VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL
ORACIÓN EN EL PARQUE METROPOLITANO DE LA SABANA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
San José de Costa Rica, 3 de marzo de 1983
Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas,
1. Con profunda alegría acudo a esta cita de oración en el parque metropolitano de la Sabana, para encontrarme con vosotros, fieles de la hermosa ciudad de San José, de toda Costa Rica y de las demás Repúblicas hermanas de esta área geográfica, tan numerosos y entusiastas como para dejar bien claro que queréis acoger con cariño la presencia del Papa en este hermoso y noble país.
Vengo a veros como el hermano mayor a sus hermanos; como el padre en la fe a sus hijos; como el Sucesor de Pedro a la grey a él confiada; como el peregrino apostólico a aquellos “a quienes es deudor” (cf. Rm 1, 14) de su palabra y de su afecto.
Recibid ante todo mi saludo más cordial, que se dirige al Pastor y arzobispo de esta ciudad, a los demás obispos, personas consagradas e hijos e hijas de la Iglesia. Saludo también al Señor Presidente y a las autoridades aquí presentes.
2. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella” (Ef 5, 25), acabamos de escuchar en el primer texto bíblico de esta Misa.
Tales palabras condensan la naturaleza y los fines de mi visita apostólica: anunciar el mensaje del Evangelio y alentar al amor a Cristo y a la Iglesia.
Sí, hermanos míos: en este encuentro deseo que nos sintamos nuevamente llamados a proclamar e incrementar nuestro amor a la Santa Iglesia católica, Esposa de Cristo, a quien El amó “hasta la muerte”. Este encuentro de fe junto al altar es ya una prueba de amor a la Iglesia.
En efecto, si estáis aquí reunidos en el nombre de Cristo; si he venido desde Roma a América Central y a este amado país; si vuestros obispos, que fraternalmente me invitaron, se proponen hacer de esta visita y de vuestra respuesta generosa a ella, un punto de partida hacia una creciente renovación de la vida cristiana, es porque amamos a la Iglesia, a ejemplo de Jesucristo que la amó hasta la muerte.
Jesucristo es, sin duda, el único fundamento (cf. 1 Cor 3, 12), el Supremo Pastor (cf. Gv 10; 1 Pt 5, 4) y la Cabeza de la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 12; Col 1, 18). El la fundó sobre Pedro y sus Sucesores. El la gobierna y la vivifica constantemente.
La Iglesia es su obra, en la cual El se prolonga, se refleja y está siempre presente en el mundo. Ella es su Esposa, a la que se ha entregado en plenitud, la ha elegido para Si, la ha hecho y la mantiene siempre viva. Es más: dio su vida para que ella viva. Por eso, en el costado abierto de Jesús en la cruz ―como acabamos de leer en el Evangelio―se ve el origen de la Iglesia, como Eva nace del costado de Adán.
Hermanos, seamos bien conscientes de esta verdad: Jesucristo “amó” y ama a la Iglesia. Es, en realidad, el mismo amor del Padre por el “mundo”, por los hombres, por nosotros, que lo movió misteriosamente a entregar a su Hijo único “a la muerte, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Gv 3, 16).
Si Jesucristo amó, pues, a la Iglesia hasta morir por ella, esto significa que ella es digna de ser amada también por nosotros.
3. Sin embargo, algunos cristianos miran a veces a la Iglesia como si estuvieran fuera, al margen de ella. La critican como si nada tuvieran que ver con ella. Toman distancias de la Iglesia, como si la relación de ella con Jesucristo, su Fundador, fuera accidental y ella hubiera surgido como mera consecuencia ocasional de su vida y de su muerte; como si El no estuviera vivo en la Iglesia, en su enseñanza y en su acción sacramental; como si ella no fuera el misterio mismo de Cristo confiado a los hombres.
A otros, la Iglesia les resulta indiferente, ajena. En cambio, para los cristianos conscientes, que saben “de qué espíritu son” (cf. Lc 9, 55), la Iglesia es Madre.
Sí, queridos hermanos: la Iglesia es vuestra madre; es la madre de todos los cristianos. Ella nos ha engendrado a la vida eterna por el bautismo, sacramento del nuevo nacimiento (cf. Gv 3, 5). Nos ha llevado a la madurez de los hijos de Dios en el sacramento de la confirmación. Nos alimenta constantemente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, cuando celebra el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Ella, por el sacramento de la penitencia, nos reconcilia con el Padre y consigo misma, en virtud de la reconciliación operada por Cristo en su muerte (cf. 2 Cor 5, 19).
De este modo la Iglesia nos pone en el camino que conduce al Padre mediante Jesucristo; acompaña nuestros pasos con su magisterio, su predicación y la acción de sus ministros.
La Iglesia es también vuestra madre, hijos de Costa Rica y de los pueblos de América Central, porque vuestra cultura y civilización vieron la luz y se han desarrollado bajo su presencia y acción. Ella pudo integrar armoniosamente la herencia rica de las tradiciones indígenas y el Evangelio, creando así una nueva familia, la familia de Dios en su Iglesia.
4. Esta Iglesia, con su doctrina y ejemplo, el de sus santos y maestros, nos exhorta a ocuparnos no sólo de las cosas del espíritu, sino también de las realidades de este mundo y de la sociedad humana de la que somos parte. Nos exhorta a comprometernos en la eliminación de la injusticia, a trabajar por la paz y superación del odio y la violencia, a promover la dignidad del hombre, a sentirnos responsables de los pobres, de los enfermos, de los marginados y oprimidos, de los refugiados, exiliados y desplazados, así como de tantos otros a los que debe llegar nuestra solidaridad.
Conozco el ambiente de trabajo y de paz que os distingue, amados hijos de Costa Rica. La Iglesia, con vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas a la cabeza, ha sido continuamente ejemplo y estímulo para lograrlo.
Seguid adelante. No os desalentéis ante las dificultades. No olvidéis los valores cristianos que os distinguen y que os han ayudado hasta el presente. Sed fieles a vuestra tradición y aspirad a ser modelo de organización social justa, en momentos de profundos cambios y graves desafíos.
5. Pero hemos de pensar también en los deberes que tenemos para con la Iglesia.
En primer término, todos somos responsables de la Iglesia. Porque somos sus miembros y sus hijos. Siendo miembros vivos del Cuerpo de Cristo, todos tenemos que ofrecer nuestro aporte al crecimiento de ese Cuerpo. A ello nos invita la enseñanza de San Pablo (cf. 1 Cor 12, 15-16), basada en la sugestiva imagen del cuerpo y de sus miembros.
Cada miembro, es verdad, tiene en la Iglesia su propia función, su responsabilidad propia: “¿Acaso todos son apóstoles? ¿O todos profetas? ¿Todos maestros?”, se pregunta San Pablo. No, cada uno tiene y ejerce su propia función, dentro del respeto a los demás, de la unidad y estructura jerárquica de la Iglesia.
Pero nadie puede decir: la Iglesia, su santidad, su misión en el mundo, su culto a Dios, no son cosa mía. A todos nos corresponde, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, cada uno en su lugar, edificar la Iglesia, o mejor, servir de instrumentos activos al Señor que la construye por su Espíritu (cf. Ef 2, 20-21). ¿Y cómo se construye la Iglesia?
6. Construye la Iglesia quien, fiel a su bautismo, vive santamente, renuncia al pecado, lleva su cruz con Cristo, muestra en su conducta a los hermanos la realidad exigente y gozosa del Evangelio.
Construyen la Iglesia quienes, unidos como esposos por el sacramento del matrimonio, hacen de su familia una verdadera iglesia doméstica, ejemplar para todos, estable en su unión, fiel a los compromisos adquiridos de unidad y fidelidad, de respeto absoluto a la vida desde su concepción, y de rechazo por tanto del crimen del aborto; de transmisión de la fe y educación cristiana de sus hijos.
Construyen la Iglesia quienes se preocupan por el prójimo, especialmente el pobre y abandonado, el marginado y oprimido; quienes son fieles al deber de solidaridad, sobre todo en las crisis económicas que sacuden actualmente a las sociedades.
La construyen quienes se empeñan en mejorar o cambiar lo que obstaculiza o ahoga el pleno des arrollo del hombre y de todos los hombres.
Construyen la Iglesia quienes ejercen fielmente los ministerios y servicios que les confían sus obispos. Pienso en los catequistas, los ministros extraordinarios de la Eucaristía, en los delegados de la Palabra, en los que preparan a sus hermanos para la digna recepción de los sacramentos y los que se empeñan en los diversos movimientos de apostolado.
Construyen la Iglesia los jóvenes para quienes Cristo es el ideal, y con generosidad, entusiasmo y limpieza de corazón se entregan al servicio de los demás, siendo fermento renovador de una sociedad a menudo envejecida y triste.
En una palabra: construimos la Iglesia, cuando nos esforzamos por ser santos; por cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, para que ella, aun compuesta por hombres pecadores, sea cada vez más fiel a su vocación de santidad. Esta es la mejor prueba de nuestro amor a la Iglesia.
7. Queridos hermanos y hermanas: Amemos siempre a la Iglesia. Sintámonos responsables de ella, de su fidelidad a la Palabra de Dios, a la misión que Cristo le confió, a su vocación de ser “como sacramento; es decir, signo e instrumento de la intima unión con Dios y de la unidad del género humano” (cf. Lumen Gentium, 1).
Amémosla como a nuestra Madre; como amamos a María Santísima, a la que vosotros llamáis con el cariñoso nombre de “la Negrita de los Ángeles” en su santuario de Cartago.
Amémosla sobre todo como Cristo la amó, hasta dar por ella su misma vida. Y pidámosle a El en esta Eucaristía que celebramos, que el amor a la Iglesia sea la característica de vuestra vida cristiana, hijos fieles de Costa Rica y de América Central. Así sea.
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