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SOLEMNE CONCELEBRACIÓN LITÚRGICA DE RITO BIZANTINO-UCRANIO
PARA LA APERTURA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS UCRANIOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Capilla Sixtina
Lunes 24 de marzo de 1980

 

Con gran alegría en esta acción santísima e íntima comunión con Cristo —que en la Eucaristía, es decir, en el Sacramento "por el cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia" (Unitatis redintegratio, 2), se hace vínculo de la unidad en la caridad— os dirijo el más afectuoso saludo a todos vosotros que, con nuestro venerado hermano, el cardenal Josyf Slipyj, arzobispo mayor de Lwów, habéis venido de diversas partes del mundo, por donde se encuentran. dispersos vuestros fieles, para. la celebración de este Sínodo.

Vuestra procedencia originaria no puede menos de evocar en mi espíritu la particular cercanía de vuestro glorioso pueblo con mi pueblo de origen. ¿Cómo no congratularme, pues, con vosotros por el hecho de que, en unión de vuestros fieles, habéis sido hallados dignos de "padecer ultrajes por el nombre de Jesús" " (cf. Act 5, 41) precisamente por vuestra fidelidad a Jesucristo, a Iglesia y a esta Sede de Pedro?

1. Y precisamente a esta Sede de Pedro habéis dirigido el espíritu y el corazón, llenos de confianza, al ser convocados para este vuestro Sínodo, que he querido celebrar con vosotros. Podéis estar seguros de que el humilde Sucesor de Pedro, en toda ocasión, como en este encuentro fraterno de alegría, sólo tiene un deseo: el ser, como ha dicho el Vaticano II, "principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los obispos como de la multitud de los fieles" (Lumen gentium, 23). Mi afán más sagrado corresponde a lo que la Lumen gentium afirma que es la función de la Cátedra de Pedro: "que preside la asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas, y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla" (núm. 13).

Esta unidad, testamento de amor y supremo deseo de Cristo en su gran oración sacerdotal (cf. Jn 17, 11. 21. 23), constituye ciertamente el anhelo más profundo de nuestros espíritus, si nos detenemos a considerar el misterio de la Iglesia en el mundo. Se trata de un anhelo que, si es profundo sufrimiento al contemplar la división de la veste inconsútil del Cuerpo de Cristo, se convierte a la vez en oración incesante que se une a la invocación de Cristo por la unidad, como también en acción prudente y animosa para que, dentro del pleno respeto a la libertad opcional de cada uno de los hombres, se pueda restaurar en la Iglesia la "unidad del espíritu en el vínculo de la paz", como conviene a los que están llamados a la gran esperanza única que es Cristo Jesús.

Es la unidad que manifiesta el misterio de esa vida por la que todos nosotros somos en Cristo "un cuerpo y un espíritu", en la realidad del "sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está, sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 4-6). La múltiple diversidad de los ministerios, expresada también por la pluralidad de los dones, se orienta '"para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe" (ib., 13).

Este alcanzar forma parte de nuestro humilde servicio. Como Pastores de la grey de Dios, todos estamos comprometidos en hacer cuanto dependa de nosotros para que la caridad realice en Cristo la unidad de su Iglesia. Es el gran ideal que debe mantenernos vigilantes, atentos, ingeniosos, valientes, para que se realice lo que Jesús, Pastor Supremo, imploró "para que todos sean uno". ¿A qué otra cosa mira, fundamentalmente, nuestro Sínodo?

2. El "mysterium fidei" que celebramos en torno al altar, manifiesta y realiza de manera totalmente especial esta unidad que imploramos con Cristo y por la que trabajamos.

Ciertamente "la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el Sacramento del pan eucarístico" (Lumen gentium, 3; cf. también 11). Esta admirable unidad no se manifiesta solamente en el vínculo material que une estrechamente a los fieles en la única mesa, sino en la comunión profunda con Cristo "nuestra Pascua" (1 Cor 5, 7). Jesucristo, Redentor del hombre, es el principio de la unidad nueva de todos los hombres. "Por su sangre, nosotros, que estábamos lejos, hemos podido acercarnos en Cristo Jesús" (cf. Ef 2, 13). Y :precisamente el "memorial" por excelencia del Señor, la Eucaristía, es el que actualiza el misterio de gracia, sigilado fundamentalmente cuando Cristo ofreció en la cruz la reconciliación ya sellada en la. última Cena.

El, que es "nuestra paz", cuando en la muerte "se entregaba el cuerpo" ofrecido en la cena a los discípulos, ratificaba la unidad, que están llamados a tener en El todos los hombres. Entonces cae el muro de división que había creado el pecado, desaparece la enemistad, se restablece la paz y la reconciliación, queda constituido "un solo hombre nuevo" (cf. Ef 2, 14-16). El misterio del cuerpo inmolado y de la sangre derramada" para la edificación de la unidad, vive aquí en la Eucaristía, Aquí se consuma la "nueva y eterna alianza" que renueva y afianza más nuestra unión con El. Aquí esta unión se convierte en perenne "transfusión" de vida,que realiza el mayor ideal cristiano, el de vivir por Dios: "el que me come vivirá por mí" (Jn 6, 57).

Y vivir por Cristo, es vivir pos Dios; es tender a la gloria del Padre: es realizar con el Padre la perenne comunión orante que secunda la moción íntima del Espíritu que eleva a El (cf. Rom 8, 15; Gál 4, 6); es hacer de la voluntad, del Padre nuestra comida, en el cumplimiento fiel de la obra que El nos ha encomendado (cf. Jn 4, 34); es ser perfectos como es perfecto el Padre en el don del amor misericordioso y generoso a todos los hermanos (cf. Mt 5, 43-48). Así la vida divina, a través de la Eucaristía y por medio de la Eucaristía, "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11), alcanza en el hombre la plenitud. La plenitud de la comunión con el Padre en el Espíritu por medio de Cristo sacerdote y víctima, pan de vida, plenitud que se difunde en donación de caridad, comunión de gracia, realidad de "comunicación" entre los hermanos.

La verdadera profunda unidad entre los hombres nace de la Eucaristía de modo privilegiado. En ella nuestro Salvador ofrece a la Iglesia, su Esposa, "el memorial de su muerte y resurrección como sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad", según las conocidas palabras de San Agustín, que ha hecho propias la Sacrosanctum Concilium (núm. 47). En la Eucaristía, en la experiencia más viva de Cristo, que "nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio" (Ef 5, 2), nosotros aprendemos a "caminar en el amor" (ib.), o mejor, nos hacemos profundamente idóneos para la vida de Cristo que se convierte en vida nuestra, para imitar a Dios como "hijos amados" (ib., 1). Al participar en la Eucaristía "comiendo del único pan y bebiendo del único cáliz" (cf. 1 Cor 10, 17) realizamos en Cristo la comunión que nos permite ser "un solo corazón y una sola alma" (cf. Act 4, 32) y estar disponibles para amar como Cristo ha amado (cf. Jn 13, 34), incluso a estar dispuestos para sufrir y dar la vida por los hermanos (cf. Jn 15, 13).

Si atendemos a la historia de vuestra Iglesia, historia que para algunos de vosotros ha sido realidad vivida, podemos decir con seguridad que la fuerza de la fe, que se hace amor y donación por los hermanos hasta el martirio, es una experiencia que nace de la Eucaristía. En ella ha encontrado vuestra Iglesia la fuente del heroísmo; por ella vuestro amor se ha manifestado en la "confessio" que ha afianzado la unidad de los Pastores y de los fieles.

3. "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 10, 17). Esta unidad estupenda se realiza de manera especialmente notable en esta celebración que inaugura la asamblea de gracia y de amor que es el Sínodo de vuestra Iglesia.

Vosotros estáis aquí unidos con Pedro, "movidos por la comunión de fraterna caridad y por el celo de la misión universal confiada a los Apóstoles" (Christus Dominus, 36). Y de esta Eucaristía, que estamos celebrando, sacamos el espíritu necesario que, mientras nos une en Cristo a Dios en el único amor del Espíritu Santo, dilata a la vez nuestro corazón a la sensibilidad profunda y auténtica del interés, de la solicitud, de la donación en la caridad apostólica.

El deseo profundo de que el Sínodo se celebrase ad Petri cathedram no tiene otra finalidad sino la de poner de relieve "la unidad que hemos recibido de los Apóstoles: la unidad colegial". Ahora bien, como he subrayado en la Carta que he dirigido a todos los obispos en el primer domingo de Cuaresma de este año sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, "esta unidad ha nacido, en cierto sentido, en la mesa del Pan del Señor, el jueves Santo" (p. III). Porque fue en el Cenáculo donde los Apóstoles, en la mesa del Señor; recibieron el mandato que con la celebración de la Eucaristía asegura la "consumación" de la vida de comunión con Dios y con los hermanos, estableciendo la unidad de la que vive la Iglesia y de la que debe ser signo y sacramento en el mundo. Así también fue en el Cenáculo; precisamente en el banquete de la cena eucarística, donde Jesús oró por la unidad de los "suyos", de esos Apóstoles, de cuya gracia y mandato nosotros llevamos el peso y el honor para la salvación de todo el mundo.

Estos días de gracia, que se inauguran con la celebración común de la Eucaristía, deben convertirse, por lo tanto, en una experiencia particular de unidad, de concordia, de colaboración. Gracias a la Eucaristía, "somos muchos un solo cuerpo", como acabo de decir con palabras de San Pablo. ¡Somos el Cuerpo de Cristo! Unidos a toda la Iglesia del Señor Jesús, con la mirada fija en El, nuestra Cabeza, Maestro y Redentor, y juntamente con el corazón que late con todos nuestros hermanos, especialmente con los fieles de vuestra Iglesia, en nuestra profunda unión debemos dar el testimonio que impulsa al mundo a creer (cf. Jn 17, 21). Pero, ¿qué han de creer? Creer que nosotros tenemos fe en Cristo, creer que estamos dominados por su amor, creer que por encima de toda realidad humana estamos convencidos del primado de Dios y de su acción, creer que amamos realmente a Dios y, por este amor, amamos al mundo y a todos los hombres, por los cuales estamos dispuestos a ofrecer con gozo nuestro ministerio diligente, atento, actualizado, completo, si es necesario incluso hasta la muerte y muerte de cruz.

Esto es lo que brota de nuestro espíritu mientras celebramos el misterio eucarístico, experimentando la gracia al comienzo de nuestro Sínodo. Reunidos en el Cenáculo no nos sentimos aislados de los hermanos por los cuales estamos unidos aquí. Ellos, especialmente en esta celebración eucarística, están con nosotros. Oran con nosotros y por nosotros, con nosotros y por nosotros invocan la plenitud del Espíritu Santo, con nosotros y por nosotros imploran esa unidad de espíritu en el vínculo de la paz, que nos ayude a ver las necesidades de su Iglesia, las urgencias más vivas, y juntamente nos dé la fuerza y la valentía para llevarles la ayuda oportuna. Solamente así este Sínodo, expresión típica de la unidad de la Iglesia, será una primavera del Espíritu Santo para nosotros y para la querida Iglesia ucrania que, por medio de vosotros, está aquí presente. Siglos de historia, de luchas y de martirios, manifestaciones de fe y de ardor evangélico, celo por el anuncio del Evangelio en comunión con la Iglesia universal y con Pedro, están presentes aquí, en esta hora, de modo extraordinario. Que esta presencia espiritual, pero verdadera, profunda, viva, sostenga nuestro trabajo, renovándonos a todos en el espíritu de los Apóstoles para bien de nuestros fieles.

La experiencia del Cenáculo no reflejaría la hora de gracia de la efusión del Espíritu, si no tuviese la gracia y la alegría de la presencia de María. "Con María, la madre de Jesús" (Act 1, 4), se lee en el gran momento de Pentecostés. Y ésta es la hora que nosotros queremos experimentar y renovar. Por esto, con la riquísima tradición mariana de vuestra Iglesia, nos unimos a la Virgen Santísima. Ella, Madre del amor y de la unidad, nos una profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos "un solo corazón y una sola alma". Ella, "madre de la unidad", en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser "uno" y para convertirnos en instrumentos de unidad entre nuestros fieles y entre todos los hombres.

Es la gracia que confío como deseo de lo más profundo del corazón a la Virgen de la Encarnación. La humilde esclava del Señor "interceda ante su Hijo... hasta que todas las familias de los pueblos... lleguen a reunirse felizmente en paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad" (Lumen gentium, 69). A Ella, "ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (ib., 65), os confío a todos vosotros, uno por uno, con vuestras Iglesias y vuestros fieles, para que con su contemplación y con su ayuda, gracias también a este Sínodo, seamos realmente los apóstoles de los tiempos nuevos.

 



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