JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de enero de 1990
La acción directiva del Espíritu Santo
1. El Antiguo Testamento nos ofrece preciosos testimonios sobre el papel reconocido del “Espíritu” de Dios ―como “soplo”, “aliento”, “fuerza vital”, simbolizado por el viento― no sólo en los libros que recogen la producción religiosa y literaria de los autores sagrados, espejo de la psicología y del lenguaje de Israel, sino también en la vida de los personajes que hacen de guías del pueblo en su camino histórico hacia el futuro mesiánico.
Es el Espíritu de Dios quien, según los autores sagrados, actúa sobre los jefes haciendo que ellos no sólo obren en nombre de Dios, sino también que con su acción sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos, y por lo tanto, miren no tanto a la construcción y al engrandecimiento de su propio poder personal o dinástico según las perspectivas de una concepción monárquica o aristocrática, sino más bien a la prestación de un servicio útil a los demás y en especial al pueblo. Se puede decir que, a través de esta mediación de los jefes, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel.
2. Ya en la historia de los patriarcas se observa que hay una mano superior, realizadora de un plan que mira a su “descendencia”, que les guía y conduce en su camino, en sus desplazamientos, en sus vicisitudes. Entre ellos tenemos a José, en quien reside el Espíritu de Dios como espíritu de sabiduría, descubierto por el faraón, que pregunta a sus ministros: “¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (Gn 41, 38). El espíritu de Dios hace a José capaz de administrar el país y de realizar su extraordinaria función no sólo en favor de su familia y las ramificaciones genealógicas de ésta, sino con vistas a toda la futura historia de Israel.
También sobre Moisés, mediador entre Yahveh y el pueblo, actúa el espíritu de Dios, que lo sostiene y lo guía en el éxodo que llevará a Israel a tener una patria y a convertirse en un pueblo independiente, capaz de realizar su tarea mesiánica. En un momento de tensión en el ámbito de las familias acampadas en el desierto, cuando Moisés se lamenta ante Dios porque se siente incapaz de llevar “el peso de todo este pueblo” (Nm 11, 14), Dios le manda escoger setenta hombres, con los que podrá establecer una primera organización del poder directivo para aquellas tribus en camino, y le anuncia: “Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo, y no la tengas que llevar tú solo” (Nm 11, 17). Y efectivamente, reunidos setenta ancianos en torno a la tienda del encuentro, “Yahveh... tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos” (Nm 11, 25).
Cuando, al fin de su vida, Moisés debe preocuparse de dejar un jefe en la comunidad, para que “no quede como rebaño sin pastor”, el Señor le señala a Josué, “hombre en quien está el espíritu” (Nm 27, 17-18), y Moisés le impone “su mano” a fin de que también él esté “lleno del espíritu de sabiduría” (Dt 34, 9).
Son casos típicos de la presencia y de la acción del Espíritu en los “pastores” del pueblo.
3. A veces el don del espíritu es conferido también a quien, a pesar de no ser jefe, está llamado por Dios a prestar un servicio de alguna importancia en especiales momentos y circunstancias. Por ejemplo, cuando se trata de construir la “tienda del encuentro” y el “arca de la alianza”, Dios le dice a Moisés: “Mira que he designado a Besalel... y le he llenado del espíritu de Dios concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos” (Ex 31, 2-3; cf. 35, 31). Es más, incluso respecto a los compañeros de trabajo de este artesano, Dios añade: “En el corazón de todos los hombres hábiles he infundido habilidad para que hagan todo lo que te he mandado: la tienda del encuentro, el arca del testimonio” (Ex 31, 6-7).
En el libro de los Jueces se exaltan hombres que al principio son “héroes liberadores”, pero que luego se convierten también en gobernadores de ciudades y distritos, en el período de reorganización entre el régimen tribal y el monárquico. Según el uso del verbo shafat, “juzgar”, en las lenguas semíticas emparentadas con el hebreo, son considerados no sólo como administradores de la justicia sino también como jefes de sus poblaciones. Son suscitados por Dios, que les comunica su espíritu (soplo-ruah) como respuesta a súplicas dirigidas a Él en situaciones críticas. Muchas veces en el libro de los Jueces se atribuye su aparición y su acción victoriosa a un don del espíritu. Así en el caso de Otniel, el primero de los grandes jueces cuya historia se resume, se dice que “los israelitas clamaron a Yahveh y Yahveh suscitó a los israelitas un libertador que los salvó: Otniel... El espíritu de Yahveh vino sobre él y fue juez de Israel” (Jc 3, 9-10).
En el caso de Gedeón el acento se pone en la potencia de la acción divina: “El espíritu de Yahveh revistió a Gedeón” (Jc 6, 34). También de Jefté se dice que “El espíritu de Yahveh vino sobre Jefté” (Jc 11, 29). Y de Sansón: “El espíritu de Yahveh comenzó a excitarle (Jc 13, 25). El espíritu de Dios en estos casos es quien otorga fuerza extraordinaria, valor para tomar decisiones, a veces habilidad estratégica, por las que el hombre se vuelve capaz de realizar la misión que se le ha encomendado para la liberación y la guía del pueblo.
4. Cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, según la petición de los israelitas que querían tener “un rey para que nos juzgue, como todas las naciones” (1 S 8, 5), el anciano juez y liberador Samuel hace que Israel no pierda el sentimiento de la pertenencia a Dios como pueblo elegido y que quede asegurado el elemento esencial de la teocracia, a saber, el reconocimiento de los derechos de Dios sobre el pueblo. La unción de los reyes como rito de institución es el signo de la investidura divina que pone un poder político al servicio de una finalidad religiosa y mesiánica. En este sentido, Samuel, después de haber ungido a Saúl y haberle anunciado el encuentro en Guibeá con un grupo de profetas que vendrían salmodiando, le dice: “Te invadirá entonces el espíritu de Yahveh, entrarás en trance con ellos y quedarás cambiado en otro hombre” (1 S 10, 6). Y efectivamente, “apenas (Saúl) volvió las espaldas para dejar a Samuel, le cambió Dios el corazón... le invadió el espíritu de Dios, y se puso en trance en medio de ellos” (1 S 10, 9-10). También cuando llegó la hora de las primeras iniciativas de batalla, “invadió a Saúl el espíritu de Dios” (1 S 11, 6). Se cumplía así en él la promesa de la protección y de la alianza divina que había sido hecha a Samuel: “Dios está contigo” (1 S 10, 7). Cuando el espíritu de Dios abandona a Saúl, que es perturbado por un espíritu malo (cf. 1 S 16, 14), ya está en el escenario David, consagrado por el anciano Samuel con la unción por la que “a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh” (1 S 16, 13).
5. Con David, mucho más que con Saúl, toma consistencia el ideal del rey ungido por el Señor, figura del futuro Rey-Mesías, que será el verdadero liberador y salvador de su pueblo. Aunque los sucesores de David no alcanzarán su estatura en la realización de la realeza mesiánica, más aún, aunque no pocos prevaricarán contra la alianza de Yahveh con Israel, el ideal del Rey-Mesías no desaparecerá y se proyectará hacia el futuro cada vez más en términos de espera, caldeada por los anuncios proféticos.
Especialmente Isaías pone de relieve la relación entre el espíritu de Dios y el Mesías: “Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11, 2). Será también espíritu de fortaleza; pero ante todo espíritu de sabiduría: “Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh”, el que impulsará al Mesías a actuar con justicia en favor de los miserables, de los pobres y de los oprimidos (Is 11, 2-4).
Por tanto, el santo espíritu del Señor (Is 42, 1; cf. 61, 1 ss.; 63, 10-13; Sal 50/51, 13; Sb 1, 5; 9, 17), su “soplo” (ruah), que recorre toda la historia bíblica, será dado en plenitud al Mesías. Ese mismo espíritu que alienta sobre el caos antes de la creación (cf. Gn 1, 2), que da la vida a todos los seres (cf. Sal 103/104, 29-30; 33, 6; Gn 2, 7; Ez 37, 5-6. 9-10) que suscita a los Jueces (cf. Jc 3, 10; 6, 34; 11, 29) y los Reyes (cf. 1 S 11, 6), que capacita a los artesanos para el trabajo del santuario (cf. Ex 31, 3; 35, 31), que da la sabiduría a José (cf. Gn 41, 38), la inspiración a Moisés y a los profetas (cf. Nm 11, 17. 25-26; 24, 2; 1 S 10, 6-10; 19, 20), como a David (cf. 1 S 16, 13; 2 S 23, 2), descenderá sobre el Mesías con la abundancia de sus dones (cf. Is 11, 2) y lo hará capaz de realizar su misión de justicia y de paz. Aquel sobre quien Dios “haya puesto su espíritu” “dictará ley a las naciones” (Is 42, 1); “no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho” (42, 4).
6. ¿De qué manera “implantará el derecho” y liberará a los oprimidos? ¿Será, tal vez, con la fuerza de las armas, como habían hecho los Jueces, bajo el impulso del Espíritu, y como hicieron, muchos siglos después, los Macabeos? El Antiguo Testamento no permitía dar una respuesta clara a esta pregunta. Algunos pasajes anunciaban intervenciones violentas, como por ejemplo el texto de Isaías que dice: “Pisoteé a pueblos en mi ira, los pisé con furia e hice correr por tierra su sangre” (Is 63, 6). Otros, en cambio, insistían en la abolición de toda lucha: “No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (Is 2, 4).
La respuesta debía ser revelada por el modo en que el Espíritu Santo guiaría a Jesús en su misión: por el Evangelio sabemos que el Espíritu impulsó a Jesús a rechazar el uso de las armas y toda ambición humana y a conseguir una victoria divina por medio de una generosidad ilimitada, derramando su propia sangre para liberarnos de nuestros pecados. Así se manifestó de manera decisiva la acción directiva del Espíritu Santo.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo con particular afecto a todas las personas, familias y grupos que participan en esta audiencia, procedentes de los diversos Países de América Latina y de España, a quienes imparto de corazón la Bendición Apostólica.
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