JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de septiembre de 1992
La oración cristiana hunde sus raíces en el Antiguo Testamento
1. La oración cristiana, en la que queremos detenernos hoy, hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. En efecto, está íntimamente unida a la experiencia religiosa del pueblo de Israel, al que Dios quiso reservar la revelación de su misterio.
A diferencia de las poblaciones paganas, el israelita piadoso conoce "el rostro" de Dios, y puede dirigirse a él con confianza en el nombre de la alianza sellada al pie del monte Sinaí. Los israelitas rezan a Yahveh como creador del universo, señor de los destinos humanos y autor de los prodigios más extraordinarios, pero, sobre todo, se dirigen a él como al Dios de la alianza. En esta certeza descansa la confianza con que lo invocan en toda circunstancia: "Yo te amo, Señor, mi fortaleza (mi salvador, que de la violencia me has salvado). Señor, mi roca y mi baluarte, mi liberador, mi Dios; la peña en que me amparo, mi escudo y fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio" (Sal 18, 2-3).
2. Hay confianza, por tanto, pero también profunda veneración y respeto. En efecto, la iniciativa de la alianza se debe a Dios. Por eso, en presencia de Dios, la actitud de fondo del orante sigue siendo la actitud de escucha. ¿No comienza precisamente con esta exhortación el shemá, la profesión diaria de fe, con la que el israelita empieza su jornada? "Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Dios" (Dt 6, 4).
No es una casualidad que la adoración del único Dios constituya el primer mandamiento de la ley (cf. Dt 6, 5), del que brotan, como de su fuente más elevada, todos los demás deberes morales. El pacto de la alianza con el Dios "justo" y "santo" no puede menos de comprometer al creyente en una conducta digna de un interlocutor tan excelso. Ninguna oración podría suplir las carencias de una vida moral incorrecta. A este propósito, Jesús recordará un día a los fariseos un texto de Oseas particularmente significativo: "Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos" (6, 6).
3. En cuanto encuentro con el Dios de la alianza, la oración del fiel israelita no es, como para los paganos, un monólogo dirigido a ídolos sordos y mudos, sino un diálogo verdadero con un Dios que se ha manifestado muchas veces en el pasado con palabras y hechos y que, aún hoy, de muchas maneras, sigue haciendo sentir su presencia salvífica.
Es, además, una oración con un marcado sentido comunitario: cada israelita siente que puede hablar con Dios, precisamente porque pertenece al pueblo que Dios se ha elegido. No falta, sin embargo, la dimensión individual; basta hojear el "manual" de la oración bíblica, el libro de los Salmos, para recoger allí los ecos elocuentes de la piedad personal de los israelitas.
4. Por otra parte, los profetas exhortan con insistencia a vivir esa piedad. Frente a las continuas tentaciones de formalismo y de exterioridad vacía, y frente a situaciones de abatimiento y desconfianza, la acción de los profetas se orienta constantemente a impulsar a los israelitas a vivir una devoción más interior y espiritual, la única de la que puede nacer una experiencia verdadera de comunión con Yahveh.
Así, mientras la oración veterotestamentaria alcanza su cima, se prepara su forma definitiva, que asumirá con la encarnación de la misma Palabra de Dios.
Saludos
Me complace saludar ahora a los peregrinos venidos de España y de América Latina, de modo particular al grupo de Religiosas Hijas de María Madre de la Iglesia, así como al Coro Polifónico del Municipio argentino de Rafaela. Exhorto a todos a que vuestra oración sea un diálogo con Dios, que en el pasado se ha manifestado muchas veces con palabras y hechos, pero que también ahora hace sentir de tantas maneras su presencia salvífica.
Con todo afecto os imparto mi bendición apostólica.
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