SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica di Santa María la Mayor, Roma
Martes 8 de diciembre de 1981
1. "Para Dios nada hay imposible..." (Lc 1, 37).
La Iglesia, en la liturgia de hoy, recurre a estas palabras, queriendo honrar el misterio de la Inmaculada Concepción de María. Recurre a las palabras de la Anunciación, a las palabras de Gabriel, cuyo nombre quiere decir: "Mi potencia es Dios".
¿No es precisamente la omnipotencia de Dios, la potencia infinita de su amor y de su gracia, las que anuncia este singular mensajero? Y juntamente con él las anuncia, de alguna manera, toda la Iglesia, en continua escucha de las palabras de su anuncio y repitiéndolas muchas veces: "Para Dios nada hay imposible".
Únicamente con esa omnipotencia que ama, únicamente con la infinita potencia del amor se puede explicar el hecho de que Dios-Verbo, Dios-Hijo se hace hombre. Sólo con la omnipotencia que ama, sólo con la inescrutable potencia del amor de Dios se puede explicar el hecho de que la Virgen —hija de padres humanos y de generaciones humanas— se convierta en la Madre de Dios.
Y, sin embargo, este hecho era incomprensible para Ella misma: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?" (Lc 1, 34).
Y probablemente era difícil que lo entendiera el pueblo, del cual era hija, el pueblo que, por otra parte, a través de toda su historia, precisamente esperaba sólo esto: la venida del Mesías, y en esto veía la finalidad principal de su vocación, de sus pruebas y sufrimientos.
Y este hecho resulta difícil de ser comprendido por muchos hombres y naciones, aun en el caso de que acepten la existencia de Dios, aun cuando recurran a su bondad y misericordia.
Pero, ¡"para Dios nada hay imposible"!
2. La Iglesia recuerda hoy estas palabras, porque es necesario que nosotros busquemos en ellas la respuesta al interrogante sobre el misterio de la Inmaculada concepción.
Puesto que la omnipotencia del Eterno Padre y la infinita potencia de amor que actúa con la fuerza del Espíritu Santo hacen que el Hijo de Dios se convierta en hombre en el seno de la Virgen de Nazaret, entonces la misma potencia en previsión de los méritos del Redentor, preserva a su Madre de la herencia del pecado original.
La hace santa e inmaculada desde el primer instante de la concepción.
La misma omnipotencia, la misma potencia del amor, la misma fuerza del Espíritu Santo hacen que Ella sola, entre todos los hijos e hijas de Adán, sea concebida y venga al mundo "llena de gracia".
Así, también en el momento de la Anunciación la saludará Gabriel: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28).
3. Venimos hoy a este santuario romano de la Madre de Dios, rebosantes de especial veneración a la Santísima Trinidad: rebosantes de gratitud hacia el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por estas "cosas grandes", que la gracia del Altísimo ha hecho desde el primer instante de la vida de la Virgen de Nazaret.
Efectivamente, éste es el año en que, recordando después de 1600 años la obra del I Concilio de Constantinopla, recordamos también el 1550 aniversario del Concilio de Efeso.
Precisamente por esto en la solemnidad de Pentecostés se reunieron obispos de todo el globo terrestre junto a la tumba de San Pedro para venerar al Espíritu Santo, el Paráclito, en unión espiritual con la liturgia de acción de gracias, que tenía lugar en Constantinopla.
Luego, en la tarde del mismo día, vinieron aquí, a la basílica mariana de Roma, para dar gracias por el misterio de la Encarnación, que es la obra suprema del Espíritu Santo en la historia de la salvación. De este modo fue venerado Aquel, que "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre", y fue venerada Ella, la Virgen Madre, a quien la Iglesia desde los tiempos del Concilio de Efeso llama "Madre de Dios" (Theotokos). Al llamar así a María, la Iglesia profesa su fe en la obra salvífica más grande que en Ella y mediante Ella ha realizado el Espíritu Santo. "¡Para Dios nada hay imposible!".
4. No pude participar personalmente en esa solemnidad histórica. Pero había trabajado con todo el corazón para su preparación, dándome cuenta de que en ella se debía expresar no sólo la fe de dos milenios, sino también ese particular diálogo de amor y de consagración que la Iglesia de nuestra época lleva adelante con el Espíritu Santo mediante el Corazón de la Madre de Dios. Este diálogo se intensifica especialmente cuando la Iglesia, juntamente con la humanidad, atraviesa por duras experiencias y pruebas, y también cuando renace en ella la esperanza de renovación y de paz.
Efectivamente, en el curso de los difíciles años de la última guerra mundial, el Papa Pío XII consagró todo el género humano al Corazón de la Inmaculada, incluyendo, después de algunos años, en esta consagración a los pueblos particularmente queridos para la Madre de Dios: los de Rusia.
En nuestros tiempos, juntamente con la obra del Concilio Vaticano II, ha renacido en la Iglesia la esperanza de la renovación. Y mientras esta esperanza encuentra varias dificultades, mientras actualmente siente incesantemente la amenaza a la paz, ha parecido que se debe dirigir otra vez al Espíritu Santo, mediante el Corazón de la Madre de Dios, Aquella a la que el Papa Pablo VI llamaba frecuentemente "Madre de la Iglesia".
Así, pues, precisamente el día de Pentecostés, durante la solemnidad celebrada en esta basílica en presencia de obispos de todo el mundo, se pronunció el acto de consagración a la Inmaculada Madre de Dios, el cual es un testimonio del amor que la Iglesia alimenta hacia María, fijando la mirada en Ella como en la figura de la propia maternidad. Este acto es también un testimonio de esperanza que, a pesar de todas las amenazas, la Iglesia quiere anunciar a todos los pueblos: a los que más la esperan, juntamente con aquellos "cuya consagración la misma Madre de Dios parece esperar de modo particular" (cf. Celebrazioni Commemorative..., página 29).
Este acto de consagración lo repetimos también hoy.
5. La Providencia nos llama incesantemente a leer con perspicacia los "signos de los tiempos". Y precisamente siguiendo los signos de los tiempos veneramos, el día de Pentecostés, el recuerdo de los dos grandes Concilios de la Iglesia perfectamente unida. Precisamente siguiendo los signos de los tiempos, renovamos junto a la tumba de San Pedro la fe en el Espíritu Santo, "Señor y dador de vida", según las palabras de nuestro común Credo. Precisamente siguiendo los signos de los tiempos, nos reunimos la tarde del mismo día en el santuario mariano de Roma.
Los signos de los tiempos nos mandan leer los planes divinos, remontándonos a las palabras originarias y más antiguas.
¿Acaso no están entre esas palabras también las del libro del Génesis, que nos ha recordado hoy la primera lectura: "Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón..." (Gén 3, 15)?
Los signos de los tiempos indican que estamos en la órbita de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la afirmación y la negación de Dios, de su presencia en el mundo y de la salvación que en El tiene su comienzo y su fin.
¿Acaso no nos indican estos signos a la Mujer, juntamente con la cual debemos pasar el umbral del tiempo trazado por el siglo y por el milenio que van a cerrarse? ¿No debemos precisamente con Ella hacer frente a las tribulaciones de las que está lleno nuestro tiempo? ¿No debemos precisamente en Ella volver a encontrar esa fortaleza y esa esperanza, que nacen del corazón mismo del Evangelio?
6. ¡"Para Dios nada hay, imposible"!
Centremos nuestra atención en el misterio de la Inmaculada Concepción.
Meditemos, según el magisterio del Concilio Vaticano II, la maravillosa presencia de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
Escuchando la Palabra de Dios vivo, la cual nos habla desde lo profundo del primer adviento, salgamos al encuentro de todo lo que el tiempo del hombre y del mundo nos puede traer. Caminemos, unidos, a la Mujer por excelencia, María.
* * *
(Al final del rito eucarístico, el Papa entró en la capilla dedicada a la Patrona de la Urbe, "Salus Populi Romani" y recitó la plegaria de consagración de la Iglesia a la Madre de los hombres y de los pueblos, que había preparado para pronunciarla solemnemente en esta basílica la tarde de Pentecostés, con los obispos de todo el mundo reunidos para celebrar el 1600 aniversario del Concilio de Constantinopla y el 1550 del Concilio de Efeso)
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