SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
ORDENACIÓN DE 11 NUEVOS OBISPOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica de San Pedro
Martes 6 de enero de 1981
1. "Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!" (Is 60, 1). Con estas palabras del Profeta Isaías la liturgia de hoy anuncia la celebración de una gran fiesta: la solemnidad de la Epifanía del Señor, que es la culminación de la fiesta de Navidad; del nacimiento de Dios
Las palabras del Profeta se dirigen a Jerusalén, a la ciudad del Pueblo de Dios, a la ciudad de la elección divina. En esta ciudad la Epifanía debía alcanzar su cénit en los días del misterio pascual del Redentor.
Sin embargo, por el momento, el Redentor es todavía un niño pequeño. Yace en una pobre gruta cerca de Belén, y la gruta sirve de refugio para los animales. Allí encontró el primer albergue para Sí mismo sobre esta tierra. Allí le rodearon el amor de la Madre y la solicitud de José de Nazaret. Y allí tuvo lugar también el comienzo de la Epifanía: de esa gran luz que debía penetrar los corazones, guiándolos por el camino de la fe hacia Dios, con el cual solamente por esta senda puede encontrarse el hombre: el hombre viviente con el Dios viviente.
Hoy en este camino de la fe vemos a los tres nuevos hombres que vienen de Oriente, de fuera de Israel. Son hombres sabios y poderosos, que vienen a Belén conducidos por la estrella en el firmamento celeste y por la luz interna de la fe en la profundidad de sus corazones.
2. En este día, tan solemne, tan elocuente, os presentáis aquí vosotros, venerados y queridos hijos, que por el acto de la ordenación debéis venir a ser hermanos nuestros en el Episcopado, en el servicio apostólico de la Iglesia. Os saludo cordialmente en esta basílica, la cual se trasladó la luz de la Jerusalén mesiánica juntamente con la persona del Apóstol Pedro, que vino aquí guiado por el Espíritu Santo de acuerdo con la voluntad de Cristo.
Aquí, en este lugar, medito con vosotros las palabras de la liturgia de hoy, en las que se manifiestan la luz de la Epifanía y la misión nacida en los corazones de los hombres por la fe en Jesucristo. Que esta luz resplandezca sobre vosotros de modo particular en el día de hoy, que brille continuamente en los caminos de vuestra vida y de vuestro ministerio. Que esta luz os guíe —como la estrella de los Magos— y os ayude a guiar a los demás de acuerdo con la sustancia de vuestra vocación en el Episcopado.
"Los obispos —ha recordado el Concilio Vaticano II— como sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-16; Act 26. 17 ss.). Para cumplir esta misión, Cristo Señor prometió a los Apóstoles el Espíritu Santo, y lo envió desde el cielo el día de Pentecostés, para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, los pueblos y los reyes (cf. Act 1, 8; 2, 1 ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su pueblo es un verdadero servició, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad 'diaconía', o sea, ministerio (cf. Act 1, 17 y 25; 21, 19; Rom 11, 13; 1 Tim 1, 12)" (Lumen gentium, 24).
3. Debéis ser, queridos hermanos, confesores de la fe, testigos de la fe, maestros de la fe. Debéis ser los hombres de la fe. Contemplad este maravilloso acontecimiento que la solemnidad de hoy presenta a los ojos de nuestra alma.
Un día, después de la venida del Espíritu Santo, se realizó en la comunidad de la Iglesia primitiva un gran cambio. El protagonista de este cambio fue Pablo de Tarso. Escuchemos cómo habla en la liturgia de hoy: "Se me dio a conocer por revelación el misterio...: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio" (Ef 3, 3. 6).
Este misterio, en virtud del cual Pablo, y luego los otros Apóstoles, llevaron la luz del Evangelio más allá de las fronteras del Pueblo de la Antigua Alianza, este misterio se anuncia ya hoy. Ya en el momento del nacimiento del Mesías: en su pesebre de Belén, en la coparticipación de la promesa que El ha venido a realizar, son llamados con la luz de la estrella y con la luz de la fe tres hombres que provienen de fuera de Israel.
Estos tres hombres hablan de todos aquellos que deben seguir la misma luz mesiánica, tanto de Oriente como de Occidente, tanto del Norte como del Sur, para encontrar juntamente "con Abraham, Isaac y Jacob" la promesa del Dios viviente.
Esta promesa se realiza hoy ante los ojos de los Magos, tal como se realizó en la noche del nacimiento de Dios ante los ojos de los pastores, cerca de Belén.
¡Oh, cuánto nos dicen hoy las palabras del Profeta, que interpela a Jerusalén: "Levanta la vista en torno, mira... tu corazón se asombrará, se ensanchará" (Is 60, 4-5).
4. Queridos hijos y amados hermanos:
Debéis convertiros en testigos singulares de la alegría que siente hoy la Jerusalén del Señor ¡Deben palpitar y dilatarse vuestros corazones ante el misterio que contempláis! ¡Ante la luz a la que debéis servir!
¡Qué grande es la fe de los Magos! ¡Qué seguros están de la luz que el Espíritu del Señor encendió en sus corazones! Con cuánta tenacidad la siguen. Con cuánta coherencia buscan al Mesías recién nacido. Y cuando finalmente llegaron a la meta, "...se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y, cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro. incienso y mirra" (Mt 2, 10-11).
La luz de la fe les permitió escrutar todas las incógnitas. Los caminos incógnitos. las circunstancias incógnitas. Como cuando se hallaron ante el recién Nacido, un recién nacido humano que no tenía casa. Ellos se dieron cuenta de la miseria del lugar. ¡Qué contraste con su posición de hombres instruidos y socialmente influyentes! Y, sin embargo, "cayendo de rodillas, lo adoraron" (cf. Mt 2, 11).
Si este Niño, Cristo, hubiese podido hablar entonces, tal como habló después muchas veces, les debería haber dicho: ¡Hombres, qué grande es vuestra fe! Palabras semejantes a las que una vez, más tarde, escuchó la mujer cananea: "¡Grande es tu fe!" (cf. Mt 15, 28).
5. Queridos hermanos: Dentro de poco, también vosotros os inclinaréis profundamente, y os postraréis, y tendidos sobre el pavimento de esta basílica, prepararéis vuestros corazones para la nueva venida del Espíritu Santo, para recibir sus dones divinos. Son los mismos dones que iluminaron y robustecieron a los Magos en el camino de Belén, en el encuentro con el recién Nacido y, luego, en el camino de retorno y en toda su vida.
A estos dones divinos ellos respondieron con un don: el oro, el incienso y la mirra, realidades que tienen también su significado simbólico. Teniendo presente ese significado, ofreced hoy vuestros dones, a vosotros mismos en don, y estad dispuestos a ofrecer, durante toda vuestra vida el amor, la oración, el sufrimiento.
Y luego, levantaos, dirigíos por el camino por el que os conducirá el Señor, guiándoos por las sendas de vuestra misión y de vuestro ministerio.
¡Levantaos, robusteceos en la fe! Como testigos del ministerio de Dios. Como siervos del Evangelio y dispensadores de la potencia de Cristo. Y caminad a la luz de la Epifanía, guiando a los otros a la fe y fortificando en la fe a todos los que encontréis.
Que os acompañe siempre la sabiduría, la humildad y la valentía de los Magos de Oriente.
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