] Discurso al Consistorio extraordinario (13 de junio de 1994), n. 11: cfr. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1994, p. 8.
[10] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17.
([11] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.
[12] Cfr. San Ireneo, Contra las herejías V, 36, 2: SCh 153/2, 461; San Basilio, Tratado sobre el Espíritu Santo, XV, 36: PG 32, 132; XVII, 43: l.c., 148; XVIII, 47; l.c., 153.
[13] Cfr. San Gregorio de Nisa, Discurso catequético XXXVII: PG 45, 97.
[14] Cfr. Contra las herejías III, 10, 2: SCh 211/2, 121; III, 18, 7: l.c., 365; III, 19, 1: l.c., 375; IV, 20, 4: SCh 100/2, 635; IV, 33, 4: l.c., 811; V, Pref., SCh 153/2, 15.
[15] Injertados en Cristo, "los hombres se convierten en dioses e hijos de Dios, ... el polvo es elevado a tal grado de gloria que prácticamente es igual en honor y deidad a la naturaleza divina", Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, I: PG 150, 505.
[16] Cfr. San Juan Damasceno, Sobre las imágenes, I, 19: PG 94, 1.249.
[17] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 31-34: AAS 79 (1987), 402-406; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.
[18] Cfr. San Ireneo, Contra las herejías, II, 28, 3-6: SCh 294, 274-284; San Gregorio de Nisa, Vida de Moisés: PG 44, 377; San Gregorio Nacianceno, Sobre la santa Pascua, or. XLV, 3s: PG 36, 625-630.
[19] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.
[20] N. 9: AAS 77 (1985), 789-790.
[21] Ibíd., n. 11: l.c., 791.
[22] Ibíd., n. 21: l.c., 802-803.
[23] "Divina eloquia cum legente crescunt": San Gregorio Magno, In Ezechiel, I, VII, 8: PL 76, 843.
[24] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8.
[25] Cfr. Comisión Teológica Internacional, Interpretationis problema (octubre de 1989), II, 1-2: Enchiridion Vaticanum 11, pp. 1.717-1.719.
[26] Ha sido grande el influjo ejercido en Occidente por la Vida de Antonio, escrita por San Atanasio: PG 26,835-977. La recuerda, entre otros, San Agustín en sus Confesiones, VIII, 6: CSEL 33, 181-182. Las traducciones de obras de los Padres orientales, entre las que se encuentran las Reglas de San Basilio: PG 31,889-1.305, la Historia de los monjes de Egipto: PG 65,441-456 y los Apotegmas de los Padres del desierto: PG 65,72-440 marcaron el monaquismo en Occidente. Cfr. Guillermo de Saint-Thierry Epistula ad Fratres de Monte Dei, SCh 223, 130-384.
[27] Cfr., por ejemplo, San Basilio, Regla breve: PG 31, 1.079-1.305; San Juan Crisóstomo, Sobre la compunción, PG 47, 391-422; Homilías sobre Mateo, hom. XV, 3: PG 57, 225-228; San Gregorio de Nisa, Sobre las bienaventuranzas, hom. 3: PG 44, 1.219-1.232.
[28] Cfr. Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, IV: PG 150, 584-585; Cirilo de Alejandría, Tratado sobre Juan, 11: PG 74, 561; ibíd., 12, l.c., 564; San Juan Crisóstomo, Homilías sobre Mateo, hom. LXXXII, 5: PG 58, 743-744.
[29] Cfr. San Gregorio Nacianceno, Discurso XXXIX: PG 36.335-360.
[30] Cfr. Clemente de Alejandría, El Pedagogo, III, 1, 1: SCh 158, 12.
[31] Son significativas, por ejemplo, las experiencias de Antonio. Cfr. San Atanasio, Vida de Antonio, 15: PG 26,865; de San Pacomio, Les Vies coptes de saint Pakhôme et ses successeures, ed. L. Th. Lefort, Louvain 1943, p. 3; y el testimonio de Evagrio Pontico, Praktikos, 100: SCh 171, 710.
[32] Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los religiosos y religiosas (2 de febrero de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1.111.
[33] Cfr. Symbolum chalcedonense, DS 301-302.
[34] Cfr. San Ireneo, Contra las herejías V, 16, 2: SCh 153/2, 217; IV, 33, 4: SCh 100/2, 811; San Atanasio, Contra los gentiles, 2-3 y 34: PG 25, 5-8 y 68-69; La Encarnación del Verbo, 12-13: SCh 18, 228-231.
[35] El silencio ("hesychia") es un componente esencial de la espiritualidad monástica oriental. Cfr. Vita e detti dei Padri del Deserto: PG 65, 72-456; Evagrio Pontico, Las bases de la vida monástica: PG 40, 1.252-1.264.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 3.
[37] Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 34: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de noviembre de 1994, p. 11.
[38] Cfr. San Clemente Romano, Carta a los Corintios: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 60-144; San Ignacio de Antioquía, Cartas, l.c., 172-252; San Policarpo, Carta a los Filipenses, l.c., 266-282.
[39] Cfr. San Ireneo, Contra las herejías I, 10, 2: SCh 264/2, 158-160.
[40] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 26; Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, 41; Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 15.
[41] Cfr. Juan Pablo II, Carta A Concilio Constantinopolitano (25 de marzo 1981), I, 2: AAS 73 (1981), 515; Carta ap. Duodecimum saeculum (4 de diciembre de 1987), 2 y 4: AAS 80 (1988), 242.243-244.
[42] Cfr. Juan Pablo II, Homilía en San Pedro, en presencia de Demetrio I, Arzobispo de Constantinopla y Patriarca Ecuménico (6 de diciembre de 1987), 3: AAS 80 (1988), 713-714.
[43] Cfr., por ejemplo, Anselmo de Havelberg, Diálogos: PL 188, 1.139-1.248.
[44] Cfr. Tomos Agapis, Vatican - Phanar (1958-1970), Rome - Istanbul, 1971, pp. 278-295.
[45] Discurso después del Vía crucis del Viernes Santo (1 de abril de 1994): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 1994, p. 3.
[46] Cfr. Misal Romano, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, oración sobre las ofrendas; ibíd., plegaria eucarística III; San Basilio, Anáfora alejandrina, ed. E. Renaudot, Liturgiarum orientalium collectio, I, Francfurt, 1847, p. 68.
[47] Cfr. Pablo VI, Mensaje a los Mequitaristas (8 de septiembre de 1977): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1977, p. 5.
[48] Didaché, IX, 4; Patres Apostolici, ed. F. X. Funk, I, 22.
[49] Cfr. Motu proprio Dei providentis (1 de mayo de 1917): AAS 9 (1917), 529-531.
[50] Cfr. Motu proprio Orientis catholici (15 de octubre de 1917), l.c., 531-533.
[51] Cfr. Motu proprio Superno Dei nutu (5 de junio de 1960), 9: AAS 52 (1960), 435-436.
[52] Cfr. Const. ap. Sacri canones (18 de octubre de 1990): AAS 82 (1990), 1.033-1.044.
[53] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, p. 161.
[54] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 14.
[55] Palabras a los profesores del Pontificio Instituto Oriental (12 de diciembre de 1993): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1993, p. 6.
[56] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre las Iglesias Orientales Católicas Orientalium Ecclesiarum, 30.
[57] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje Magnum Baptismi donum (14 de febrero de 1988), 4: AAS 80 (1988), 991-992.
[58] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre las Iglesias orientales católicas Orientalium Ecclesiarum, 24.
[59] Ibíd., 5.
[60] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 17; Juan Pablo II, Discurso al Consistorio extraordinario (13 de junio de 1994): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1994, p. 6.
[61] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los Obispos del continente europeo (31 de mayo de 1991): AAS 84 (1992), 163-168; además, «Les Principes généraux et Normes pratiques pour coordonner l'évangélisation et l'engagement Oecuménique de l'Église catholique en Russie et dans les autres Pays de la C.E.I.», (publicados por la Pontificia Comisión Pro Russia el 1 de junio de 1992).
[62] Cfr. Congregación para la Educación Católica, Instr. In Ecclesiasticam futurorum (3 de junio de 1979), 48: Enchiridion Vaticanum 6, p. 1.080.
[63] Cfr. Congregación para la Educación Católica, Instr. Inspectis Dierum (10 de noviembre de 1989): AAS 82 (1990), 607-636.
[64] Cfr. Congregación para la Educación Católica, Carta. circ. En égard au développement (6 de enero de 1987), 9-14: cfr. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de noviembre de 1987, p. 18.
[65] Cfr. Pont. Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l'application des principes et des normes sur l'Oecuménisme, V: AAS 85 (1993), 1.096-1.119.
[66] Cfr. Mensaje del Sínodo General Ordinario de los Obispos, VII: "Llamamiento a las Religiosas y Religiosos de las Iglesias Orientales" (27 de octubre de 1994): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de noviembre de 1994, p. 6.
[67] Horologion, Himno Akáthistos a la Santísima Madre de Dios, Ikos 5.
[68] Ibíd.
[69] Horologion, Completas del domingo (Primer tono) en la liturgia bizantina.
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