VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
SANTA MISA EN EL «BOSTON COMMON»
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Lunes 1 de octubre de 1979
Queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes de América:
1. Esta mañana, temprano, he pisado el territorio de los Estados Unidos de América. En nombre de Cristo doy comienzo a un viaje pastoral que me llevará a bastantes de vuestras ciudades. Al comienzo de este año tuve ocasión de saludar a este continente desde el lugar donde Cristóbal Colón tomó tierra; hoy me encuentro a las puertas de los Estados Unidos, y de nuevo saludo a toda América. Porque este pueblo, dondequiera se encuentre, ocupa un puesto especial en el amor del Papa.
Vengo a los Estados Unidos de América como Sucesor de Pedro y peregrino de la fe. Es para mí una gran alegría realizar esta visita. Por esto mi estima y mi afecto se dirigen a todos los habitantes de esta tierra. Saludo a todos los americanos, sin distinción; deseo encontraros y deciros a todos —hombres y mujeres de cualquier fe religiosa y origen étnico, niños y jóvenes, padres y madres, enfermos y ancianos— que Dios os ama, que, en cuanto seres humanos, os ha conferido una dignidad incomparable. Deseo decir a cada uno que el Papa es vuestro amigo y siervo de vuestra humanidad. En este primer día de mi visita deseo expresar mi estima y mi amor a América, por el experimento comenzado hace dos siglos y que lleva el nombre de Estados Unidos de América; por las realizaciones pretéritas de esta tierra y por su compromiso para un futuro más justo y humano; por la generosidad con que este país ha ofrecido asilo, libertad y posibilidad de mejoramiento a cuantos han arribado a sus playas; por la solidaridad humana que os impulsa a colaborar con todas las demás naciones para que la libertad se ponga a salvo y se haga posible el pleno desarrollo humano. ¡Yo te saludo, América bella!
2. Estoy aquí porque he querido responder a la invitación que me dirigió en primer lugar el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas. Mañana tendré el honor, como invitado de las Naciones Unidas, de trasladarme a este supremo foro internacional de naciones y dirigir un mensaje a la Asamblea General: una llamada al mundo en favor de la justicia y de la paz, una llamada en defensa de la dignidad única de todo ser humano. Me siento muy honrado por la invitación del Secretario General de las Naciones Unidas. Al mismo tiempo soy consciente de la grandeza e importancia del desafío que esta invitación comporta. Desde el primer momento estuve persuadido de que debía aceptar esta invitación de las Naciones Unidas como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal de Cristo. Por esto, expreso mi gratitud profunda también a la jerarquía eclesiástica de los Estados Unidos, que se asoció a la iniciativa de las Naciones Unidas. He recibido muchas invitaciones de cada una de las diócesis y de diversas regiones de este país, como también de Canadá. Lamento mucho no poder aceptar todas ellas; si fuese posible, querría realizar por todas partes una visita pastoral. Mi peregrinación a Irlanda, con ocasión del centenario del santuario de Nuestra Señora de Knock, ha sido una introducción oportuna para mi visita a vosotros. Espero sinceramente que toda esta visita mía a los Estados Unidos será interpretada a la luz de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy, emanada del Concilio Vaticano II.
Y esta tarde estoy profundamente contento de encontrarme con vosotros aquí, en «Boston Common». En vosotros saludo a la ciudad de Boston y a todos sus habitantes, como también al Commonwealth de Massachusetts y a todas sus autoridades civiles. Con especial afecto saludo aquí al cardenal Medeiros y a toda la archidiócesis de Boston. Un recuerdo particular me une a esta ciudad, ya que, hace ahora tres años, por invitación de la Escuela de teología, tuve la oportunidad de hablar en la Universidad de Harvard. Al recordar este memorable acontecimiento, deseo expresar una vez más mi gratitud a las autoridades de Harvard y al decano de la Escuela de teología, por esa excepcional y preciosa oportunidad.
3. Durante mi primera visita a los Estados Unidos, como Papa, en la víspera de mi visita a la Organización de las Naciones Unidas, deseo dirigir ahora una palabra especial a los jóvenes aquí reunidos.
Esta tarde, de manera realmente especial, extiendo mis manos a la juventud de América. En la ciudad de México y en Guadalajara me encontré con la juventud de América Latina. En Varsovia y Cracovia, con la juventud polaca. En Roma me encuentro frecuentemente con grupos de jóvenes provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. Ayer, en Galway, me encontré con la juventud irlandesa. Y ahora, con gran alegría, me encuentro con vosotros. Para mí cada uno de estos encuentros supone un nuevo descubrimiento. Cada vez hallo en los jóvenes la alegría y el entusiasmo de la vida, la búsqueda de la verdad y de un significado más profundo de la existencia que se abre ante ellos con todo su encanto y potencialidad.
4. Esta tarde quiero repetiros cuanto creo debo decir a los jóvenes: vosotros sois el futuro del mundo, y "el mañana os pertenece". Deseo traer a vuestra memoria los encuentros del mismo Jesús con los jóvenes de su tiempo. Los Evangelios nos conservan el interesante relato de la conversación que mantuvo Jesús con un joven. Leemos que el joven propuso a Cristo uno de los problemas fundamentales que la juventud se propone en todas partes: ¿Qué he de hacer...?" (Mc 10, 17), recibiendo de El una respuesta precisa y penetrante: "Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y dijo...: ven y sígueme" (Mc 10, 21). Pero mirad lo que ocurre: el joven, que había mostrado tanto interés por el problema fundamental, "se fue triste, porque tenía mucha hacienda" (Mc 10, 22). Sí, se fue y —como puede deducirse del contexto—rehusó aceptar la llamada de Cristo.
En su concisa elocuencia, este acontecimiento profundamente penetrante expresa una gran lección en pocas palabras: toca problemas sustanciales y cuestiones de fondo que no han perdido, en modo alguno, su importancia. En todas partes los jóvenes se plantean problemas importantes: problemas sobre el significado de la vida, sobre el modo recto de vivir, sobre la verdadera escala de valores: "¿Qué he de hacer? ¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?". Estas preguntas dan testimonio de vuestros pensamientos, de vuestras conciencias, de vuestros corazones, y de vuestras voluntades. Dicen al mundo que vosotros, vosotros los jóvenes, lleváis en vosotros mismos una apertura especial a todo cuanto es bueno y verdadero. Esta apertura, en cierto sentido, constituye una "revelación" del espíritu humano. Y en esta apertura a la verdad, a la bondad y a la belleza, cada uno de vosotros puede encontrarse a sí mismo; por este motivo en esta apertura todos vosotros podéis experimentar de alguna manera lo que experimentó el joven del Evangelio: "Jesús, poniendo en él los ojos, le amó" (Mc 10, 21).
5. Por esto os digo a cada uno de vosotros: escuchad la llamada de Cristo, cuando sentís que os dice: "Sígueme". Camina sobre mis pasos. ¡Ven a mi lado! ¡Permanece en mi amor! Es una opción que se hace: ¡la opción por Cristo y por su modelo de vida, por su mandamiento de amor!
El mensaje de amor que trae Cristo es siempre importante, siempre interesante. No es difícil ver cómo el mundo de hoy, a pesar de su belleza y grandeza, a pesar de las conquistas de la ciencia y de la tecnología, a pesar de los apetecidos y abundantes bienes materiales que ofrece, está ávido de más verdad, de más amor, de más alegría. Y todo esto se encuentra en Cristo y en su modelo de vida.
¿Me equivoco acaso cuando os digo a vosotros, jóvenes católicos, que forma parte de vuestra tarea en el mundo y en la Iglesia revelar el verdadero significado de la vida allí donde el odio, la indiferencia, o el egoísmo amenazan con trastornar al mundo? Frente a estos problemas y a estas desilusiones, muchos tratarán de huir de las propias responsabilidades, refugiándose en el egoísmo, en los placeres sexuales, en la droga, en la violencia, en el indiferentismo o en una actitud de cinismo. Pero hoy yo os propongo la opción del amor, que es lo contrario de la huida. Si vosotros aceptáis realmente este amor que viene de Cristo, éste os conducirá a Dios. Quizá en el sacerdocio o en la vida religiosa; quizá en algún servicio especial que prestéis a vuestros hermanos y hermanas, especialmente a los necesitados, a los pobres, a quien se siente solo, a los marginados, a aquellos cuyos derechos han sido conculcados, a aquellos cuyas exigencias fundamentales no han sido satisfechas. Cualquier cosa que hagáis de vuestra vida, haced que sea un reflejo del amor de Cristo. Todo el Pueblo de Dios se enriquecerá con la diversidad de vuestros compromisos.
En todo lo que hagáis, recordad que Cristo os llama, de una u otra manera, a un servicio de amor: amor de Dios y del prójimo.
6. Y ahora, volviendo a la narración del joven del Evangelio, vemos que oye la llamada: "Sígueme", pero "se fue triste, porque tenía mucha hacienda".
La tristeza de este joven nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo. ¡No estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor, y no a la huida!
El amor verdadero es exigente. No cumpliría mi misión si no os lo hubiera dicho con toda claridad. Porque fue Jesús —-nuestro mismo Jesús— quien dijo: "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15, 14). El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa disciplina y sacrificio, pero significa también alegría y realización humana.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo a un esfuerzo honesto y a un trabajo honesto; no tengáis miedo a la verdad. Con la ayuda de Cristo y a través de la oración, vosotros podéis responder a su llamada, resistiendo a las tentaciones, a los entusiasmos pasajeros y a toda forma de manipulación de masas. Abrid vuestros corazones a este Cristo del Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!
Y como última palabra, a todos vosotros que me escucháis esta tarde, querría deciros esto: el motivo de mi misión, de mi viaje por los Estados Unidos, es deciros a vosotros, decir a cada uno —jóvenes y ancianos—, decir a cada uno en nombre de Cristo: "¡Ven y sígueme!".
¡Seguid a Cristo! Vosotros, esposos, haceos partícipes recíprocamente de vuestro amor y de vuestras cargas, respetad la dignidad humana de vuestra esposa; aceptad con alegría la vida que Dios os confía; haced estable y seguro vuestro matrimonio por amor a vuestros hijos.
¡Seguid a Cristo: vosotros todavía célibes, o que os estáis preparando para el matrimonio! ¡Seguid a Cristo! Vosotros, jóvenes o viejos. ¡Seguid a Cristo! Vosotros enfermos o ancianos; vosotros, los que sufrís o estáis afligidos; los que notáis la necesidad de cuidados, la necesidad de amor, la necesidad de un amigo: ¡seguid a Cristo!
En nombre de Cristo extiendo a todos vosotros la llamada, la invitación, la vocación: ¡Ven y sígueme! Para esto he llegado a América y para esto estoy en Boston esta tarde: para llamaros a Cristo, para llamar a todos y a cada uno de vosotros a vivir en su amor, hoy y siempre. Amén.
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