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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

SANTA MISA EN MÉRIDA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Lunes, 28 de enero de 1985

 

«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo».

1. Amadísimos hermanos y hermanas:

Doy gracias a la Divina Providencia que me permite visitar estas queridas tierras de los Andes venezolanos. Este encuentro tiene lugar en el marco de la histórica ciudad de Mérida, la de las «cinco águilas blancas», que desde hace dos siglos es la capital espiritual de la región andina. Me es grato rendir homenaje a las nobles tradiciones cristianas de esta comarca, y reconocer los grandes méritos que el clero y los fieles de esta arquidiócesis han adquirido en la difusión de la fe. En efecto, sé que esta Iglesia es fuente de numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, que hoy trabajan incluso en otras partes de Venezuela. De estas comunidades andinas puede decirse con razón que constituyen en cierto modo la «reserva espiritual» de la nación.

Se están cumpliendo doscientos años de la llegada aquí del primer obispo, fray Juan Ramos de Lοra, fundador del seminario del que nace la universidad de los Andes.

Gloría de esta Iglesia emeritense fue también el obispo Rafael Lasso de la Vega que logró la restauración de la jerarquía eclesiástica tras los avatares de la guerra de la independencia. El dio también los primeros pasos para el establecimiento de relaciones entre las nuevas Repúblicas y la Santa Sede.

Saludo con fraterno afecto al señor arzobispo de esta sede, al obispo auxiliar, así como a los otros obispos presentes; saludo a las autoridades, al clero, a los religiosos y religiosas, a los seminaristas y a los laicos comprometidos. Y va también mi saludo a los jóvenes aquí congregados, a los campesinos, a los educadores de la región andina, así como a las autoridades y profesores de la universidad de los Andes, en el bicentenario de su fundación.

2. Como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro siento en mí un gozo profundísimo al poder expresar en este momento, ante vosotros, la fe del Apóstol, al referirme a la Carta que él escribió a la primera comunidad de los testigos de Cristo y que hace poco ha sido proclamada, en una parte significativa, en nuestra asamblea litúrgica. En efecto, fue Pedro el que en un momento decisivo supo decir a Cristo: «¿Señor, a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Io. 6, 68-69).

Que la fe de Pedro hable a la comunidad que se ha reunido aquí para dar, después de veinte siglos, el testimonio de haber perseverado con Cristo, el Santo de Dios.

«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (1Petr. 1, 3) Con estas palabras del apóstol Pedro saludo a todos en la unidad de la fe de la Iglesia.

3. La Iglesia en América Latina, la Iglesia en Venezuela, se remonta con el pensamiento, en el curso de la actual novena de años, a los comienzos mismos de la fe en todo el continente.

Este comienzo —hace medio milenio— tiene su raíz en el acontecimiento recordado por el Evangelio de hοy. Los once apóstoles (después de la apostasía de Judas Iscariote eran once) se fueron «a Galilea, al monte» al encuentro con Cristo Resucitado. Fue el último encuentro antes de que Jesús subiera de la tierra al Padre.

Precisamente entonces Cristo Señor les transmitió la plenitud de la verdad sobre Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y definió la misión de la Iglesia que ellos, Apóstoles, debían implantar como viña del Señor en toda la tierra.

Jesús hablé con estas palabras: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Matth. 28, 18-20).

4. La fe que, a través de los siglos y de las generaciones, se ha propagado entre los hombres de diversas lenguas, naciones y razas, tiene su comienzo en la enseñanza apostólica. «Y, ¿cómo creerán sin haber oído de El», pregunta San Pablo (Rom. 10, 14).

También vuestra fe, cristianos de Venezuela, encuentra allí su primer comienzo. Con la misma misión que los Apóstoles recibieron de Cristo en «Galilea, sobre el monte», vinieron hasta vosotros hace cinco siglos, sus sucesores, anunciando la Buena Nueva.

De ellos escucharon vuestros antepasados la Palabra del Dios vivo, aquí, en esta tierra. De la Palabra y de la gracia del Espíritu Santo nacía en sus corazones la fe. Nacía y crecía. Así fue de generación en generación. Así es también en nuestros días.

5. El Salmo de la liturgia de hoy abre ante nuestros ojos un maravilloso escenario. «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Ps. 18 (19), 2). Es como un magnífico e incesante «himno cósmico» que, ante el hombre y la mente humana, revela la verdad sobre el Creador invisible. «El día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo murmura» (Ibíd.. 3).

Este «himno cósmico» sobre Dios, el testimonio de la creación, fue ciertamente comprensible para vuestros antepasados en esta tierra, aun antes de que vinieran aquí los testigos del Evangelio de Cristo. Y también después de su llegada, aquel testimonio de lo creado no cesa de hablar al hombre, encontrando en el Evangelio una ratificación y a la vez una nueva manifestación.

En efecto, el Salmo proclama:

«Sin que hablen, sin que pronuncien, / sin que resuene su voz, / a toda la tierra alcanza su pregón / y hasta los límites del orbe su lenguaje» (Ps. 18 (19), 4-5).

6. En el contexto de este himno cósmico de lo creado sobre el Creador invisible, el Salmista da un lugar particular al sol:

«El sale como el esposo de su alcoba, / contento como un héroe, a recorrer su camino. / Asoma por un extremo del cielo, / y su órbita llega al otro extremo; / nada se libra de su calor» (Ibíd.. 6-7).

En el trasfondo del testimonio de lo creado aparece el Sol de justicia, el Esposo de la Iglesia y de cada alma inmortal, el Redentor del mundo y del hombre en este mundo: Jesucristo. Nada escapa al calor de su amor.

Los Apóstoles que recibieron de su Maestro la misión de transmitir la fe con la palabra y con el sacramento, fueron los primeros que experimentaron el calor de este amor en la intimidad con Jesús de Nazaret, y sobre todo en la experiencia de su cruz y de su resurrección.

Por ello San Pedro escribe en su primera Carta que Dios «en su gran misericordia, por le resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo» (1Petr. 1, 3-4).

7. Por tanto, ¿qué es la fe? La fe es el comienzo de la vida nueva en Dios. Ya que mediante ella somos en Jesucristo herederos del cielo: coherederos de le vida divina.

Y por esto —sigue escribiendo San Pedro— «la fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final» (1Petr. 1, 5).

De este modo la fe da también un nuevo y definitivo significado a nuestra vida sobre la tierra. Le confiere la dimensión nueva y sobrenatural.

Este sentido, esta dimensión sobrenatural de la fe, nos lleva a ver la vida terrena como una prueba, mediante la cual el hombre entra en la perspectiva de la vida eterna: como el oro que «lo aquilatan al fuego» (Ibíd.. 1, 7). Y por esto la fe nos permite afrontar, incluso con alegría, las diversas pruebas de la vida, en particular los sufrimientos. «Alegraos de ello —escribe el Apóstol— aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego— llegará a ser alabanza...» (Ibíd. 1, 6-).

8. San Pedro escribía estas palabras a los primeros cristianos cuya fe sufrió la prueba de las persecuciones, a veces cruentas.

¿A través de qué pruebas pasa la fe de los cristianos contemporáneos? ¿Cuáles son las pruebas en medio de las cuales ella debe madurar y crecer aquí, en Venezuela? ¿Cómo debe ser esta fe, para que la herencia apostólica responda verdaderamente a la herencia de los siglos?

Me complace saber que en los últimos meses habéis realizado una misión nacional con el objeto de renovar y fortalecer la fe; esa fe «que es más preciosa que el oro» y que es la gran herencia de cinco siglos de evangelización.

Esa fe que ha sufrido y sufre los embates del laicismo y secularismo, debe ser renovada. Y renovar la fe es profundizar en el conocimiento de la doctrina católica; es hacer la experiencia vital del amor a Dios y a los hermanos; es anunciar a los demás el Evangelio.

Sólo esa fe renovada será capaz de conducir a la fidelidad: fidelidad a Jesucristo, a la Iglesia y al hombre.

En primer lugar, fidelidad a Jesucristo. Es una justa correspondencia al que es «testigo fiel» (Αpοc. 1, 5). Fidelidad que ha de ser fruto del amor. Bellamente ha dicho el Apóstol San Pedro en su primera Carta: «A Cristo Jesús no lo habéis visto y sin embargo lo amáis, no lo veis todavía y sin embargo creéis en El» (1Petr. 1, 8). Tal fidelidad a Jesucristo es inseparable de la fidelidad al Evangelio, al Evangelio con todas sus exigencias.

Fidelidad también a la Iglesia. Ser fieles a ella es amarla como a madre nuestra que es.

Que nos da a Cristo, nos da su gracia y su Palabra, nos alienta en nuestro camino, está a nuestro lado en las alegrías y en las penas, nos instruye en sus centros educativos, levanta su voz contra la injusticia y nos abre la perspectiva de una eternidad feliz.

Ser fieles ala Iglesia es también vivir en íntima comunión con los Pastores puestos por el Espíritu Santo para regir al Pueblo de Dios; es aceptar con docilidad su magisterio; es dar a conocer sus enseñanzas. Ser fieles ala Iglesia es no dejarse arrastrar por doctrinas o ideologías contrarías al dogma católico, como querrían ciertos grupos de inspiración materialista o de dudoso contenido religioso.

La fe renovada ha de traer asimismo consigo la fidelidad al hombre. La fe nos enseña que el hombre es imagen y semejanza de Dios, lo cual significa que está dotado de una inmensa dignidad. A este hombre, hijo de Dios, hemos de acogerlo, amarlo y ayudarlo. La fidelidad al hombre nos exige aceptar y respetar sus tradiciones y su cultura, ayudarle a promoverse, defender sus derechos y recordarle sus deberes.

Esta triple fidelidad a Jesucristo, a la Iglesia y al hombre deben ser un verdadero desafío frente al futuro, para hacer crecer en profundidad la fe del pueblo venezolano.

Esa obra de crecimiento en la fe reclama el empeño profundo de los Pastores, de los agentes de la pastoral, del laicado comprometido, de la juventud, de los hombres y mujeres cristianos, del mundo de la cultura. Sólo así se logrará un hombre y mujer venezolanos renovados interiormente, llegados a una maduración de plenitud en Cristo. Ahí os queda un programa en la postmisión que ahora inicia.

Quiera Dios que este crecimiento en la fe se traduzca en comunidades cristianas más conscientes y apostólicas, en una catequesis sólida sobre todo de la familia —insistiendo en una buena preparación al matrimonio—, en nueva vitalidad laical, en un despertar de abundantes vocaciones sacerdotales y religiosas.

9. El octavo día después de su Resurrección el Señor Jesús se presentó de nuevo a los Apóstoles reunidos en el cenáculo. Entonces Tomás, que antes no había querido creer a los Apóstoles que daban testimonio del Señor Resucitado, finalmente creyó: y postrándose a los píes de Cristo confesó: «Señor mío y Dios mío». Fue en aquel momento cuando él sintió las palabras significativas del Resucitado: «Porque me has visto has creído, dichosos los que sin ver creyeron» (Io. 20, 28-29).

El apóstol Pedro repetirá esta bienaventuranza en su primera Carta. Esta se refiere a todas las generaciones de los confesores de Cristo, que por medio de la palabra de la Buena Nueva han creído en El; en esta fe han crecido, en ella han consumado su vida terrena, con la esperanza de participar de la eternidad de Dios mismo.

También todos vosotros, amados hermanos y hermanas, pertenecéis a estas generaciones. Vuestra fe la «aquilatan a fuego» las experiencias contemporáneas, para llegar a «ser alabanza y gloría y honor cuando se manifieste Jesucristo».

Y por esto deseo repetir ante vosotros las palabras de la Carta de Pedro a los primeros cristianos:

«No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en El; y os alegráis con gozo inefable y transfigurado, alcanzando la meta de vuestra fe vuestra propia salvación» (1Petr. 1, 8-9).

 



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