SOLEMNE CELEBRACIÓN EN SUFRAGIO
DEL CARDENAL JOHN JOSEPH WRIGHT
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Sábado 22 de septiembre de 1979
Señores cardenales,
hermanos e hijos queridísimos:
He querido esta concelebración especial para recordar, a poco más de un mes de su dolorosa muerte, la amable figura del cardenal John Joseph Wright. El nos ha dejado silenciosamente, y su muerte privando al Sacro Colegio y a la Curia Romana de un miembro valioso, ha sido y es todavía para nosotros motivo de dolor sincero.
¿Quién ha sido en realidad el cardenal Wright? ¿Cuáles han sido los rasgos característicos de su personalidad? Conocemos bien los elementos externos de su biografía: nacido en los Estados Unidos de América de familia de origen irlandés, después de una juventud marcada por una dedicación ejemplar a las almas, fue nombrado obispo auxiliar de Boston, luego promovido a obispo de Worcester y de Pittsburg, hasta que mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, poniendo en él su confianza, le llamó a Roma como Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero.
Pero, más allá de estos datos externos, destacaba en él —y se nos presenta ahora como característica primera y principal— una notable calidad pastoral: dotado por naturaleza de una rica y cálida humanidad, se mostró siempre Pastor, con todas las notas que deben definirlo según la enseñanza evangélica, es decir, la solicitud, la sensibilidad, la comprensión, el espíritu de sacrificio por las ovejas de la grey (cf. Jn 10, 2-18). Precisamente fue esta actitud, madurada en la no breve experiencia de la vida diocesana, la razón por la que, en el período postconciliar, tuvo la misión de dirigir el importante dicasterio al que compete institucionalmente la animación, en sentido pastoral, del clero y del pueblo cristiano.
Pero, al querer penetrar más adentro en la sicología del purpurado, encontraremos que la fuente secreta que alimentó este compromiso típico suyo fue una constante y personal relación de intimidad con Cristo Señor. El, que había elegido como lema la significativa expresión "Resonare Christum", se preocupó de mantener siempre fresco y vivo este contacto con El. Estaba tan convencido de esta exigencia, que jamás dejó de inculcarla a los sacerdotes, tanto en los escritos como de palabra. Me complace citar, como ejemplo, el penetrante prólogo que escribió para la nueva edición del librito áureo "Manete in dilectione mea", donde se leen estas frases: "Si queréis, queridísimos hermanos, conservar para siempre vuestra identidad sacerdotal en esta época en la que el mundo es demasiado importante para los hombres, tratad de imitar al Corazón de Jesús hoy más que ayer". Y también: "Si queréis que la Iglesia sea verdaderamente sacramento de salvación para el hombre de hoy y que no se desvanezca la propia identidad y sufra la sutil angustia del vacío espiritual, orientad toda vuestra vida espiritual hacia la imitación del Corazón de Jesús". He aquí el centro focal que explica el dinamismo y el celo de nuestro cardenal. He aquí la orientación permanentemente válida que nos transmite, si no queremos —nosotros, obispos y sacerdotes— que nuestro ministerio se debilite o se anule. Efectivamente, es una orientación sobre la que nunca reflexionaremos bastante, porque es connatural a nuestro estado, porque nos llama con urgencia a vivir una intensa vida interior, centrada en Cristo "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 28), alimentada por esa caridad suya, sin la cual aun entre resonantes éxitos exteriores —como nos advierte San Pablo— no somos nada (1Co 13, 1-3).
Una segunda lección que nos da este insigne purpurado: en el multiforme ministerio prestado a los hermanos, sacerdotes y fieles, conservó y demostró una adhesión ejemplar al Magisterio de la Iglesia. Concebía este Magisterio como una realidad viva, como una función sagrada, como un servicio calificado a la integridad de la fe y, en general, a la causa de la verdad, instituido en el interior de la Iglesia por voluntad del Señor (cf. Mt 28, 19-20; 1Tim 3, 15). Y es lícito pensar que en esta ferviente adhesión y, diría, devoción a la Iglesia-Maestra, ha influido la ininterrumpida tradición de fidelidad de la católica Irlanda.
No podía estar mejor indicado para esta asamblea litúrgica nuestra el texto del Evangelio de San Mateo, que acaba de ser proclamado: después de la sublime elevación al Padre (Confiteor tibi, Pater...), Jesús dirige una persuasiva invitación a sus discípulos, para que vengan a El y acepten el yugo suave de su doctrina: Venite ad me omnes... El cardenal Wright se esforzó durante toda su vida, precisamente en este contacto cotidiano, que he recordado antes, de estudiar a Jesús de cerca, de aprender directamente de El las eternas y saludables lecciones de la mansedumbre y humildad de corazón. Antes que el munus docendi, que le competía como obispo y pastor, él tuvo en gran estima ese officium discendi. Nosotros creemos, pues, por la promesa formal del Señor (et invenietis requiem), que ya había encontrado en esta tierra el consuelo y la paz para su alma; pero creemos también que, por la inmensa caridad del mismo Señor, goza ahora de estos bienes, de forma inalterable y plena, en la gloria del cielo. Así sea.
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