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VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA,
SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Plaza de Las Américas de San Juan de Puerto Rico
 Viernes 12 de octubre de 1984

 

Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 6).

1. Queridos hijos e hijas de Puerto Rico: el obispo de Roma y Sucesor de Pedro profesa hoy junto a vosotros la fe que expresan las palabras del Apóstol San Pablo, tomadas de la Carta a los Gálatas: Dios envió a su Hijo nacido de mujer.

Apoyándome en la verdad salvadora contenida en esas palabras, saludo cordialmente y doy la bienvenida a toda la comunidad del Pueblo de Dios que vive en Puerto Rico, así como a todos los miembros de la sociedad de esta isla de “Borinquen bella”, a la que Colón dio el nombre de San Juan Bautista.

¡Que gozo produce en mi ánimo constatar que en esta tierra rodeada por el océano Atlántico, sus gentes han acogido a Cristo, dan testimonio de El y le proclaman como el Hijo de Dios y Salvador, como la Cabeza de la Iglesia y del objeto de su fe!

Por eso doy gracias a Dios por este encuentro, en el que todos nos sentimos unidos en Cristo, alegres por su presencia entre nosotros, reconociéndole como raíz de nuestra hermandad en El.

En esta perspectiva de intenso significado eclesial, doy mi cordial saludo a los Pastores de la Iglesia en Puerto Rico; ante todo al Señor Cardenal Luis Aponte Martínez, arzobispo de San Juan, a los otros obispos presididos por Monseñor Juan Fremiot Torres Oliver, a los sacerdotes, seminaristas, familias religiosas y pueblo fiel. Doy también la bienvenida a nuestros hermanos cristianos representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas de Puerto Rico. Un saludo que se extiende al Señor Secretario de Estado de los Estados Unidos, que ha venido a recibirme al aeropuerto, al Señor Gobernador, a las autoridades y a los representantes del pueblo puertorriqueño en sus diversas expresiones político-sociales.

2. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo...  para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 5).

Tal es el designio eterno de Dios. El plan eterno de la Divina Providencia. Dios así lo ha querido, para que los hijos e hijas del género humano alcancen en su Hijo la dignidad de hijos e hijas de Dios. Para ello, Aquel que es de la misma naturaleza que el Padre —Dios verdadero de Dios verdadero, el Hijo eterno, el Verbo del Padre— se hace hombre.

Y para que esta adopción divina del hombre se realice constantemente, “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre” (Ibíd., 4, 6).

Gracias al poder santificador del Espíritu Santo: la gracia santificante, no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que lo somos de verdad (cf. 1Jn 3,1), y podemos por ello llamar a Dios “Padre”.

Somos hijos en el Hijo. Y si hijos, también herederos por voluntad de Dios (Ga 4, 7).

En esta condición de hijos y en esta herencia se manifiesta cuán llena de amor está la Divina Providencia hacia los hijos e hijas del género humano.

3. Dios envió a su Hijo, “nacido de mujer”. El nombre de esa mujer era María.

Toda la Iglesia la saluda con las palabras del arcángel Gabriel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28).

La Iglesia en Puerto Rico venera a María como Madre de la Divina Providencia. En ello se manifiesta la profundidad de vuestra fe. En efecto, la Divina Providencia está vinculada con la Maternidad divina de María. El Hijo de Dios —eternamente de la misma naturaleza que el Padre— mediante María se hizo hombre semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf Hb 4, 15), porque Ella —en la obediencia más profunda a sus designios divinos— lo concibió virginalmente y lo dio a luz como el Hijo del hombre.

De esta forma María es verdaderamente la Madre de la Divina Providencia, y vosotros la proclamáis con este título particular y la veneráis bajo esta hermosa advocación.

4. Sé bien que en esta tierra borinqueña ha sido siempre muy profunda la devoción a la Madre de Cristo y de la Iglesia. A Ella el puertorriqueño la siente de veras como la propia Madre del cielo.

Ese amor a María os viene desde los primeros misioneros, venidos de tierras de arraigada tradición mariana. Vuestros religiosos, sacerdotes y obispos —ininterrumpidamente desde el primer Pastor de esta sede arzobispal, Alonso Manso, el primer Prelado que pisó tierra americana— os han inculcado esta devoción.

Ese profundo sentimiento de hermanos en la fe e hijos de una Madre común os ha enseñado la mutua comprensión, la hospitalidad, el amor a la convivencia en paz, la capacidad de entendimiento por encima de las diversas opciones sociales. Es algo que debéis preservar en todo momento y circunstancias.

El amor providente del Padre os ha guiado siempre por los caminos de la historia de la mano de María. En momentos históricos difíciles para la fe, el jíbaro bueno de esta tierra llevaba, y lleva aún, colgado de su cuello el rosario de la Virgen María. Era la identificación de su fe.

Y mi Predecesor Pablo VI proclamó Patrona de Puerto Rico a Nuestra Señora de la Divina Providencia.

Sé que ahora tenéis el propósito de edificar a María, Madre de la Divina Providencia, un santuario, donde vosotros y vuestros hijos aprendáis a caminar mejor hacia Jesús por medio de María. Quiero alentar vuestro deseo y pido al Señor que os conceda poder realizarlo. Este santuario mariano deberá recordaros que vosotros sois las piedras vivas del templo espiritual y universal que es la Iglesia. Esa Iglesia que vive también en Latinoamérica, en cuyo contexto estáis situados.

En la medida que viváis vuestra fe, daréis vigor y estabilidad a ese templo, llamado a acoger y proteger a todo hombre. Haber recibido el bautismo es una gran gracia. Pero ella constituye sólo el primer capítulo de una historia personal y colectiva que es preciso escribir con constantes ejercicios de fe, capaces de mantener siempre viva la llama del amor y de la esperanza que Cristo encendió al compartir nuestra vida. Nuestra respuesta a su encarnación deberá ser la de seguir fielmente nosotros el programa de vida que El escogió. Porque ser cristiano significa acatamiento de la voluntad salvífica del Padre, imitación de Cristo en su amor al hombre y trato frecuente con el Espíritu Santo.

Pensad en este programa cuando entréis en el futuro templo consagrado a María, Madre de la Divina Providencia, y que Ella os ayude a realizarlo para bien vuestro y de la entera comunidad puertorriqueña.

5. El Evangelio de esta Misa trae a nuestro recuerdo el acontecimiento que tuvo lugar en Caná de Galilea: las Bodas de Caná. Durante las mismas viene a faltar el vino. Entonces María se dirige a Jesús con estas palabras: “No tienen vino” (Jn 2, 3).

A través de este suceso ordinario, la Iglesia quiere enseñarnos que María es la Madre de la Divina Providencia, porque cuida de nuestro acontecer humano.

Ella, en efecto, como Madre de todos (cf. Lumen gentium, 61), como ejemplo y tipo de la Iglesia (Ibíd., 63), vela sobre sus hijos. Y los alienta a esforzarse por edificar el mundo en el amor, en la comprensión y la justicia, para que la realidad temporal sea más digna del hombre (cf. Gaudium et spes, 93).

Ella sigue intercediendo por los hombres sus hijos, para que no olviden sus deberes temporales de fidelidad a Dios y al hombre (cf. Ibíd., 43), a la vez que continúa alcanzándoles del Redentor “los dones de la eterna salvación” (Lumen gentium, 62).

6. Jesús responde a las palabras de su Madre: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4) . Sin embargo, a pesar de la respuesta (que parece negativa) la Madre de Jesús dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” (Ibíd., 2, 5). Y, en efecto, Jesús ordena a los criados llenar las tinajas de agua, que se convierte en vino. Ante ello nota el evangelista: “Así en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos” (Ibíd., 2, 11).

La Madre de la Divina Providencia se revela también en las palabras: “Haced lo que él os diga”. Aquí se desvela la función esencial de María, que es conducir a los hombres hacia la voluntad del Padre manifestada en Cristo. Conducir a sus hijos hacia el centro del misterio salvador del Redentor del hombre.

Ella con su palabra, pero sobre todo con su ejemplo de obediencia perfecta al designio de la Providencia, sigue indicando a cada hombre y sociedad el camino a seguir: Haced lo que El os diga. Como si dijera: escuchad su palabra, porque El es el enviado del Padre (cf. Mt 3, 17); seguidle con fidelidad, porque El es el camino, la verdad y la vida (cf. Mt 5, 13-16); sed operadores de paz, de justicia, de misericordia, de limpieza de corazón (cf. Ibíd., 5, 1-2); ved en el hambriento, en el enfermo, en el forastero la presencia de Cristo que reclama ayuda (cf. Ibíd., 25, 31-46).

7. Queridos hijos e hijas de Puerto Rico: La Madre de la Divina Providencia está particularmente presente en medio de vuestra comunidad. Indicando a Cristo el Señor, Ella repite las palabras dichas en Caná de Galilea: “Haced lo que él os diga”.

¿Qué tiene que deciros hoy?

Uno de los terrenos a los que su solicitud maternal se dirige, es sin duda el de la familia. La estima profunda por la misma es uno de los elementos que componen vuestro patrimonio religioso-cultural. Ella transmite los valores culturales, éticos, cívicos, espirituales y religiosos que desarrollan a sus miembros y a la sociedad. En su seno, las diversas generaciones se ayudan a crecer y a armonizar sus derechos con las exigencias de los demás. Por ello debe ser un ambiente intensamente evangelizado, para que esté impregnado de los valores cristianos y refleje el ejemplo de vida de la Sagrada Familia.

La apertura a otras sociedades debe pues serviros para enriquecer la vuestra. Pero no permitáis que concepciones ajenas a vuestra fe y peculiaridad como pueblo destruyan la familia, atacando la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. ¡Salvad el amor fiel y estable!, y superad la concepción divorcista de la sociedad.

Recordar también que —como enseñó el último Concilio— “la vida, desde su concepción, debe ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables” (Gaudium et spes, 51). Ninguna ley humana puede, por ello, justificar moralmente el aborto provocado. Como tampoco son admisibles en el plano moral las actuaciones de las autoridades públicas que intentan limitar la libertad responsable de los padres al decidir sobre los hijos a procrear.

8. Otro campo al que habéis de aplicar la enseñanza del Maestro es el de la juventud. A su formación en la fe habrá de dedicar la Iglesia en Puerto Rico una de sus solicitudes preferenciales, para que Cristo esté presente e inspire la conducta de los jóvenes.

La juventud huye de la mediocridad, vive la esperanza y quiere encontrar su debido puesto en la sociedad de hoy. Por ello su voz debe ser escuchada y debe tener acceso a los bienes espirituales, culturales y materiales de nuestro mundo, para evitar que sea víctima de la frustración, la evasión o la droga.

Pero no olvidéis nunca que para llenar de ideales válidos el alma del joven hay que darle horizontes de sólida educación moral y cultural. Alabo y bendigo, pues, el esfuerzo que la Iglesia hace en Puerto Rico en favor de la juventud, tanto en la escuela o colegio como en la universidad. Y os aliento a proseguir ese camino, para que todos, de cualquier posición social sean, puedan recibir en los centros educativos de la Iglesia y fuera de ellos una educación integral.

Ojalá los padres encuentren plena libertad para elegir el tipo de escuela que prefieran para sus hijos, sin soportar por ello cargas económicas adicionales (cf. Código de Derecho Canónico, can. 797), y que las escuelas provean también a la educación religiosa y moral de los jóvenes, de acuerdo con la conciencia de sus padres (Ibíd., 799).

9. El sector de los laicos es otro al que apunta la necesidad de aplicar lo que Cristo pide hoy a la Iglesia en Puerto Rico.

El Concilio Vaticano II perfiló claramente la figura y misión del laicado cristiano en la Iglesia y en el mundo. Es consolador saber que en este país surgen grupos de jóvenes y adultos que, conscientes de las exigencias del propio bautismo, quieren colaborar con generosidad en el servicio apostólico a la comunidad eclesial, siendo ellos mismos los primeros en vivir íntegramente su fe.

Quiero, por ello, alentar a los laicos en su dinamismo cristiano, exhortándolos a ejercer su misión en íntimo contacto con los obispos y sacerdotes. Piensen los laicos cristianos que a ellos corresponde imbuir la realidad temporal de los valores del Evangelio (cf. Apostolicam actuositatem, 7), y luchar desde dentro en la transformación de la sociedad según Dios. A ellos se abre un inmenso campo de acción, para contribuir con todas sus fuerzas a la mejora social en la difícil situación económica presente. A su tarea generosa queda abierta la necesaria obra de moralización de la vida pública, el esfuerzo para que el peso mayor de la situación no caiga sobre los más pobres, la lucha contra lo que trastorna la convivencia social, contra la delincuencia, la droga, la corrupción, el alcoholismo. Con ideales de insobornable sentido ético y de amor al hombre imagen de Dios, podrá el laico cristiano cambiar los corazones y elevar así el tono moral de la sociedad.

 Hablando del empeño eclesial y humano de los laicos, quiero reservar una especial mención, agradecimiento y aliento a los animadores o presidentes de asamblea, que tanto bien hacen a las comunidades cristianas donde falta el sacerdote. Y lo mismo quiero decir a los numerosos catequistas aquí representados, y que colaboran tan eficazmente en la obra de la evangelización. Estos tienen un eximio modelo en fray Ramón Pané, que catequizó y conoció a fondo la cultura de los taínos. Por ello, queridos catequistas y animadores de asamblea: en esta tierra de fecundas realizaciones catequísticas, proseguid vuestro empeño en favor de la fe de vuestro pueblo.

En este contexto de universalidad eclesial, no puedo menos de saludar a los muchos miembros de otras comunidades cristianas, presentes con nosotros, y que en Puerto Rico han encontrado una acogida cordial y su inserción social.

Como Pastor de toda la Iglesia, dirijo pues mi más afectuoso saludo a cuantos viven fuera de su patria. Entre ellos, a los haitianos, a los procedentes de varios países de Europa, a los miembros de los otros grupos lingüísticos o nacionales y en particular a los numerosos fieles de Cuba.

Ese nombre que acabo de pronunciar, Cuba, tan cercana geográficamente, suscita en mí sentimientos de profundo afecto y cercanía de la Iglesia a todos los hijos de ese noble pueblo: sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, laicos cristianos de la Perla del Caribe.

10. Reunidos en esta comunidad extraordinaria del Pueblo de Dios, después de haber meditado la Palabra revelada que nos presenta la liturgia de hoy, deseamos pronunciar todos, junto con la Madre de Dios, este himno de alabanza a la Divina Providencia en el que Ella ha expresado el “magníficat” de su alma:

“Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo en su nombre, y su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1, 49s.).

Queridos hermanos y hermanas: Esté siempre vivo en vuestros corazones el temor de Dios. Este es el principio de la sabiduría (cf. Sal 110 (111), 10). Y de la sabiduría nace el amor.

No dejéis de dar gracias a Dios, porque “envió a su Hijo, nacido de mujer . . ., para que recibiéramos la filiación adoptiva”.

No dejéis de agradecer la herencia de la fe en Cristo y la gracia de la adopción divina.

No dejéis de dar gracias por la Madre de la Divina Providencia. Que sea Ella para todas las generaciones de esta tierra la puerta de la salvación. Amén.

 



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