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PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A POLONIA

SANTA MISA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Varsovia, plaza de la Victoria
Sábado 2 de junio de 1979

 

Queridos connacionales,
amadísimos hermanos y hermanas participantes en el Sacrificio eucarístico que se celebra hoy en Varsovia, en la plaza de la Victoria:

Junto con vosotros deseo cantar un himno de alabanza a la Divina Providencia que me permite encontrarme aquí como peregrino.

Sabemos que Pablo VI, recientemente fallecido, —primer Papa peregrino, después de tantos siglos— deseó ardientemente pisar la tierra polaca, y en concreto Jasna Góra (Monte Claro). Hasta el final de su vida mantuvo en su corazón este deseo y con él bajó a la tumba. Y ahora sentimos que este deseo —tan fuerte y tan profundamente fundado, tanto que supera todo un pontificado— se realiza hoy y de un modo difícilmente previsible. Damos gracias por ello a la Divina Providencia por haber dado a Pablo VI un deseo tan fuerte. Le agradecemos ese estilo de Papa-peregrino que él instauró con el Concilio Vaticano II. En efecto, cuando toda la Iglesia ha tomado conciencia renovada de ser Pueblo de Dios, Pueblo que participa en la misión de Cristo, Pueblo que con esta misión atraviesa la historia, Pueblo "peregrinante", el Papa no podía ya permanecer "prisionero del Vaticano". Debía volver a ser nuevamente el Pedro peregrino, como aquel primer Pedro que desde Jerusalén, atravesando Antioquía, llegó a Roma para dar allí testimonio de Cristo, y sellarlo con su propia sangre.

Hoy me es dado realizar entre vosotros este deseo del difunto Papa Pablo VI, amadísimos hijos e hijas de mi patria. Pues cuando —por inescrutables designios de la Divina Providencia, después de la muerte de Pablo VI y después del breve pontificado que duró apenas algunas semanas de mi inmediato predecesor luan Pablo I— fui llamado, con los votos de los cardenales, de la cátedra de San Estanislao en Cracovia a la de San Pedro en Roma, comprendí inmediatamente que era mi obligación realizar aquel deseo que Pablo VI no había podido realizar en cl milenio del bautismo de Polonia.

Mi peregrinación a la patria, en el año en que la Iglesia en Polonia celebra el IX centenario de la muerte de San Estanislao, ¿no es quizá un signo concreto de nuestra peregrinación polaca a través de la historia de la Iglesia: no sólo a través de los caminos de nuestra patria, sino también a través de los de Europa y del mundo? Dejo ahora aparte mi persona, pero no obstante debo junto con todos vosotros hacerme la pregunta sobre el motivo por el cual precisamente en el año 1978 (después de tantos siglos de una tradición muy estable en este campo) ha sido llamado a la Cátedra de San Pedro un hijo de la nación polaca, de la tierra polaca. De Pedro, corno de los demás Apóstoles, Cristo exigía que fueran sus "testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra" (Act 1. 8). Con referencia, pues, a estas palabras de Cristo, ¿no tenemos quizá el derecho de pensar que Polonia ha llegado a ser, en nuestros tiempos, tierra de un testimonio especialmente responsable? ¿Que precisamente de aquí —de Varsovia y también de Gniezno, de Jasna Góra, de Cracovia, de todo este itinerario histórico que tantas veces he recorrido en mi vida, y que en estos días aprovecho la ocasión para recorrerlo de nuevo— hay que anunciar a Cristo con gran humildad, pero también con convicción? ¿Que precisamente es necesario venir aquí, a esta tierra, siguiendo este itinerario, para captar de nuevo el testimonio de su cruz y de su resurrección? Pero, si aceptamos todo lo que en este momento me he atrevido a afirmar, ¡qué grandes deberes y obligaciones nacen de ello! ¿Seremos capaces?

2. Me es dado hoy, en la primera etapa de mi peregrinación papal a Polonia, celebrar el Sacrificio Eucarístico en Varsovia, en la plaza de la Victoria. La liturgia de la tarde del sábado, vigilia de Pentecostés, nos lleva al Cenáculo de Jerusalén en el que los Apóstoles —reunidos en torno a María, Madre de Cristo— recibieron, al día siguiente, el Espíritu Santo. Recibieron el Espíritu que Cristo, por medio de la cruz, obtuvo para ellos, a fin de que con la fuerza de este Espíritu pudieran cumplir su mandato. "Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). Con estas palabras Cristo el Señor, antes de dejar el mundo, transmitió a los Apóstoles su último encargo, su "mandato misionero". Y añadió: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).

Es providencial que mi peregrinación a Polonia, con ocasión del IX centenario del martirio de San Estanislao, coincida con el período de Pentecostés, y con la solemnidad de la Santísima Trinidad. De este modo puedo, realizando el deseo póstumo de Pablo VI, vivir una vez más el milenio del bautismo en tierra polaca, y encuadrar el jubileo de San Estanislao de este año en este milenio, con el que empezó la historia de la nación y de la Iglesia. Precisamente la solemnidad de Pentecostés y de la Santísima Trinidad nos acercan a este comienzo. En los Apóstoles, que reciben el Espíritu Santo el día de Pentecostés, están ya de alguna manera espiritualmente presentes todos sus Sucesores, todos los obispos. también aquellos a quienes tocaría, mil años después, anunciar el Evangelio en tierra polaca. También este Estanislao de Szczepanów, el cual pagó con la sangre su misión en la cátedra de Cracovia hace nueve siglos.

Y entre estos Apóstoles —y alrededor de ellos— el día de Pentecostés, están reunidos no sólo los representantes de aquellos pueblos y lenguas, que enumera el libro de los Hechos de los Apóstoles. Ya entonces estaban reunidos a su alrededor diversos pueblos y naciones que, mediante la luz del Evangelio y la fuerza del Espíritu Santo, entrarán en la Iglesia en distintas épocas y siglos. El día de Pentecostés es el día del nacimiento de la fe y de la Iglesia también en nuestra tierra polaca. Es el comienzo del anuncio de grandes cosas del Señor, también en nuestra lengua polaca. Es el comienzo del cristianismo también en la vida de nuestra nación: en su historia, en su cultura, en sus pruebas.

3. a) La Iglesia llevó a Polonia Cristo, es decir, la clave para comprender esa gran y fundamental realidad que es el hombre. No se puede de hecho comprender al hombre hasta el fondo sin Cristo. O más bien, el hombre no es capaz de comprenderse a sí mismo hasta el fondo sin Cristo. No puede entender quién es, ni cuál es su verdadera dignidad, ni cuál es su vocación, ni su destino final. No puede entender todo esto sin Cristo.

Y por esto no se puede excluir a Cristo de la historia del hombre en ninguna parte del globo, y en ninguna longitud y latitud geográfica. Excluir a Cristo de la historia del hombre es un acto contra el hombre. Sin El no es posible entender la historia de Polonia, y sobre todo la historia de los hombres que han pasado o pasan por esta tierra. Historia de los hombres. La historia de la nación es sobre todo historia de los hombres. Y la historia de cada hombre se desarrolla en Jesucristo. En El se hace historia de la salvación.

La historia de la nación merece una adecuada valoración según la aportación que ella ha dado al desarrollo del hombre y de la humanidad, a la inteligencia, al corazón y a la conciencia. Esta es la corriente de cultura más profunda. Y es su apoyo más sólido. Su médula, su fuerza. Sin Cristo no es posible entender y valorar la aportación de la nación polaca al desarrollo del hombre y de su humanidad en el pasado y su aportación también hoy: "Esta vieja encina ha crecido asf y no la ha abatido viento alguno, porque su raíz es Cristo" (Piotr Skarga, Kazania sejmowe IV, Biblioteca Narodowa, I, 70, pág. 92). Es necesario caminar siguiendo las huellas de lo que (o más bien, quien) fue Cristo. a través de las generaciones, para los hijos e hijas de esta tierra. Y esto no solamente para aquellos que creyeron abiertamente en El y lo han profesado con la fe de la Iglesia, sino también para aquellos que aparentemente estaban alejados, fuera de la iglesia. Para aquellos que dudaban o se oponían.

3. b) Si es justo entender la historia de la nación a través del hombre, cada hombre de esta nación, entonces simultáneamente no se puede comprendes al hombre fuera de esta comunidad que es la nación. Es natural que ésta no sea la única comunidad, pero es una comunidad especial, quizá la más íntimamente ligada a la familia, la más importante para la historia espiritual del hombre. Por lo tanto no es posible entender sin Cristo la historia de la nación polaca —de esta gran comunidad milenaria— que tan profundamente incide sobre mí y sobre cada uno de nosotros. Si rehusamos esta clave para la comprensión de nuestra nación, nos exponemos a un equívoco sustancial. No nos comprendemos entonces a nosotros mismos. Es imposible entender sin Cristo a esta nación con un pasado tan espléndido y al mismo tiempo tan terriblemente difícil. No es posible comprender esta ciudad, Varsovia, capital de Polonia, que en 1944 se decidió a una batalla desigual con el agresor, a una batalla en la que fue abandonada por las potencias aliadas, a una batalla en la que quedó sepultada bajo sus propios escombros; si no se recuerda que bajo los mismos escombros estaba también Cristo Salvador con su cruz, que se encuentra ante la iglesia en Krakowskie Przedmiescie. Es imposible comprender la historia de Polonia desde Estanislao en Skalka, a Maximiliano Kolbe en Oswiecim, si no se aplica a ellos también ese único y fundamental criterio que lleva el nombre de Jesucristo.

El milenio del bautismo de Polonia, del que San Estanislao es el primer fruto maduro —el milenio de Cristo en nuestro ayer y hoy—, constituye el motivo principal de mi peregrinación, de mi oración de acción de gracias junto con todos vosotros, amadísimos connacionales, a quienes Jesucristo no cesa de enseñar la gran causa del hombre: junto con vosotros, para quienes Jesucristo no cesa de ser un libro siempre abierto sobre el hombre, sobre su dignidad, sobre sus derechos y también un libro de ciencia sobre la dignidad y los derechos de la nación.

Hoy, en esta plaza de la Victoria, en la capital de Polonia, pido, por medio de la gran plegaria eucarística con todos vosotros, que Cristo no cese de ser para nosotros libro abierto de la vida para el futuro. Para nuestro mañana polaco.

4. Nos encontramos ante la tumba del Soldado Desconocido. En la historia de Polonia —antigua y contemporánea—esta tumba tiene un fundamento y una razón de ser particulares. ¡En cuántos lugares de la tierra nativa ha caído ese soldado! ¡En cuántos lugares de Europa y del mundo gritaba él con su muerte que no puede haber una Europa justa sin la independencia de Polonia, señalada sobre su mapa! ¡En cuántos campos de batalla ese soldado ha dado testimonio de los derechos del hombre, grabados profundamente en los inviolables derechos del pueblo, cayendo por "nuestra y vuestra libertad"! "¿Dónde están las queridas tumbas, oh Polonia? ¿Y dónde no están? Tú lo sabes mejor que nadie y Dios lo sabe desde el cielo" (Artur Oppman, Pacierz za zmalych).

¡La historia de la patria escrita a través de la tumba de un Soldado Desconocido!

Deseo arrodillarme ante esta tumba para venerar cada semilla que cayendo en la tierra y muriendo produce fruto en sí misma. Será ésta la semilla de la sangre del soldado derramada sobre el campo de batalla o el sacrificio del martirio en los campos de concentración o en las cárceles. Será la semilla del duro trabajo diario, con el sudor de la frente, en el campo, en el taller, en la mina, en las fundiciones y en las fábricas. Será la semilla de amor de los padres que no rehúsan dar la vida a un nuevo ser humano y que aceptan toda la responsabilidad educativa. Será ésta la semilla del trabajo creativo en las universidades, en los institutos superiores, en las bibliotecas, en los centros de cultura nacional. Será la semilla de la oración, del servicio a los enfermos, a los que sufren, a los abandonados: "todo lo que constituye Polonia".

¡Todo esto en las manos de la Madre de Dios, a los pies de la cruz en el Calvario, y en el Cenáculo de Pentecostés!

Todo esto: la historia de la patria plasmada durante un milenio en el sucederse de las generaciones —también la presente y la futura— por cada hijo e hija, aunque anónimos y desconocidos, como ese soldado, ante cuya tumba nos encontramos ahora...

Todo esto: también la historia de los pueblos que han vivido con nosotros y entre nosotros, como aquellos que a cientos de miles han muerto entre los muros del gueto de Varsovia.

Todo esto lo abrazo con el recuerdo y con el corazón en esta Eucaristía y lo incluyo en este único santísimo Sacrificio de Cristo, en la plaza de la Victoria.

Y grito, yo, hijo de tierra polaca, y al mismo tiempo yo: Juan Pablo II Papa, grito desde lo más profundo de este milenio, grito en la vigilia de Pentecostés:         

¡Descienda tu Espíritu!

¡Descienda tu Espíritu!

¡Y renueve la faz de la tierra!

¡De esta tierra!

Amén.



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