JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 2 de noviembre de 1988
Meditar en la muerte desde la victoria de Cristo
Queridos hermanos y hermanas:
1. La festividad litúrgica de hoy, 2 de noviembre, nos orienta hacia pensamientos de eternidad. Esta abre ante nosotros la perspectiva de aquel "cielo nuevo" y de aquella "tierra nueva" (Ap 21, 1 ) que serán la "morada de Dios con los hombres" (v. 3). Entonces Dios "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (v. 4).
Esta perspectiva es ya una realidad vivida por la inmensa constelación de Santos que gozan en el cielo de la visión beatífica de Dios. Ayer nos detuvimos a contemplar su gloria, alegrándonos en la esperanza de poder compartir un día con ellos la misma gloria, acordándonos de la promesa de Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Voy a prepararos un lugar" (Jn 14, 2).
En esta certeza se funda la serenidad del cristiano de cara a la muerte. No deriva de una especie de insensibilidad o de resignación apática ante este hecho como tal, sino de la convicción de que la muerte no tiene la última palabra en el destino humano, contrariamente a lo que parece. La muerte puede y debe ser vencida desde la vida. La perspectiva última, la esperanza para el cristiano que vive en gracia de Dios no es la muerte, sino la vida. Y la vida eterna, como dice la Escritura. es una participación plena e indefectible en la vida misma infinita de Dios, más allá de los límites de la vida presente y de la muerte.
2. La conmemoración hoy de todos los fieles difuntos nos lleva lógicamente a meditar en la muerte, este hecho misterioso y desconcertante, que conocemos todos bien, pero que quizá a veces tratamos de apartar del horizonte de nuestra conciencia como un pensamiento inoportuno y molesto, creyendo que así se lleva una vida más serena. Sucede así que hasta en ciertas circunstancias -por ejemplo ciertas enfermedades graves- en las que viene espontáneamente tal pensamiento, se trate más bien de alejarlo de nosotros y de los demás, creyendo quizá así ser piadosos y delicados. Deberíamos quizá preguntarnos, también nosotros cristianos, si, cómo y cuánto sabemos pensar en la muerte.
Con todo, una de las verdades fundamentales de nuestro Credo ¿no es quizá una cierta concepción sobre la muerte? ¿No ofrece nuestra fe una luz decisiva sobre el significado y, podríamos decir, sobre el valor de la muerte? De hecho, precisamente así es, queridos hermanos y hermanas: para nosotros cristianos, es y permanece como un hecho negativo, hacia el que se rebela nuestra naturaleza: sin embargo, como sabemos, Cristo supo hacer de la muerte un acto de ofrecimiento, un acto de amor, un acto de rescate y de liberación del pecado y de la misma muerte. Aceptando cristianamente la muerte vencemos para siempre a la muerte.
3. ¿Qué pedimos, queridos hermanos, para nuestros difuntos? ¿Qué esperamos? Su liberación de todo mal, tanto de la culpa como del sufrimiento. Es la esperanza inspirada por la palabra indestructible de Cristo y por el mensaje trascendente de la Sagrada Escritura. El cristianismo es victoria final y cierta sobre toda forma de mal: sobre el pecado, primeramente, y "en el último día" sobre la muerte y sobre todo sufrimiento.
Aquí abajo nuestra liberación comienza con la del pecado, que es lo fundamental y la condición para todo lo demás. Queda el sufrimiento, como medio de expiación y rescate. Pero si morimos en gracia de Dios, sabemos con certeza que entraremos en la vida y en la felicidad y que nuestra alma se unirá un día a ese cuerpo que fue deshecho por la muerte, para que también él participe, de alguna forma, de la visión beatífica del paraíso.
4. "El Señor es mi luz y mí salvación, / ¿a quién temeré? / El Señor es la defensa de mi vida, / ¿quién me hará temblar? / Una cosa pido al Señor, / eso buscaré: / habitar en la casa del Señor / por los días de mi vida" (Sal 26/27, 1. 4 ).
La vida de aquí abajo no es un camino hacia la muerte, sino hacia la vida, hacia la luz, hacia el Señor. La muerte, empezando por la del pecado, puede y debe ser vencida.
Oremos por nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido en el camino aquí combatiendo la "buena batalla" de la fe y pidamos por ellos: "Dales Señor el descanso eterno, / y brille para ellos la luz perpetua".
Les recordamos así para que estén en el descanso, en la paz. Para que puedan gozar de los frutos de sus fatigas y renuncias. Para que sus sufrimientos no hayan sido vanos. Para que gocen lo que desearon "Habitar en la casa del Señor por los días de su vida".
Con mi bendición.
Saludos
A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.
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