JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 22 de abril de 1987
Jesucristo, Mesías, y la Sabiduría divina
1. En el Antiguo Testamento se desarrolló y floreció una rica tradición de doctrina sapiencial. En el plano humano, dicha tradición manifiesta la sed del hombre de coordinar los datos de sus experiencias y de sus conocimientos para orientar su vida del modo más provechoso y sabio. Desde este punto de vista, Israel no se aparta de las formas sapienciales presentes en otras culturas de la antigüedad, y elabora una propia sabiduría de vida, que abarca los diversos sectores de la existencia: individual, familiar, social, político.
Ahora bien, esta misma búsqueda sapiencial no se desvinculó nunca de la fe en el Señor, Dios del éxodo; y ello se debió a la convicción que se mantuvo siempre presente en la historia del pueblo elegido, de que sólo en Dios residía la Sabiduría perfecta. Por ello, el “temor del Señor”, es decir, la orientación religiosa y vital hacia Él, fue considerado el “principio”, el “fundamento”, la “escuela” de la verdadera sabiduría (Prov 1, 7; 9, 10; 15, 33).
2. Bajo el influjo de la tradición litúrgica y profética, el tema de la sabiduría se enriquece con una profundización singular, llegando a empapar toda la Revelación. De hecho, tras el exilio se comprende con mayor claridad que la sabiduría humana es un reflejo de la Sabiduría divina, que Dios “derramó sobre todas sus obras, y sobre toda carne, según su liberalidad” (Eclo 1, 9-10). El momento más alto de la donación de la Sabiduría tiene lugar con la revelación al pueblo elegido, al que el Señor hace conocer su palabra (Dt 30, 14). Es más, la Sabiduría divina, conocida en la forma más plena de que el hombre es capaz, es la Revelación misma, la “Tora”, “el libro de la alianza de Dios altísimo” (Eclo 24, 32).
3. La Sabiduría divina aparece en este contexto como el designio misterioso de Dios que está en el origen de la creación y de la salvación. Es la luz que lo ilumina todo, la palabra que revela, la fuerza del amor que une a Dios con su creación y con su pueblo. La Sabiduría divina no se considera una doctrina abstracta, sino una persona que procede de Dios: está cerca de Él “desde el principio” (Prov 8, 23), es su delicia en el momento de la creación del mundo y del hombre, durante la cual se deleita ante él (Prov 8, 22-31).
El texto de Ben Sira recoge este motivo y lo desarrolla, describiendo la Sabiduría divina que encuentra su lugar de “descanso” en Israel y se establece en Sión (Eclo 24, 3-12), indicando de ese modo que la fe del pueblo elegido constituye la vía más sublime para entrar en comunión con el pensamiento y el designio de Dios. El último fruto de esta profundización en el Antiguo Testamento es el libro de la Sabiduría, redactado poco antes del nacimiento de Jesús. En él se define a la Sabiduría divina como “hálito del poder de Dios, resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad”, fuente de a amistad divina y de la misma profecía” (Sab 7, 25-27).
4. A este nivel de símbolo personalizado del designio divino, la Sabiduría es una figura con la que se presenta la intimidad de la comunión con Dios y la exigencia de una respuesta personal de amor. La Sabiduría aparece por ello como la esposa (Prov 4, 6-9), la compañera de la vida (Prov 6, 22; 7, 4). Con las motivaciones profundas del amor, la Sabiduría invita al hombre a la comunión con ella y, en consecuencia, a la comunión con el Dios vivo. Esta comunión se describe con la imagen litúrgica del banquete: “Venid y comed mi pan y bebed mi vino que he mezclado” (Prov 9, 5): una imagen que la apocalíptica volverá a tomar para expresar la comunión eterna con Dios, cuando Él mismo elimine la muerte para siempre (Is 25, 6-7).
5. A la luz de esta tradición sapiencial podemos comprender mejor el misterio de Jesús Mesías. Ya un texto profético del libro de Isaías habla del espíritu del Señor que se posará sobre el Rey-Mesías y caracteriza ese Espíritu ante todo como “Espíritu de sabiduría y de inteligencia” y luego como “Espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé” (Is 11, 2).
En el Nuevo Testamento son varios los textos que presentan a Jesús lleno de la Sabiduría divina. El Evangelio de la infancia según San Lucas insinúa el rico significado de la presencia de Jesús entre los doctores del templo, donde “cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia” (Lc 2, 47), y resume la vida oculta en Nazaret con las conocidas palabras: “Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).
Durante los años del ministerio de Jesús, su doctrina suscitaba sorpresa y admiración: “Y la muchedumbre que le oía se maravillaba diciendo: “¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?” (Mc 6, 2).
Esta Sabiduría, que procedía de Dios, confería a Jesús un prestigio especial: “Porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como sus doctores” (Mt 7, 29); por ello se presenta como quien es “más que Salomón” (Mt 12, 42). Puesto que Salomón es la figura ideal de quien ha recibido la Sabiduría divina, se concluye que en esas palabras Jesús aparece explícitamente como la verdadera Sabiduría revelada a los hombres.
6. Esta identificación de Jesús con la Sabiduría a afirma el Apóstol Pablo con profundidad singular. Cristo, escribe Pablo, “ha venido a ser para nosotros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1, 30). Es más, Jesús es la “sabiduría que no es de este siglo... predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (1 Cor 2, 6-7). La “Sabiduría de Dios” es identificada con el Señor de la gloria que ha sido crucificado. En la cruz y en la resurrección de Jesús se revela, pues, en todo su esplendor, el designio misericordioso de Dios, que ama y perdona al hombre hasta el punto de convertirlo en criatura nueva. La Sagrada Escritura haba además de otra sabiduría que no viene de Dios, la “sabiduría de este siglo”, la orientación del hombre que se niega a abrirse al misterio de Dios, que pretende ser el artífice de su propia salvación. A sus ojos la cruz aparece como una locura o una debilidad; pero quien tiene fe en Jesús, Mesías y Señor, percibe con el Apóstol que “la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres” (1 Cor 1, 25).
7. A Cristo se le contempla cada vez con mayor profundidad como la verdadera “Sabiduría de Dios”. Así, refiriéndose claramente al lenguaje de los libros sapienciales, se le proclama “imagen del Dios invisible”, “primogénito de toda criatura”, Aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas y en el cual subsisten todas las cosas (cf. Col 1, 15-17); Él, en cuanto Hijo de Dios, es “irradiación de su gloria e impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas” (Heb 1, 3).
La fe en Jesús, Sabiduría de Dios, conduce a un “conocimiento pleno” de la voluntad divina, “con toda sabiduría e inteligencia espiritual”, y hace posible comportarse “de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el comportamiento de Dios” (Col 1, 9-10).
8. Por su parte, el Evangelista Juan, evocando la Sabiduría descrita en su intimidad con Dios, habla del Verbo que estaba en el principio, junto a Dios, y confiesa que “el Verbo era Dios” (Jn 1, 1). La Sabiduría, que el Antiguo Testamento había llegado a equiparar a la Palabra de Dios, es identificada ahora con Jesús, el Verbo que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Como la Sabiduría, también Jesús, Verbo de Dios, invita al banquete de su palabra y de su cuerpo, porque Él es “el pan de vida” (Jn 6, 48), da el agua viva del Espíritu (Jn 4, 10; 7, 37-39), tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). En todo esto, Jesús es verdaderamente “más que Salomón”, porque no sólo realiza de forma plena la misión de la Sabiduría, es decir, manifestar y comunicar el camino, la verdad y la vida, sino que Él mismo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), es la revelación suprema de Dios en el misterio de su paternidad (Jn 1, 18; 17, 6).
9. Esta fe en Jesús, revelador del Padre, constituye el aspecto más sublime y consolador de la Buena Nueva. Este es precisamente el testimonio que nos llega de las primeras comunidades cristianas, en las cuales continuaba resonando el himno de alabanza que Jesús había elevado al Padre, bendiciéndolo porque en su beneplácito había revelado “estas cosas” a los pequeños.
La Iglesia ha crecido a través de los siglos con esta fe: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). En definitiva, revelándonos al Hijo mediante el Espíritu, Dios nos manifiesta su designio, su sabiduría, la riqueza de su gracia “que derramó superabundantemente sobre nosotros con toda sabiduría e inteligencia” (Ef 1, 8).
Saludos
Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.
En particular, a los alumnos y profesores del Seminario de Barbastro; a las peregrinaciones parroquiales provenientes del Levante español, y a los numerosos grupos de estudiantes junto con sus familiares y maestros.
A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto, en la alegría del Señor Resucitado, mi bendición apostólica.
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