VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
SANTA MISA EN LA EXPLANADA DEL «LIVING HISTORY FARMS»
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
De Moines
Jueves 4 de octubre de 1979
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Aquí, en el corazón geográfico de América, en medio de estos fértiles campos en plena cosecha, vengo a celebrar la Eucaristía. Ahora que estoy en vuestra presencia, en este período de la recolección otoñal, creo que son apropiadas las palabras que se repiten cuando el pueblo se reúne a celebrar la Eucaristía: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre".
Como quien ha vivido siempre cerca de la naturaleza, permitidme hablaros hoy de la tierra, del campo, y de lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre".
1. La tierra es un don de Dios, confiado al hombre desde el principio. Es un don de Dios, dado por un Creador amante como medio de sustentar la vida que El ha creado. Pero la tierra no es sólo don de Dios; es también una responsabilidad del hombre. El hombre, creado él mismo del polvo de la tierra (cf. Gén 3, 7), fue constituido como su dueño y señor (cf. Gén 1, 26). En orden a producir fruto, la tierra iba a depender del genio y la maestría, del sudor y del trabajo de la gente a la que Dios se la iba a confiar. Así, fue deseo de Dios que el alimento que iba a mantener la vida en la tierra fuese a la vez lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre".
A todos los que sois granjeros y a todos los que os halláis asociados a la producción agrícola os quiero decir esto: la Iglesia tiene en alta estima vuestro trabajo. Cristo mismo mostró su estima por la vida agrícola al describiros a Dios su Padre como "viñador" (Jn 15, 1). Vosotros cooperáis con el Creador, el "viñador", al conservar y nutrir la vida. Vosotros cumplís el mandamiento dado por Dios al principio: "Henchid la tierra; sometedla" (Gén 1, 28). Aquí, en el corazón de América, los valles y colinas han sido cubiertos de grano, los hatos y rebaños se han multiplicado continuamente. Trabajando duramente os habéis convertido en dueños de la tierra y la habéis sometido. Gracias a la abundante fertilidad que las modernas técnicas agrícolas han hecho posible, mantenéis la vida de millones de personas que no trabajan la tierra, pero que viven de lo que producís. Consciente de esto, hago mías las palabras de mi amado predecesor Pablo VI: "Hay que proclamar y promover sin descanso la dignidad de los agricultores, la de todos los que trabajan a diferentes niveles en la investigación y en la acción dentro del campo del desarrollo agrícola" (Alocución a la Conferencia mundial de la Alimentación, 9 de noviembre de 1974, núm. 7).
¿Cuáles son, pues, las actitudes que deben permear las relaciones del hombre con la tierra? Como siempre, debemos buscar la respuesta empezando por Jesús, porque, como dice San Pablo: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (FIp 2, 5). En la vida de Jesús observamos una real cercanía a la tierra. En su enseñanza hacía referencia a las "aves del cielo" (Mt 6, 26), los "lirios del campo" (Mt 6, 28). Hablaba del agricultor que salió a sembrar su semilla (cf. Mt 13, 4 ss.); llamaba a su Padre celestial "viñador" (Jn 15, 1), y a Sí mismo se denominaba "buen pastor" (Jn 10, 14). Esta cercanía a la naturaleza, esta espontánea conciencia de la creación como don de Dios, así como la bendición de la familia estrechamente unida (características todas ellas de la vida agrícola en todas las épocas, incluida la nuestra), todo ello formaba parte de la vida de Jesús. Por consiguiente, os invito a que vuestras actitudes sean siempre las de Cristo Jesús.
2. Tres son, en particular, las actitudes apropiadas a la vida rural. En primer lugar: gratitud. Recordad las primeras palabras de Jesús en el Evangelio que acabamos de escuchar: "Te alabo, Padre, Señor de cielos y tierra". Que ésta sea siempre vuestra actitud. Diariamente se le recuerda al agricultor cuánto depende de Dios. De los cielos viene la lluvia, el viento y el calor. Todo ello sucede al margen de las órdenes o el control del agricultor. El agricultor prepara la tierra, siembra la semilla y trabaja la cosecha. Pero Dios hace que crezca; sólo El es fuente de vida. Incluso los desastres naturales, tales como granizadas y sequías, tornados o avenidas, recuerdan al granjero que depende de Dios. Fue seguramente esta convicción lo que empujó a los primitivos peregrinos llegados a América a establecer la fiesta llamada de "Acción de gracias". Después de cada cosecha, independientemente de lo que haya producido ese año, los agricultores hacen suya, con humildad y agradecimiento, la oración de Jesús: "Te alabo., Padre, Señor de cielos y tierra".
En segundo lugar, la tierra debe conservarse con cuidado, puesto que se pretende que sea fructífera de generación en generación. A vosotros, que vivís en el corazón de América, se os ha confiado una parte de la mejor tierra del mundo: un suelo rico en minerales, un clima favorable para la producción de cosechas fértiles, agua fresca y aire limpio disponibles a vuestro alrededor. Sois siervos de algunos de los más importantes recursos con que ha dotado Dios al mundo. Conservad, por consiguiente, bien la tierra, para que los hijos de vuestros hijos y las generaciones que les sigan puedan heredar una tierra todavía más rica que la que os fue confiada. Pero recordad, al mismo tiempo, cuál es el núcleo de vuestra vocación. Es verdad que la agricultura, hoy y aquí, suministra al agricultor unos medios de vida económicos; sin embargo, eso siempre será algo más que una empresa de simple lucro. Mediante la agricultura cooperáis con el Creador en la conservación misma de la vida en la tierra.
En tercer lugar, os quiero hablar de la generosidad, de una generosidad que nace del hecho de que "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad" (Gaudium et spes, 69). Vosotros, agricultores de hoy, sois siervos de un don de Dios que se quiso fuera para el bien de toda la humanidad. Tenéis la capacidad de proveer de alimento a millones de personas que no tienen nada que comer y de contribuir, así, a librar al mundo del hambre. Os dirijo la misma pregunta que formuló Pablo VI hace cinco años: "...Si el potencial de la naturaleza es inmenso, si el del dominio del espíritu humano sobre el universo parece casi ilimitado, ¿qué falta muchas veces para que actuemos con equidad... con esta generosidad, esta inquietud que suscita la vista de los sufrimientos y de las miserias de los pobres, esta profunda convicción de que toda la familia sufre cuando uno de sus miembros está en la aflicción?" (Alocución a la Conferencia mundial de la Alimentación, 9 de noviembre de 1974, núm. 9).
Recordad cuando Jesús vio a la multitud hambrienta reunida en la montaña. ¿Cuál fue su respuesta? No se contentó con manifestar su compasión. Les dio a sus discípulos esta orden: "Dadles vosotros de comer" (Mt 14, 16). ¿No proyectó esas mismas palabras hacia nosotros hoy; hacia nosotros que vivimos en la última etapa del siglo XX, hacia nosotros que tenemos medios capaces para alimentar a los hambrientos del mundo? Respondamos generosamente a su mandato compartiendo el fruto de nuestro trabajo, haciendo partícipes a otros de los conocimientos que hemos adquirido, siendo en todas partes los promotores del desarrollo rural y defendiendo el derecho al trabajo de la población rural, puesto que toda persona tiene derecho a un empleo adecuado.
3. Los agricultores suministran pan a toda la humanidad, pero sólo Cristo es pan de vida. Sólo El satisface la más profunda hambre de la humanidad. Como dice San Agustín: "Nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti" (Confesiones I, 1). A la vez que somos conscientes del hambre físico de millones de hermanos y hermanas nuestros en todos los continentes, recordamos en esta Eucaristía que el hambre más profunda se halla en el fondo del alma humana. A todos aquellos que son conscientes de esa hambre en ellos mismos, Jesús les dice: `"Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré". Hermanos y hermanas en Cristo: Escuchemos estas palabras con todo nuestro corazón. Van dirigidas a cada uno de nosotros. A cuantos cultivan la tierra, a cuantos se benefician del fruto de su trabajo, a todos los hombres y mujeres de la tierra Jesús dice: "Venid a mí... que yo os aliviaré". Aunque todos los hambrientos físicos del mundo fueran saciados, aunque todos los que padecen hambre (mujeres y hombres) fuesen nutridos por su propio trabajo o por la generosidad de los demás, esa hambre más profunda del hombre persistiría todavía.
En la Carta de San Pablo a los Gálatas se nos recuerda: "Lo que importa, en definitiva, es que uno sea creado de nuevo". Sólo Cristo puede recrearnos; y esta nueva creación empieza sólo en su cruz y resurrección. Sólo en Cristo es donde toda la creación es restaurada en su propio orden. Por eso os digo: Venid todos vosotros a Cristo. El es el pan de vida. Venid a Cristo y nunca volveréis a tener hambre.
Traed con vosotros a Cristo el producto de vuestras manos, el fruto de la tierra, lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre". En este altar, estos dones serán transformados en Eucaristía del Señor.
Traed con vosotros vuestros esfuerzos por hacer una tierra fértil, vuestro trabajo y vuestra fatiga. En este altar, a causa de la vida, muerte y resurrección de Cristo, queda santificada, elevada y colmada toda actividad humana.
Traed con vosotros al pobre, al enfermo, al exiliado y al hambriento; traed a cuantos están fatigados o llevan una vida agobiante. En este altar serán reconfortados, porque su yugo es suave y su carga ligera.
Pero sobre todo traed a vuestras familias y dedicadlas nuevamente a Cristo, para que puedan continuar siendo esa comunidad laboriosa, viva y amante donde se respeta la naturaleza, donde se comparten las cargas y donde el Señor es alabado con gratitud.
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