JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de marzo de 1991
Reunión de los Patriarcas y Obispos de los países implicados en la Guerra del Golfo
Venerados patriarcas;
queridos hermanos en el episcopado;
hermanos y hermanas:
"Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos" (1 Ts 3, 12).
Juntamente con vosotros, peregrinos que os habéis reunido aquí, deseo dirigir de nuevo un saludo a los venerados patriarcas de las Iglesias católicas del Oriente Medio y a los presidentes de las Conferencias episcopales de los países que se han visto implicados más directamente en la reciente guerra del Golfo.
Queridos hermanos, vuestra presencia aquí, esta mañana, es como la prolongación de la reunión que tuvo lugar ayer y antes de ayer, y que había convocado yo para un intercambio de informaciones, para una valoración de las consecuencias que ha tenido el conflicto en las poblaciones de la región de Oriente Medio, en las comunidades cristianas que viven en esa zona, y en el diálogo entre las religiones monoteístas. Esta idea es fruto, principalmente, del ardiente deseo de descubrir juntos cuáles son las iniciativas más adecuadas que puede poner por obra la Iglesia católica para superar esas consecuencias negativas y para contribuir a la consecución de una paz duradera en la justicia y la comprensión.
Nuestro encuentro ha sido, por encima de todo, una profunda experiencia de comunión eclesial, favorecida por la sensibilidad y responsabilidad comunes que derivan del ministerio que Cristo nos ha confiado, al decir a sus discípulos: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19. 20).
Esta unidad entre pastores de Iglesias particulares que dan testimonio del Evangelio en el seno de sociedades tan diferentes entre sí, en Oriente y Occidente, quiere ser, para vosotros que la habéis experimentado, un punto de partida, y para los fieles confiados a vuestra solicitud pastoral, una indicación y un símbolo de una auténtica y pronta reconciliación entre esos pueblos, que se han visto enfrentados en la reciente guerra, o que siguen contrapuestos a causa de los persistentes problemas del Oriente Medio.
Nos habéis explicado muchas situaciones de sufrimiento y de peligros a causa de las tensiones aún existentes y de las incomprensiones, que podrían aumentar si no nos esforzamos todos de inmediato por entablar un diálogo basado en la confianza recíproca. Todo esto ha producido en nuestros corazones tristeza y preocupación, y ha reforzado la convicción de que sin una auténtica justicia no se puede lograr la paz, y que la justicia no se puede conseguir adecuadamente si no es con medios pacíficos.
La guerra del Golfo ha producido muerte, destrucción e ingentes daños económicos y ambientales. Ya hemos manifestado nuestra esperanza de que, con respecto al pueblo del Kuwait, a las poblaciones de Irak y a todos los pueblos vecinos, la voluntad de reconstrucción material vaya acompañada del deseo de una colaboración leal entre ellos mismos y con la gran familia de las naciones. Será preciso superar los rencores y las divisiones culturales y, en especial, las que se han creado entre los diversos mundos religiosos. Es una esperanza que halla su fundamento más profundo en la fe común de estos pueblos en el Dios creador, y en la confianza en el hombre, creatura suya, llamado por él a conservar y a mejorar el mundo.
Nuestra esperanza y nuestros propósitos concretos han tenido como objeto también las graves situaciones en las que se encuentran otras partes de la región.
Hemos hablado de la Tierra Santa, donde entre dos pueblos, el palestino y el del Estado de Israel, desde hace varios decenios persiste un antagonismo que aumenta las tensiones y las ansias, y que hasta el momento no se ha logrado superar. La injusticia de la que es víctima el pueblo palestino exige un gran esfuerzo por parte de todos y, en especial, por parte de los responsables de las naciones y de la comunidad internacional. Solamente mediante la búsqueda intensa de un inmediato inicio de solución, se podrá, por fin, reconocer en su dignidad y en su ser también a ese pueblo, que es garante de la seguridad de todos.
La referencia a la Tierra donde Cristo nació nos llevó a pensar en la Ciudad donde él predicó, murió y resucitó, Jerusalén, con sus santos lugares, tan queridos también para los judíos y los musulmanes, y con sus comunidades. Esa ciudad, llamada a convertirse en encrucijada de paz, no puede seguir siendo motivo de discordia y de discusión. Abrigo la viva esperanza de que, un día, las circunstancias me permitirán acudir como peregrino a esa ciudad única en el mundo, para volver a lanzar desde ella, junto con los creyentes judíos, cristianos y musulmanes, el mismo mensaje y la misma imploración de paz que dirigimos a toda la familia humana el 27 de octubre de 1986 en Asís.
Nuestro pensamiento se dirigió, luego, al querido y tan probado Líbano, donde otra situación de injusticia grava sobre toda una población desde hace más de quince años. También allí el orden internacional se halla alterado y un país soberano se encuentra privado de su plena independencia. Además, el mundo entero no puede ignorar tanto sufrimiento y, sobre todo, no puede correr el riesgo de perder esa rica experiencia de diálogo y de colaboración entre culturas y religiones diversas.
En esa región otros países y otros pueblos viven desde hace años en tensión a causa de situaciones aún no resueltas, o tal vez olvidadas, como por ejemplo la que se da en Chipre y la del pueblo curdo, tan probado.
Se trata de problemas muy complejos y difíciles que exigen un gran esfuerzo por parte de los responsables del destino del mundo, en cuyas manos está la posibilidad real de afrontarlos y resolverlos, convirtiéndose así en verdaderos artífices de paz.
¿Qué pueden hacer las comunidades católicas de Oriente y Occidente?
Los cristianos de Oriente están llamados con frecuencia a dar testimonio de su fe en medio de sociedades donde son minoría: su aspiración consiste en darlo con valor, sintiéndose con pleno derecho constructores y partícipes de las sociedades a las que pertenecen. Esto implica, ante todo, un diálogo genuino y constante con los hermanos judíos y musulmanes, y una auténtica libertad religiosa, sobre la base del respeto mutuo y de la reciprocidad.
En este sentido, ya el 1 de enero de este año dediqué la celebración de la Jornada mundial de la paz al tema "Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre".
Será preciso que vuestras comunidades se empeñen, de forma concreta y profunda, en un movimiento de solidaridad sincera hacia los que, por causa de la guerra o de las tristes consecuencias que ella ha tenido en sus tierras, están sufriendo por haber quedado aún más pobres y necesitados. Estoy seguro de que los católicos de todo el mundo, con vuestra ayuda y vuestro estímulo, sabrán escuchar esta petición de socorro y, así, demostrarán de forma auténtica su adhesión a la enseñanza de Cristo.
Esta Sede Apostólica tratará, ante todo, de recoger y valorar las sugerencias que han ido surgiendo a lo largo de esta reunión y, dentro de su competencia, procurará seguir sus contactos diplomáticos, solicitando de las instancias políticas y de las organizaciones internacionales un nuevo esfuerzo en favor de la justicia y la paz.
Numerosas veces, durante la guerra del Golfo, me dirigí a la Iglesia entera, invitando a todos a recurrir a la oración y al sacrificio para alcanzar de Dios el don de la paz. La ferviente súplica que ahora elevaremos todos juntos al Señor, ha de constituir también la renovación de esa exhortación a orar que lancé a todos los hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a toda la comunidad de los fieles.
"Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2, 14)
Saludos
Me es grato dirigir mi saludo cordial y afectuoso a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. Sed bienvenidos, amadísimos hermanos y hermanas, y llevad también el saludo del Papa a vuestros familiares en España y en los diversos países de América Latina de donde procedéis. Agradezco vuestra presencia en este encuentro en el que también hemos rezado comunitariamente para que el Señor bendiga al mundo con el don de la paz; una paz que es fruto de la gracia que Dios derrama en nuestros corazones y que nos hace sentirnos hermanos entre sí, como hijos del mismo Padre, que nos ama y que a todos llama a participar de su amor.
Os encomiendo en mis oraciones y os imparto de corazón la bendición apostólica.
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