VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL
ENCUENTRO CON LOS DELEGADOS DE LA PALABRA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
San Pedro Sula (Honduras), 8 de marzo de 1983
Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
1. Llegue ante todo mi saludo cordial al obispo y pastor de la diócesis, así como a todos los miembros de esta familia eclesial diocesana, en especial a los obreros de San Pedro Sula y de todo el país.
Es un verdadero gozo para mí orar juntos y partir el pan de la Palabra de Dios con vosotros, a quienes ha sido confiada la misión de predicar esa Palabra y de coordinar las celebraciones en las que ella es proclamada.
Al hacerlo, soy consciente de poner en práctica, en esta querida nación de Honduras, el ministerio que el Señor confió a Pedro (cf. Lc 22, 32) de “confirmar a sus hermanos”, de manera particular mediante la predicación de la Palabra de Dios. Por esto precisamente el Papa emprende sus viajes apostólicos: a fin de llevar a los hijos de la Iglesia en todas partes, y a todos los hombres de buena voluntad, la semilla de esa Palabra.
Ved pues cómo al ejercer vuestro ministerio en el ámbito de vuestras respectivas comunidades cristianas, cooperáis con el Papa y los obispos que os han delegado, lo mismo que con los presbíteros, en la evangelización; y lo hacéis desde vuestro carácter y condición de laicos.
2. Quisiera que meditáramos juntos unos momentos sobre la función del predicador de la Palabra y del catequista, tal como el Señor la ha delineado en la parábola que acabamos de oír y en la explicación que la acompaña en el mismo Evangelio.
Hay un “sembrador” que “siembra la Palabra” (Mc 4, 14). El primer “sembrador” es sin duda el mismo Jesús, que ejerció este ministerio a lo largo de su vida pública; ministerio que El mismo presentó ante Pilato (cf. Jn 18, 37) como “dar testimonio de la verdad”; la verdad que es en primer término el mismo Jesucristo (cf. Jn 14, 7) y su Padre celestial (Jn 17, 3).
Esta Palabra así predicada por El, si la recibimos bien, tiene poder para salvarnos; según enseña el pasaje del Profeta Isaías que también ha sido leído (Is 55, 10-11), y del cual se hace eco el Nuevo Testamento (cf. St 1, 21).
Ahora bien, esta Palabra y este testimonio continúan resonando en la tierra, después de la Ascensión del Señor a los cielos, por obra de los Apóstoles que El instituyó y mandó a predicar a “toda creatura” (cf. Mc 16, 15); por obra de los Sucesores de los Apóstoles y también de toda la Iglesia.
Esta es, en efecto, la gloria y la responsabilidad de la Iglesia: proclamar la Palabra de Dios, el Evangelio de Jesucristo, a todos los hombres de los cuales es “deudora”, como decía de sí mismo el Apóstol Pablo (cf. Rm 1, 14). Por eso el Papa Pablo VI, recogiendo la rica mies dejada por el Sínodo de los Obispos de 1974, publicó esa hermosa descripción de la misión evangelizadora de la Iglesia en el documento que empieza con las palabras Evangelii Nuntiandi. Estoy seguro que lo conocéis y lo estudiáis en vuestras reuniones de formación.
3. Pero, ¿qué pasa cuando la escasez de presbíteros y diáconos no permite que ese ministerio de la evangelización de la Palabra llegue a todas partes? ¿La gente se verá privada del pan de la Palabra, como se ve privada del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía?
Es una gran cosa, muy conforme con la tradición de la Iglesia, que vuestros obispos hayan resuelto ―recogiendo y evaluando laudables iniciativas― delegar especialmente a quienes, como vosotros, bien dispuestos, bien preparados y profundamente conscientes de la tarea que asumen, se ofrecen a responder a este llamado de servir a sus hermanos.
Sed pues coherentes con vosotros mismos y con el compromiso asumido. Y preparaos cada vez mejor para cumplir bien vuestro importante y delicado cometido eclesial. Es necesario dejarse penetrar por la enseñanza del Evangelio y de la Iglesia, por la auténtica verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.
Mi Exhortación Catechesi Tradendae puede serviros también de guía en esta tarea. Porque os hará falta una actualización constante que perfeccione la preparación, corrija eventuales fallos y os mantenga siempre fieles a la genuina doctrina de la Iglesia; y que a la vez os evite cualquier riesgo de caer en instrumentalizaciones políticas o radicalizaciones, que pudieran comprometer el fruto de vuestra noble misión.
No dejéis de indicar prudente y sabiamente las implicaciones y aplicaciones sociales de la Palabra que predicáis. Y para evitar peligros que puedan surgir, mantenemos siempre en estrecha comunión con vuestros obispos.
“El sembrador siembra la Palabra”, nos dice el Evangelio de Marcos. No lo hace en nombre propio, ni para crear una comunidad que no esté plenamente integrada en la Iglesia local de la que forma parte. Lo hace en nombre de la Iglesia, como colaborador del obispo y en lugar de los sacerdotes y diáconos, aunque sin poder asumir todas sus funciones. Lo hace también para ayudar a crear e incrementar la Iglesia en cada comunidad local, de manera que haya “un solo rebano” bajo “un solo Pastor”, Jesucristo (cf. Jn 10, 16).
Todo predicador ha de recordar siempre que la Palabra que predicamos no es nuestra. No nos predicamos a “nosotros mismos”, sino “a Jesucristo” y éste “crucificado” (cf. 1 Cor 1, 23). El mismo Cristo, primer sembrador, y la Iglesia nos confían la Palabra que hemos de proclamar. La encontramos en la Sagrada Escritura leída a la luz de la constante tradición de la Iglesia.
Sea pues la Biblia, la Palabra de Dios, vuestra lectura continua, vuestro estudio y vuestra oración; en la liturgia y fuera de ella, como ha enseñado el último Concilio. Pero leedla siempre según la correcta interpretación hecha por las legítimas autoridades de la Iglesia.
En virtud de la misión recibida, vosotros debéis ayudar a los miembros de vuestras comunidades a aceptar y profundizar su conocimiento de la fe, su amor y adhesión a la Iglesia; y a la vez les habéis de enseñar a practicar sus devociones tradicionales con verdadero sentido de lo que significan en el contexto de la vida cristiana. Sed pues conscientes de vuestra responsabilidad y alta misión.
4. Los peligros que asaltan a los oyentes de la Palabra y que están descritos en la explicación de la parábola que comentamos, os acechan también a vosotros: el demonio que viene y se la lleva, la inconstancia y debilidad ante las exigencias de la Palabra, o la persecución “a causa de ella”, “las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias” (cf. Mc 4, 15-20). Para que podáis ayudar a vuestros oyentes a superarlos, primero debéis superarlos en vosotros. Esto constituye una tarea exigente, hecha de oración, de recurso a los sacramentos, de reflexión profunda y perseverante, de amor a la cruz y a la Iglesia.
Vuestra predicación vale mucho, sin duda. Es testimonio que dais a la verdad con vuestros labios. Pero a fin de que seáis testigos creíbles, vuestra vida ha de ser coherente con vuestras palabras. Por ello vuestra conducta ha de reflejar fielmente lo que predicáis. En caso contrario, destruiríais con una mano lo que construís con la otra. Esto significa que vuestra vida de familia, de padres, de esposos, de hijos, de ciudadanos; vuestra fidelidad al deber de solidaridad con los pobres y oprimidos; vuestra ejemplar caridad, vuestra honradez, son como exigencias ineludibles de vuestra vocación de delegados de la Palabra.
Hemos oído en la lectura del Profeta Isaías que la Palabra de Dios, “como la lluvia y la nieve de los cielos”, no tornará a él vacía, a sino que realizará” lo que a él plugo y cumplirá “aquello a que ha sido enviada” por Dios mismo (cf. Is 55, 11).
Es, la eficacia de la Palabra de Dios que, como decíamos al principio, con una referencia a la Carta de Santiago (St 1, 21), “puede salvar vuestras almas”.
Creamos firmemente en esta eficacia de la Palabra divina, que creó el mundo (cf. Gen 1, 3 ss; Jn 1, 1-3) al principio y que, cuando vino la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4), se “hizo carne” en el seno virginal de María (cf. Jn 1, 17), a fin de que todos recibiéramos la plenitud de “la gracia y la verdad” (Jn 1, 17), es decir, fuéramos salvados por ella.
5. Recordemos que esa eficacia se realiza sobre todo en la Eucaristía, de la que la celebración de la Palabra es parte integrante, porque a ella prepara y en ella encuentra su consumación.
Vosotros, delegados de la Palabra, responsables de las celebraciones que la tienen por centro y catequistas, dejaos poseer y transformar por ella, recibiendo frecuentemente, cuando os sea posible, el Cuerpo y la Sangre del Señor. No olvidéis que vuestro ministerio nunca puede perder de vista esta finalidad: la orientación a la celebración de la Eucaristía por los ministros debidamente ordenados.
Quién sabe si un día no surgirán de entre vosotros mismos quienes, teniendo los requisitos establecidos por la Iglesia, se prepararán para el ministerio sacerdotal, culminando así la obra que habéis comenzado “en Cristo Jesús” (cf. Fil 1, 6). Porque la obra de la evangelización no se realiza plenamente sino cuando el pueblo cristiano, convocado y presidido por sus obispos y sacerdotes, celebra juntamente la muerte y la resurrección del Señor en la Eucaristía (cf. Presbyterorum Ordinis, 4). Entonces y sólo entonces ese pueblo es verdadera y plenamente Iglesia.
6. Queridos hermanos: La Virgen Santísima a guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (cf. Lc 2, 19-21). Ella como nadie “oye la Palabra de Dios y la cumple” (cf. Lc 8, 21; 11, 27-28), según respondió el mismo Señor a quien alababa su maternidad física (cf. Lc 11, 27-28).
Imitad su ejemplo y poneos bajo su protección, a fin de ser verdaderos delegados de la Palabra y catequistas, es decir, oyentes y cumplidores fieles de la misma, para poder predicarla fructuosamente a los demás.
Que Ella os aliente en ese camino, como yo también os animo, a la vez que os bendigo de corazón. Así sea.
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