JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 14 de abril de 1993
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron» (Mc 16, 6).
Con estas palabras, el evangelista Marcos narra el encuentro del ángel con las mujeres que acudieron muy de mañana, el primer día después del sábado, al lugar donde había sido colocado Jesús.
«Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado en el lado derecho vestido con una túnica blanca, y se asustaron» (Mc 16, 5).
«No temáis» les dice el ángel.
No temáis. Ésta exhortación del ángel recorre los siglos y llega hasta nosotros: «No os asustéis. No busquéis a Jesús de Nazaret en el sepulcro: ha resucitado; ya no está aquí. Ha resucitado, como lo había predicho».
¡Ha resucitado!: Éste es el anuncio sorprendente de la Pascua. Ha resucitado, como lo habla predicho, dando pleno cumplimiento a las sagradas Escrituras.
La Pascua es el centro del año litúrgico y el centro de la vida del cristiano, precisamente porque es recuerdo vivo del misterio central de la salvación: la muerte y resurrección del Señor.
2. Se trata, desde luego, de una realidad sobrenatural sorprendente, pero al mismo tiempo estamos ante un dato histórico que se puede comprobar en realidad.
San Pedro escribía así a los primeros cristianos: «Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad» (2 P 1, 16). Esa misma afirmación del Príncipe de los Apóstoles la corrobora san Juan cuando dice: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros... Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 1-4).
Y Lucas al comienzo de su evangelio, asegura que investigó diligentemente todo desde los orígenes e intentó narrar ordenadamente la vida y las enseñanzas de Jesús (cf. Lc 1, 1-4).
En los evangelios, textos históricos y auténticos, se nos refieren datos y detalles prácticos que atañen a la resurrección de Jesús: el sepulcro vacío, la incredulidad de los Apóstoles ―al principio escépticos ante el anuncio de las mujeres, considerándolo un «delirio» (cf. Lc 24, 11)―, las diversas apariciones de Cristo resucitado y, sobre todo, sus encuentros con los discípulos.
¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?, repite el Redentor a los Apóstoles, asombrados y atónitos frente a los acontecimientos sorprendentes de los que han sido testigos directos. «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24, 38-39).
3. ¡Cristo ha resucitado de verdad, como Él mismo había predicho! Su resurrección tiene un indudable valor apologético.
Un conocido estudioso de nuestro siglo, Romano Guardini, meditando en el misterio pascual y en sus consecuencias para la vida del creyente y de la Iglesia, afirma que «la fe cristiana se mantiene o se pierde en la medida en que se cree o no se cree en la resurrección del Señor. La resurrección no es un fenómeno marginal de esta fe, y mucho menos un desarrollo mitológico, que la fe hubiera tomado de la historia y que más tarde pudo desaparecer sin perder su contenido: es su centro» (El Señor, parte VI, 1).
El anuncio de la muerte y resurrección de Cristo es el centro de la fe. De la adhesión dócil y alegre a este misterio brota el auténtico seguimiento del Señor y la misión salvífica confiada al pueblo de Dios, peregrino en la tierra a la espera de la vuelta gloriosa de Jesús. A la luz de esta verdad evangélica tan fundamental, se comprende plenamente que Jesucristo, y sólo Jesucristo, es realmente camino, verdad y vida, Él que es luz del mundo e imagen humana del Padre. También a la luz de esa verdad se percibe la profundidad de sus palabras: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre?"... Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mi» (Jn 14, 9-11). Y asimismo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10); «El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24).
En efecto, el evangelio, en cada una de sus páginas a partir del acontecimiento pascual, revela el plan salvífico de Dios destinado a todo ser humano. Y este anuncio, que la Iglesia renueva incesantemente, obedeciendo al mandato de su divino fundador, se convierte en fuente de consuelo y de confortación espiritual para la humanidad cansada y oprimida por la duda, el dolor y el pecado. Este anuncio da sentido y valor verdadero a los acontecimientos humanos y a la historia de los pueblos.
4. Amadísimos hermanos y hermanas, estamos llamados a repetir y testimoniar, con conciencia humilde y confiada: Cristo ha resucitado; su salvación es don gratuito para todos. Su mensaje de esperanza y renovación está destinado a los hombres de todo pueblo y nación. Su palabra debe resonar por doquier, como faro de luz que irradia la verdad y el amor sobrenatural, llamando e impulsando a toda la humanidad a la conversión y a la aceptación del evangelio de la esperanza y de la caridad.
Como las mujeres del evangelio, toda persona de buena voluntad, en el curso de los siglos, está invitada a buscar a Cristo crucificado y resucitado, y a encontrarlo en la Iglesia, su cuerpo místico. En el arcano proyecto de la redención divina, la historia gira siempre, de modo misterioso y providencial en torno a la cruz de Cristo y al resplandor sorprendente de su resurrección.
¡Cuán importante es, pues, el compromiso de los creyentes con vistas a esa misión de evangelización y de auténtico testimonio cristiano!
5. En repetidas ocasiones, la liturgia del tiempo pascual nos recuerda que el misterio de la muerte y resurrección de Cristo se ha de convertir para los discípulos de Jesús en un programa diario de vida nueva.
San Pablo, comparando la resurrección de Jesús de entre los muertos con el renacimiento del cristiano que sale del pecado mediante el bautismo, escribe: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2).
Aunque el cristiano tiene indudablemente el deber de dedicarse a las diversas ocupaciones terrenas, el Apóstol lo exhorta a no dejarse absorber por ellas hasta el punto de perder la perspectiva sobrenatural de la eternidad.
6. Estas reflexiones nos han de acompañar durante la semana de Pascua, penetrada completamente de gozo y alegría espiritual. Deben ser motivo de constante acción de gracias al Señor por habernos librado del poder de las tinieblas, abriéndonos las puertas de la luz y de la gracia divina. Y han de ser, sobre todo, razón de renovado esfuerzo apostólico y misionero, atento siempre a las necesidades, al dolor y a la angustia de tantas personas que sufren, oprimidas por los dramáticos acontecimientos de nuestro tiempo.
Que María santísima, la Madre de Cristo resucitado, nos ayude, sostenga nuestra confianza y nos afiance en nuestro compromiso de fidelidad al Señor y de servicio a nuestros hermanos.
Con estos sentimientos, os renuevo a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos, mis felicitaciones pascuales, acompañadas por una particular bendición apostólica.
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Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Con la alegría de la pascua, saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de seminaristas del Seminario de Barcelona y del Colegio-Seminario de Barbastro, a la Asociación «Virgen de los Desesperados», de la barriada de Quart (Valencia) y a los numerosos grupos de jóvenes venidos de diversas ciudades españolas, de México, Argentina y otros países latinoamericanos. A todos imparto con gran afecto la Bendición Apostólica
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