SANTA MISA CON LOS PARTICIPANTES EN LA III ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Capilla Matilde
Miércoles 10 de octubre de 1979
Queridos hermanos y hermanas:
Es fácil evocar la vida del querido mons. Marcel Uylenbroeck, escuchando las lecturas de la Escritura Santa: Dios le puso a prueba a lo largo de una enfermedad inexorable, que le ha atacado en plena madurez de su edad y cuando cumplía para la Iglesia un servicio importante y apreciado. El aceptó la prueba, con fe, y ofreció su vida por la Iglesia. Cristo, el dueño de la casa, vio entonces que tenía encendida su lámpara, la lámpara de la caridad y de la esperanza. Y aceptó su holocausto. Como dice San Pablo, tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor.
Mons. Uylenbroeck había, como bien sabéis, consagrado su vida al Señor, con un especial celo por la evangelización. Muy pronto participó, siendo aún laico, en el apostolado con los jóvenes del mundo obrero, dentro de la JOC belga; luego, ya sacerdote, como consiliario nacional e internacional de dicho Movimiento. Cuando Pablo VI lo nombró, hace diez años, secretario del Consejo de los Laicos, aportaba, por tanto, al cargo una experiencia utilísima para comprender la vida de los laicos y su apostolado organizado. Y es ahí donde muchos de vosotros, y yo mismo, lo hemos visto actuar. En su tarea, sabía promover de buen grado las actividades multiformes de las Asociaciones de laicos, así como recoger los frutos de vida cristiana, en que tiene su parte el Espíritu Santo. Ayudaba a los responsables a reflexionar, a confrontar sus actividades con las de los demás en la Iglesia universal, siguiendo las orientaciones de la Santa Sede, y a profundizar en las motivaciones; al mismo tiempo, contribuía al servicio del Papa. Además de otras tareas que constituyen el honroso deber del Pontificio Consejo para los Laicos.
Al margen de este trabajo, continuaba interesándose, en la misma Roma y fuera de ella, por los jóvenes de toda condición, consagrando su tiempo y sus fuerzas apostólicas, en contactos personales o por correspondencia, a consolarlos, aclararles ideas, enderezarles hacia un camino mejor. inspirándose en el Evangelio.
Con todos cuantos se han beneficiado de este trabajo, vamos a ofrecérselo al Señor, pidiéndole que recompense a este siervo fiel y le conceda su luz, su paz, su gozo, en la vida eterna.
Vosotros habéis seguido de modo especial ese trabajo durante la asamblea general. No es éste el lugar oportuno para insistir en ello, pero tengo que decir que me siento obligado a dar las gracias y estimular vivamente a los miembros y consultores del Consejo, algunos de los cuales han venido de muy lejos así como a todas las personas que prestan diariamente su colaboración en las actividades de este dicasterio. Yo mismo he participado como miembro del Consejo —en tiempos todavía no muy lejanos— a ese trabajo de confrontación y reflexión. Como Papa cuento con vuestra aportación para iluminar, sostener, armonizar el dinamismo de los laicos en todo el mundo, así como para que comuniquéis, a mí y a la Santa Sede, vuestras informaciones y sugerencias, y muy especialmente las de esta asamblea.
Las parroquias siguen siendo los lugares privilegiados donde los laicos de toda condición y de todas las asociaciones pueden reunirse para celebrar la Eucaristía, especialmente el culto dominical, para la oración, para la animación catequística, etc. Pero es conveniente también que existan, ligados a ellas; otros lugares, otros centros, tanto a escala mayor o, por el contrario, más reducida, a fin de proveer a las necesidades específicas del Pueblo de Dios en materia de educación, de catequesis, de asistencia, de ayuda sanitaria, de promoción social, etc. Esto permitirá una participación más directa del laicado y una acción más adecuada. Ese era precisamente el tema de vuestra asamblea: la formación de tales comunidades locales de base. Se trata de estimularlas, garantizando su autenticidad evangélica y su cualidad eclesial. Es muy importante para la vitalidad de la Iglesia, para su inserción y su testimonio en el mundo contemporáneo.
Sería oportuno también revisar los criterios de las Organizaciones internacionales católicas y el estatuto de sus asistentes eclesiásticos, porque deben estar bien definidos el papel de los laicos, el de los sacerdotes y la conexión con la Iglesia y el Magisterio.
Las mujeres, en especial, deben encontrar exactamente la función que les corresponde en la Iglesia y hacer que ésta se beneficie de todos sus recursos de fe y de caridad.
No nos olvidemos, por otra parte, que el próximo Sínodo llama desde ahora la atención de toda la Iglesia sobre un apostolado irreemplazable: el de la familia.
Por vuestra parte, contribuid a que toda esta acción de los laicos se inspire en la fe, es decir, en la importancia de la revisión de vida a la luz del Evangelio y en la importancia de la oración, así como en la fidelidad a la Iglesia, en la preocupación, no ya de uniformidad, sino de unidad y de comunión; y, sobre todo, en la esperanza.
Numerosos signos —como he podido comprobar en Irlanda y en Estados Unidos— demuestran hoy que existen maravillosas reservas de fe y de dinamismo cristiano en el corazón de nuestros contemporáneos, especialmente entre los jóvenes. E incluso aun cuando esos signos son menos evidentes —debemos trabajar con fe y paciencia—, no hemos de olvidar que Dios es fiel a sus promesas y que hará que consigan frutos quienes se arriesgan a construir su vida sobre la roca del Evangelio. ¡Animo! Que su Espíritu no abandona a quienes le imploran, como la Virgen en Pentecostés, y que hacen, como Ella, lo que el Señor les diga. Bendiciéndoos de todo corazón, ruego a Dios que fortifique vuestra esperanza. Y que conceda felicidad eterna a aquel que nos ha precedido en la casa del Padre, a nuestro amigo mons. Marcel Uylenbroeck.
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