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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LOS ENFERMOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Miércoles 11 de febrero de 1981

 

1. "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1, 42). Las palabras que Isabel dirigió a la Virgen Santísima, el día de la Visitación, suben espontáneamente a nuestros labios mientras, reunidos en comunión de fe y de amor en torno al altar de Cristo, testimoniamos nuestra gratitud a la Madre celestial por cuanto Ella ha hecho y continúa haciendo en esa "encrucijada espiritual" del mundo moderno, que es la ciudad de Lourdes.

Ante todo, deseo dirigir mi saludo cordial a cuantos han intervenido en esta celebración eucarística, promovida por la Obra Romana de Peregrinaciones y por UNITALSI. En particular, mi saludo se dirige a usted, señor cardenal, a los obispos y a los sacerdotes que promueven, con la ayuda de laicos celosos, esta forma tan meritoria de pastoral; y, luego, a los que han ido en peregrinación a Lourdes y que esta tarde han querido encontrarse de nuevo juntos en esta basílica, como para revivir las inolvidables emociones experimentadas en aquel lugar de gracia. Saludo a los enfermos, que son los invitados de honor en este encuentro de oración. Con ellos saludo a todos los que se han ofrecido generosamente para asegurar la ayuda necesaria; y, finalmente, a todos los que participan en esta Eucaristía para expresar su devoción a la Virgen y manifestar, además, su solidaridad con tantos hermanos que sufren.

2. María está espiritualmente presente en medio de nosotros: hemos oído resonar su voz en la página evangélica, proclamada hace un momento. Nosotros la miramos con los mismos ojos con los que la miró Isabel, cuando la vio llegar con paso presuroso y escuchó la voz de su saludo: "En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre" (Lc 1, 44).

¿Cómo no recoger esta primera invitación a la reflexión? El sobresalto de alegría que sintió Isabel, subraya el don que puede encerrarse en un simple saludo, cuando parte de un corazón lleno de Dios. ¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!

Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por esa sutil, agotadora pena, que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento. El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel.

3. "Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lc 1, 45). Así dijo Isabel, correspondiendo al saludo de la Virgen. Se trata de palabras dictadas por el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41). Ponen de manifiesto la virtud principal de María: la fe. Los Padres de la Iglesia se han detenido a reflexionar sobre el significado de esta virtud en las vicisitudes espirituales de la Virgen y no han vacilado en manifestar valoraciones que nos pueden parecer sorprendentes. Baste citar, por todos, a San Agustín: "Su parentesco de madre no habría traído ninguna utilidad a María, si Ella no hubiese llevado con más riqueza a Cristo en el corazón que en el cuerpo" (De sancta Virgin., 3, 3).

La fe permitió a María asomarse sin temor al abismo inexplorado del designio salvífico de Dios: no resultaba fácil creer que Dios pudiese "hacerse carne" y venir a "habitar entre nosotros" (cf. Jn 1, 14), esto es, que quisiese ocultarse en la insignificancia de nuestra vida ordinaria, vistiéndose de nuestra fragilidad humana, sometida a tantos y tan humillantes condicionamientos. María se atrevió a creer en este proyecto "imposible", se fió del Omnipotente y se convirtió en la principal cooperadora de esa admirable iniciativa divina, que ha abierto de nuevo nuestra historia a la esperanza.

También el cristiano está llamado a una semejante actitud de fe, que lo lleva a mirar valientemente "más allá" de las posibilidades y de los límites del acontecimiento meramente humano. El sabe que puede contar con Dios, el cual, para afirmar la propia libertad soberana con relación a los condicionamientos humanos, no raramente elige lo. que en el mundo es débil y despreciado para confundir a los sabios y a los fuertes, "para que nadie pueda gloriarse ante Dios" (1 Cor 1, 29).

En la bimilenaria historia de la Iglesia pueden citarse pruebas clamorosas de esta actuación singular de Dios, que continúa dejando perplejos a cuantos buscan explicaciones simplemente humanas a los designios de la Providencia. Baste citar solamente el nombre de Santa Bernardita. Pero son más numerosos sin comparación los acontecimientos, cuyo realce social queda por ahora oculto: es la multitud inmensa de las almas que han pasado su existencia gastándose en el anonimato de la casa, de la fábrica, de la oficina; que se han consumido en la soledad orante del claustro; que se han inmolado en el martirio cotidiano de la enfermedad. Cuando todo quede manifiesto en la parusía, entonces aparecerá el papel decisivo que ellas han desempeñado a pesar de las apariencias contrarias, en el desarrollo de la historia del mundo. Y esto será también motivo de alegría para los bienaventurados, que sacarán de ello tema de alabanza perenne al Dios tres veces Santo.

4. Un gusto anticipado de esta alegría se concede ya desde aquí abajo a los "pequeños", a los cuales revela el Padre sus designios (cf. Mt 11, 25). María guía la falange de estos "pequeños", que tienen en el corazón la sabiduría de Dios. Por esto Ella pudo pronunciar ante Isabel el canto del "Magnificat", que continúa siendo durante los siglos la expresión más pura de la alegría _ que brota en cada una de las almas fieles.

Es la alegría que surge del estupor ante la fuerza omnipotente de Dios, que puede permitirse realizar "cosas grandes",, a pesar de la desproporción de los instrumentos humanos (cf. Lc 1, 47-49). Es la alegría por la justicia superior de Dios que "derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes;" a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos" (Lc 1, 52 s.). Finalmente, es la alegría por la misericordia de Dios que, fiel a las promesas, acoge bajo las alas de su amor a los hijos de Abraham, "de generación en generación", socorriéndolos en cada una de sus necesidades (cf. Lc 1, 50. 54-55).

Este es el canto de María. Debe convertirse en el canto de cada día de nuestra vida: efectivamente, no hay situación humana que no pueda encontrar en él una interpretación adecuada. La Virgen lo pronuncia mientras en su espíritu se acumulan los interrogantes sobre las reacciones del esposo, que todavía desconoce la intervención divina, y sobre todos los interrogantes acerca del futuro de este Hijo, sobre el cual gravitan inquietantes palabras proféticas (cf. Is 53).

5. Podremos cantar el "Magnificat" con espíritu exultante, si tratamos de tener en nosotros los sentimientos de María: su fe, su humildad, su candor. Hay una hermosa expresión de Ambrosio, con la que el santo obispo de Milán nos exhorta a esto precisamente: "Que en todos —dice él— resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, por la fe, en cambio. Cristo es el fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que sin mancha, preservada de los vicios, guarde la castidad de una pureza intachable" (Expos. Ev. sec. Lucam II, 26).

He aquí, queridísimos hermanos y hermanas, lo que nos ha querido decir esta tarde la Virgen. Si sabemos escuchar su voz, Ella repetirá por nosotros, reunidos en torno al altar de su Hijo, las palabras que hemos escuchado en la primera lectura: "Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo. En Jerusalén seréis consolados" (Is 66, 13).

Sabemos a qué Jerusalén se alude: es a la Jerusalén "de allá arriba" (Gal 4, 26), a la que Juan vio "que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo" (Ap 21, 2). Hacia esta Jerusalén se elevan nuestros ojos, hacia ella tiende nuestra esperanza, porque en ella se realizará finalmente la promesa profética, que hemos escuchado una vez más: "Vuestros huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos" (Is 66, 14).

Con la esperanza de esta manifestación suprema de la "mano del Señor", proseguimos, mientras tanto, el camino por el sendero que, día tras día, la Providencia abre ante nosotros. Tenemos con nosotros el "pan de los peregrinos", el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, que se nos ofrece como fuente inagotable, para sacar de ella fuerza, serenidad, confianza en cada momento de la existencia. "Tu qui cuncta seis et vales —le repetimos con efusión— qui nos pascis hic mortales; tuos ibi commensales, coheredes et sodales fac sanctorum civium". Amén.

 



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