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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN LORENZO EXTRAMUROS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de Todos los Santos
Domingo 1 de noviembre de 1981

 

1. "Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero" (Ap 7, 14).

Es uno de los ancianos que están ante el trono del Altísimo quien pronuncia estas palabras: las personas vestidas de blanco, a las que Juan ve con mirada profética, son los redimidos y constituyen una "muchedumbre inmensa", cuyo número incalculable y cuya proveniencia es variadísima. La sangre del Cordero que se ha inmolado por todos, ha ejercitado en cada ángulo de la tierra su universal y eficacísima virtud redentora, aportando gracia y salvación a esa "muchedumbre inmensa". Después de haber pasado por las pruebas de esta vida y de ser purificados en la sangre de Cristo, ellos —los redimidos— están a salvo en el Reino de Dios y lo alaban y bendicen por los siglos.

Las palabras de la primera lectura de la liturgia de hoy expresan así la alegría escatológica de la salvación ya alcanzada, salvación que es participada por personas "de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9). Es la alegría de todos los santos, que están de pie "delante del Cordero" y gritan con voz potente: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero" (Ap 7, 9-10).

Por obra del Cordero, que quita los pecados del mundo, todos ellos participan de la santidad de Dios mismo.

"¡Amén! La bendición y la gloría y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amen" (Ap 7, 12).

Al participar de la santidad de Dios mismo, todos aquellos a quienes la Iglesia recuerda hoy como íntimamente asociados entre sí en la Comunión de los Santos (Communio Sanctorum), participan al mismo tiempo de la gloria de Dios. Y gozan de su gloria.

2. Entre ellos se encuentra el gran Santo a quien está dedicada esta histórica basílica: Lorenzo, diácono y mártir, del cual se gloría la Iglesia Romana, igual que la Iglesia Jerosolimitana se gloría de San Esteban, también diácono y protomártir. Escribió a este propósito San León Magno: El Señor "ha querido exaltar hasta tal punto su nombre glorioso en todo el mundo, que de Oriente a Occidente, con el fulgor vivísimo de la luz irradiada por los dos mayores diáconos, la misma gloria que le corresponde a Jerusalén por Esteban, le corresponde también a Roma gracias a Lorenzo" (Homilía 85, 4: PL 54, 486).

Verdaderamente Lorenzo, igual que Esteban, pasó "por la gran tribulación'' y lavó sus vestidos volviéndolos blancos "en la sangre del Cordero" (cf. Ap 7, 14). La historia nos confirma lo glorioso que es el nombre de Lorenzo, como es glorioso su sepulcro, junto al cual estamos reunidos ahora y sobre el cual se levanta el altar papal. Su solicitud por los pobres, su generoso servicio a la Iglesia de Roma en el importante sector de la asistencia y de la caridad, la fidelidad al Papa Sixto II, fidelidad que le impulsaba hasta quererlo seguir en la prueba suprema del martirio y el heroico testimonio de su sangre, entregada a Cristo unos días después, son cosas universalmente conocidas, muy por encima de los detalles de la más conocida tradición iconográfica.

Realmente Lorenzo pasó por la "gran tribulación" y salió victorioso de ella, de manera que su memoria es bendita por los siglos. ¿Cuántas son las iglesias, las parroquias, las capillas, las localidades que en el mundo llevan su nombre? ¿Cuántas son las iglesias dedicadas a él en Roma? Quiero limitarme únicamente a esta basílica que, a distancia de tantos siglos y después de varias transformaciones e incluso destrucciones (por desgracia), nos lleva de nuevo con el pensamiento a aquella primitiva basílica que el Emperador Constantino "fecit... Beato Laurentio martyri via Tiburtina, in agrum Veranum" (Liber Pontificalis).

He dicho "destrucciones", porque no puedo olvidar los gravísimos daños sufridos por este templo, como por toda la zona que le rodea del "Barrio San Lorenzo", en el bombardeo del 19 de julio de 1943. Todavía está vivo el recuerdo de esa jornada dramática, cuando la blanca figura de Pío XII, acompañado por aquel que, después de 20 años, sería su sucesor con el nombre de Pablo VI, apareció inmediatamente entre la población aterrada y asustada, llevando consuelo, esperanza y socorro en medio de las ruinas aún humeantes. Ni olvido que esta misma basílica, siempre entrañable para los Romanos Pontífices, guarda en su hipogeo los restos mortales del Siervo de Dios Pío IX.

3. Y he aquí que, en este día solemne que hoy vive toda la Iglesia, Lorenzo, archidiácono y mártir, testigo heroico de Cristo crucificado y resucitado, parece hablarnos con las palabras de la primera lectura de San Juan: "¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos!" (I Jn 3, 1).

En el cumplimiento de la salvación eterna, en la gloria del reino celeste, se vuelve a confirmar y se realiza con definitiva plenitud lo que hemos aceptado mediante la fe: "ahora somos hijos de Dios" (1 Jn 3, 2).

Somos ya hijos de Dios mediante la gracia santificante durante el tiempo de la vida terrena al amparo de la fe. Pero todavía no se ha manifestado en plenitud lo que un día seremos. Cuando le veamos como es El, nosotros seremos semejantes a El, lo mismo que el Hijo es semejante al Padre.

Así parece hablarnos en esta venerable basílica, en cercanía directa con el Campo Verano, San Lorenzo, diácono y mártir romano, y juntamente con él, nos hablan hoy todos los santos.

Y después añadamos a estas palabras de San Juan un ferviente estímulo para todos nosotros, que en esta tierra "peregrinamos mediante la fe y la esperanza". Parecen decirnos entonces: "Todo el que tiene esta esperanza en El, se hace puro como puro es El" (1 Jn 3, 3).

4. La solemnidad de Todos los Santos lleva consigo una llamada particular a la santidad. Debemos recordar que se trata de una llamada universal, es decir, válida para todos los seres humanos sin distinción de edad, de profesión, de raza o de lengua. Como los salvados, así también los llamados. Acoged esta llamada todos vosotros que formáis la comunidad parroquial del Pueblo de Dios que se reúne en la basílica de San Lorenzo. El día de la celebración de los Santos y de la santidad, es justa y oportuna esta llamada que, con el saludo más cordial, deseo dirigir ahora a cada uno de vosotros.

Está presente conmigo el señor cardenal Vicario de Roma, que siempre me acompaña en estas visitas pastorales, y con él está también el obispo auxiliar del sector Norte. Unido a ellos, hermanos y colaboradores míos en el Episcopado, reanudo esta llamada a la santidad, que brota de la íntima significación eclesial y espiritual de la festividad de hoy, y la repito de forma y en tono de vivísima exhortación a todos los fieles de la parroquia. Esta, con relación a otras parroquias de la Urbe, no es muy numerosa, pero cuántos problemas tiene y debe afrontar por la prevalencia en ella de los obreros y por su típica situación en las inmediatas cercanías del centro histórico, englobando en su ámbito —además del cementerio del Verano— importantes estructuras estudiantiles, clínicas y civiles.

Me dirijo, ante todo, al rvdo. párroco, a los vicepárrocos y a todos los hermanos de la comunidad capuchina, que están entregados en un delicado y no fácil trabajo: para ellos el camino de la santidad está vinculado no ya a la segregación del mundo, sino a un multiforme y muy exigente apostolado en favor de muchos fieles que se hallan, a veces, en situaciones precarias y están sometidos, en no pocos casos, a dispersiones y peligros. Yo les digo ¡ánimo!, asegurándoles mi aprecio, mi recuerdo y mi plegaria de comunión para ayuda de su trabajo que, precisamente a causa de las dificultades aludidas, es más meritorio y genuinamente evangélico.

Y recomiendo, después, a todos los feligreses que correspondan con generosa disponibilidad a estas atenciones de sus sacerdotes, reaccionando contra las insidiosas amenazas de descristianización y demostrando con su vida ser dignos de las tradiciones cristianas que se centran en el nombre glorioso del Santo titular de esta basílica. Efectivamente, la vocación a la santidad quiere decir poner en práctica, en la realización de la propia existencia, los ejemplos y las enseñanzas de Jesucristo. Así han hecho los santos, así debemos hacer todos nosotros.

5. En la solemnidad de Todos los Santos, pues, vivamos particularmente la presencia de Cristo, que se ha convertido en la causa de la salvación eterna para todos los que han acogido el mensaje de su Evangelio de la cruz y de la resurrección.

El mismo Cristo no deja de decirnos a nosotros que vivimos en este mundo: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11, 28).

Que nuestro encuentro de hoy en torno a Cristo, el cual renueva en la Eucaristía su muerte y resurrección, pueda convertirse para todos —fatigados y oprimidos— en la fuente de la esperanza.

Que todos podamos encontrar en El el alivio y la gracia de la salvación eterna. Amén.

 



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