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PRIMERA VISITA A LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo 17 de diciembre de 1978

 

1. Después de la toma de posesión de la basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral del Obispo de Roma, después de la emocionante visita a la basílica de Santa María la Mayor en el Esquilino, donde he podido expresar, en los comienzos de mi pontificado, toda mi confianza y completo abandono en manos de María, Madre de la Iglesia, hoy me ha sido dado venir aquí.

La basílica de San Pablo Extramuros —uno de los cuatro templos más importantes de la Ciudad Eterna— evoca pensamientos y sentimientos especiales en el corazón de quien, como Obispo de Roma, ha llegado a ser el Sucesor de San Pedro. La vocación de Pedro —única por voluntad del mismo Cristo— está unida con vínculo singular a la persona de Pablo de Tarso. Ambos, Pedro y Pablo, se encontraron aquí, en Roma, al final de su peregrinar terreno; ambos vinieron aquí para el mismo fin: dar testimonio de Cristo. Ambos sufrieron la muerte aquí por la misma causa y, como cuenta la tradición, el mismo día. Los dos constituyen el fundamento de esta Iglesia que los invoca, recordándolos juntos como sus Patronos. Y aunque Roma sea la Cátedra de Pedro, todos nos damos cuenta de lo profundamente que está inserto Pablo en los comienzos de esta Cátedra, en sus fundamentos: su conversión, su persona, su misión.

El hecho de que San Pedro se haya encontrado en Roma, que haya venido de Jerusalén, a través de Antioquía, que aquí haya cumplido su mandato pastoral, que aquí haya terminado su vida, era expresión de la universalidad del Evangelio, de la cristiandad, de la Iglesia, de la que San Pablo fue heraldo intrépido y decidido desde sus comienzos. En el momento de su conversión de perseguidor, oímos resonar las palabras: «Es éste para mí vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel» (Act 9, 15).

 Roma no fue la única meta de la vida apostólica y del peregrinar de Pablo de Tarso. Hay que decir sobre todo que su objetivo fue el universum del Imperio Romano de entonces (como atestiguan sus viajes y sus cartas). Roma fue la última etapa de estos viajes. Pablo llegó aquí ya como prisionero, metido en la cárcel por la causa a la que se había dedicado totalmente: la causa del universalismo, aquella causa que conmovía las bases mismas de cierta visión rabínica del Pueblo elegido y de su Mesías. Sometido a juicio precisamente por causa de su actividad, Pablo había apelado al César como ciudadano romano: «Has apelado al César; al César irás» (Act 25, 12). Y así Pablo se encontró en Roma como prisionero en espera de la sentencia del César. Se encontró aquí cuando el principio de la universalidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, estaba ya suficientemente afirmado, más aún, consolidado de manera irreversible en la vida de la misma Iglesia. Y entonces Pablo, que al principio de su misión, después de la conversión, había juzgado su deber particular «videre Petrum, ver a Pedro», podía llegar aquí, a Roma, para encontrarse de nuevo con Pedro: aquí, en esta ciudad, en la que la universalidad de la Iglesia ha encontrado en la Cátedra de Pedro su baluarte por siglos y milenios.

Bien poco es cuanto he dicho sobre Pablo de Tarso, Apóstol de las Gentes y gran Santo. Se podría y debería decir mucho más, pero por necesidad debo limitarme a estas alusiones.

2. Y ahora, séame permitido hablar del Pontífice que eligió el nombre del Apóstol de las Gentes: de Pablo VI. Las circunstancias del tiempo y del lugar me impulsan de modo particular a hablar de él. Pero, sobre todo, es una exigencia del corazón: efectivamente, deseo hablar de quien con todo derecho considero no sólo como mi predecesor, sino como verdadero Padre. Y de nuevo siento que podría y debería hablar largamente, pero también ahora, por la tiranía del tiempo, mi discurso deberá ser breve. Deseo dar las gracias a todos los que honran la memoria de este gran Pontífice. Deseo dar las gracias a sus conciudadanos de Brescia por el reciente acto solemne dedicado a su memoria, y deseo dar las gracias al cardenal Pignedoli por haber participado en él. Más de una vez volveremos sobre cuanto él hizo y sobre lo que era.

¿Por qué eligió el nombre de Pablo? (después de muchos siglos volvió a entrar este nombre en el anuario de los Obispos de Roma). Ciertamente porque intuyó una gran afinidad con el Apóstol de las Gentes. ¿Acaso no testimonia el pontificado de Pablo VI cómo él fue profundamente consciente, a semejanza de San Pablo, de la nueva llamada de Cristo al universalismo de la Iglesia y de la cristiandad según la medida de nuestros tiempos? ¿Acaso no escrutaba él, con penetración extraordinaria, los signos de los tiempos de esta época difícil, como lo hizo Pablo de Tarso? ¿No se sentía él llamado, como este Apóstol, a llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra? ¿Acaso no conservaba, como San Pablo, la paz interior también cuando «la nave fue arrastrada por la tempestad, sin que pudiera resistir al viento» (cf. Act 27, 15)?

Pablo VI, Siervo de los siervos de Dios, Sucesor de Pedro, que había elegido el nombre del Apóstol de las Gentes, había heredado con el nombre su carisma.

3. Al venir hoy a la basílica de San Pablo deseo unirme con nuevos vínculos de amor y de unidad eclesial a la comunidad de padres benedictinos que, desde hace siglos, cuidan este lugar con la oración y el trabajo.

Deseo, además, como nuevo Obispo de Roma, visitar la parroquia que tiene su sede en la basílica de San Pablo.

En efecto, esta antigua y venerada basílica que, a lo largo de los siglos y siempre, ha sido meta de peregrinaciones y que estaba fuera de los muros de Roma, en estos últimos decenios —a consecuencia del desarrollo urbanístico de la ciudad— ha sido erigida parroquia, viniendo a ser de este modo el centro de la vida religiosa de los habitantes de este sector.

Y así tenemos aquí tres aspectos que, aunque bien distintos entre sí, constituyen otras tantas facetas de la misma realidad: abadía, basílica, parroquia, tres entidades que se nutren recíprocamente, dando a los fieles copiosos frutos espirituales.

Extiendo, pues, mi saludo a las distintas asociaciones que colaboran con la parroquia en el plano pastoral; saludo a los catequistas, saludo, con paternal afecto, a los religiosos y a las religiosas que desarrollan su actividad en el ámbito de la parroquia, con especial atención a quienes prestan su colaboración en el Pontificio Oratorio de San Pablo, que promueve una acción interparroquial en favor de la juventud.

A todos los fieles mi más cordial saludo, mi bendición y mi estímulo para que amen a su parroquia. Finalmente dirijo mi pensamiento particular a los que sufren, bien sea afligidos por la enfermedad, bien sea angustiados por la falta de trabajo, asegurándoles mi recuerdo especial en la oración.

4. «Gaudete in Domino semper: iterum dico vobis, gaudete... Alegraos siempre en el Señor: de nuevo os digo, alegraos». Estas palabras de la liturgia de hoy, es decir, del III domingo de Adviento, están tomadas de San Pablo. Estas mismas palabras repitió Pablo V1 en la Exhortación que publicó sobre la alegría cristiana (cf. Gaudete in Domino; AAS 67, 1975, págs. 289-322 L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de mayo de 1975, págs. 1-7).

Hoy me uno a los dos con todo el corazón y os grito a vosotros queridos hermanos y hermanas: «Iterum dico vobis, gaudete, Os lo repito, alegraos».

«Dominus... prope est, ¡El Señor está cerca!».

 



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